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Un psychothriller inverosímil

Últimas voluntades

GABRIEL ALBIAC

Plaza & Janés, Barcelona, 1998

430 págs.

2.755 ptas.

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Con un premio nacional de ensayo a cuestas y otros galones intelectuales prendidos en la solapa (columnista de El Mundo, catedrático de filosofía de la Universidad Complutense, autor de dieciocho libros de ensayo, uno de poemas y la novela Ahora Raquel ha muerto), Albiac se arriesga de nuevo en el campo de la prosa hecha ficción.

En sus primeras páginas, esta segunda entrega narrativa nos sitúa en un deprimente vericueto de ondas hertzianas propagadas desde Mick Jagger bajo la lluvia, un programa de radio al que telefonean los oyentes más olvidados y solitarios de la noche, seres pletóricos de inseguridades sexuales y vicios de toda índole que se afanan en encontrar un poco de consuelo en las voces de los conductores, Richy y Lola, por su parte igual de perdidos y desamparados. Lula Vallés, una adolescente que está en tratamiento psiquiátrico y que se integra en el auditorio que sintoniza a diario estos mensajes de desolación nocturna, se enamora inconsideradamente de Richy, a quien empieza a enviarle misivas donde expone sus planes más inmediatos, concebidos con toda minuciosidad en su enferma cabecita: borrar del mapa a la bruja Lola –y a quien sea necesario – para que ellos, Lula y Richy, nunca más vuelvan a estar separados, aunque en realidad nunca han estado juntos y ni siquiera se conocen. De esta situación y de otras muchas cosas terribles está enterada Elsa Kurtz, la psicoanalista de la chica, mujer atribulada que deshoja ya los primeros pétalos de la cuarta década de su vida, fogueada en innumerables combates políticos y amorosos caracterizados, sin excepción, por concluir en fracasos de estruendo. Ella da pleno crédito a las amenazas de su clienta, y este convencimiento acerca de las tendencias homicidas de Lula la mueve a recurrir a todos los medios a su alcance para intentar –con escasa fortuna– salvarles la vida a los conductores radiofónicos.

El creciente protagonismo de Kurtz, páginas más adelante, va delineando lo que será un hito en la novela: a partir de determinado momento, su presencia es casi omnímoda, y absorbe a los demás personajes, que se desintegran, primero, para después reaparecer de manera fragmentaria y secundaria, aglutinados siempre en torno a la doctora como simples referencias distantes. Este giro violento en el tono y la orientación narrativos transfigura extrañamente la historia, que ahora, mientras llega el desenlace cinematográfico y el lector se entrega a la tarea de imaginarse a la psicópata Lula urdiendo planes siniestros, pasa de ser un psychothriller, como consigna la sobrecubierta del libro, a lo que cabría llamar un relato más o menos catastrófico de las perplejidades y sueños imposibles de una generación insatisfecha –en la que el propio autor se inscribe– que era joven, rebelde e idealista en tiempos de la transición española. Una especie de pozo de traumas e infortunios colectivos, desde cuyas melancólicas, retorcidas honduras, la voz personal y exclusiva de Elsa Kurtz lucha desesperadamente por hacerse escuchar.

La prosa que Albiac construye es tan ondulatoria, singular y compleja como el argumento. Está cargada de frondosidades y metáforas, muchas de ellas acertadas, algo nada sencillo y, por supuesto, digno de elogio. Los cambios súbitos de personas gramaticales y tiempos verbales con los que experimenta funcionan con total eficacia. No obstante, también hay un inflado afán discursivo («una cama deshecha cuyas sábanas, parecen angulares montañas de papel muy arrugado o bien una exageradísima ficción óptica iperrealista», pág. 221) y una dosis enorme de reiteraciones y digresiones, algunas de éstas indigestibles. Da la sensación de que los puntos de vista del escritor, poseedor de una sólida formación académica, se infiltran con frecuencia en el texto, aplastando los que podrían tener sus criaturas literarias. Los personajes de Últimas voluntades son perdedores inverosímilmente cultos, fluidamente políglotas, lo que lleva al extremo de aclaraciones al lector del tipo: tears in the rain, «lágrimas en la lluvia» (pág. 330), y además, asunto poco prometedor, todos ellos van sembrando a lo largo de la novela un nihilismo de raigambre filosófica efectista que, pese a su negrura indiscutible, difícilmente puede consternar a nadie.

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Ficha técnica

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