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Nadie es perfecto

Un día en la vida de Dios

MARTÍN CAPARRÓS

Seix Barral, Barcelona, 317 págs.

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De no haber existido Jardiel Poncela, la presente novela de Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) podría titularse La tournée de Dios. Con una salvedad: aunque comparta el propósito de canalizar la sinrazón de la existencia por el viaducto del humorismo, la separan setenta años del absurdo cosmopolita de Jardiel, muy de las vanguardias del siglo XX . Además, Un día en la vida de Dios plantea un bosquejo de la historia tamizado por una intención enciclopédica, muy del XVIII .

Y es que en la cosmogonía de Caparrós pesan lo suyo sus lecturas de Voltaire, un dato constatable en su currículo, jalonado por dos ediciones críticas del autor de Cándido. Si a eso le añadimos la fantaciencia y la escatología de acento porteño seguiremos abundando en las diferencias entre la divina tournée de Jardiel y la jornada del Dios de Caparrós, feminidad atareada durante doce horas por las contradicciones de los «bichitos» que habitan su Tercer Pedrusco; para aclararnos: eso que llamamos Hombres, eso que llamamos Tierra, respectivamente. Y es que el Dios de Caparrós es femenino; pertenece a una Corporación, que va encargando universos a sus integrantes: a ser posible, con resultados cada vez más eficientes. Con un funcionamiento tan de multinacional, no es extraño que los jerarcas de la Corporación intenten producir y dejarse de monsergas sentimentales. Como se advierte en los primeros pasajes de la novela, «una vez que el universo está en marcha, su mecánica general no suele presentar grandes problemas: funciona sola». Pero resulta que las doce horas que empleará la divinidad en chequear su obra abarcan toda la historia humana. Como en el inicio del 2001 de Kubrick, a este Dios que uno podría imaginar como la Barbarella que diseñó Vadim para Jane Fonda, muy años sesenta, le toca la escena del Kalahari: los simios, además de repartir mamporros sorprenden a su creadora por su persistencia en el fornicio, una promiscuidad de fluidos, jadeos y olores que se inmiscuye una y otra vez a través de las edades humanas y deja estupefacta a la divina observadora. En ese trayecto, Dios irá alternando sexos al encarnar los más diversos «bichitos» de ese pedrusco que llamamos Tierra. Será un luchador tebano en el Egipto de los faraones, una esclava de Abraham en Palestina, un barquero del Ganges, un espía romano, un árabe en la batalla de Poitiers, un monje en el virreinato del Perú del siglo XVI , el confesor de Voltaire en el último suspiro del filósofo y el científico judeoalemán que participa en el Proyecto Manhattan de donde saldrá la bomba atómica…

Aunque le sobra alguna reiteración en el perfil de los personajes, hay que seguir a Caparrós en su tournée. El argentino transita el humor pero, a pesar de su tono eroticofestivo, la estructura polifónica de la obra brinda lecturas de mayor calado, corrientes marinas atravesadas por la fábula moral; uno puede quedarse en la superficie, con la ambigüedad sexual de su «divina» protagonista; bucear por una ciencia ficción irónica o abordar la novela como vulgarización de los problemas teosóficos que nos agobian desde que el mundo es mundo. Al iniciar la lectura, su futurismo de tesis resulta denso y exige paciencia. Superados los primeros compases algo abstrusos, Un día en la vidade Dios recompensa el esfuerzo con desarrollo divertido: la reconstrucción histórica muy a lo Monty Python se conjuga con la disquisición existencial, el argot porteño con la seudociencia. En su jornada terrenal, «nuestra Dios» constata entre otras cosas, que la existencia conlleva sudar, comer, defecar y fornicar, en un ir y venir de «agujeros» que no comprenderá hasta horas/siglos más tarde. La novela de Caparrós es una moraleja anunciada, lo que tal vez exigiría menos demora en cada uno de los episodios y, por consiguiente, menos páginas en el monto total. Entre los problemas con que se encuentra la divina protagonista sobresale la Muerte, invento que se revela desde el principio «mucho menos dócil que lo que había supuesto». Intrusa que impele a los hombres a reinventarse la divinidad de las maneras más grotescas. Mientras que unos se consuelan con la posibilidad de una mejor vida cuando irrumpa la Parca, otros, en el Ganges coligen que «la muerte no era una amenaza, la amenaza era vivir de nuevo».

A medida que pasan las horas, Dios asiste a la entronización de la violencia en sacrificios a los innúmeros dioses que los humanos inventan para idolatrar sus limitaciones; a la soberbia humana amarradita del brazo de la diosa Razón. Además de contemplar perplejo las acciones de los bichitos que creó, Dios no deja de aprender. En Roma, por ejemplo, descubre el poder de los sueños como un Freud avant la lettre y en las vigilias de la batalla de Poitiers, como escudero de un emir que acaba sodomizándolo, se percata de que todos están dispuestos a matar por su dios. Entre divinidades de ocasión y palabras mayúsculas que inundan el pedrusco de sangre, sudor y lágrimas, constata también que la Historia era producto «de los tanteos de los hombres que, error tras error, desliz tras desacierto, me buscaban». Ello no impedirá que, ante tanto desafuero, Dios soslaye sus responsabilidades y acabe renegando de la autoría del Pedrusco terrícola.

Y la moraleja anunciada se confirma. La hilarante escatología se aliña con diálogos sensu contrario como el que sostiene la protagonista con un Voltaire moribundo. El capítulo viene a ilustrar la conocida frase del gran filósofo de la Razón: «Si Dios no existiera habría que inventarlo». Con el pie en el estribo, el pensador abjura de un descreimiento atribuible a sus escritos de juventud, cuando la Muerte quedaba lejos. Frente a la inmortalidad racional, la de las enciclopedias y los bustos marmóreos, aspira a la inmortalidad cristiana; pero se encuentra ante un Dios encarnado en confesor que utiliza los mismos argumentos que nutrieron su Diccionario filosófico: «Yo soy el creador que tú decías: el maquinista que creó este mecanismo que ya no puede controlar», espeta Dios al que fue su antagonista. La conversación reafirma a la Muerte como detonante de todos los males y los dioses en minúscula que en el mundo han sido. Es entonces cuando el humorismo se torna más pesimista y el espíritu de Swift sobrevuela la novela: «Al final creí que la muerte que les daba les haría más urgentes, más ávidos de vida, poderosos. Y fue que los enloquecí: de allí sus dioses, sus guerras, su codicia», concluirá un Dios abúlico y desengañado.

Tras alborotar el gallinero con Marx y Nietzsche, para mitigar el aburrimiento que le produce ese Pedrusco que llamamos Tierra, se encarnará en un científico de los que se reúnen en Los Álamos. Si al principio aludimos a la Odisea de Kubrick, los bichitos se alistarán a la autodestrucción del hongo atómico. De ahí que el desenlace tenga la estridencia de un teléfono rojo, de explosiones y faldas a lo loco. Y es que nadie es perfecto. Aunque esté adscrito a la Corporación de los universos y se llame Dios.

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Ficha técnica

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