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THE INVENTION OF SCOTLAND. MYTH AND HISTORY

Hugh Trevor-Roper

Yale University Press, New Haven

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Hugh Trevor-Roper fue un historiador prolífico, elegante, original y polémico. Escribió sobre todo en torno a dos temas, muy lejanos entre sí: la revolución inglesa de la década de 1640 y el nazismo. Alrededor del primero, y en especial sobre el protagonismo de la gentry y la existencia o no de crisis agraria en el siglo XVII, mantuvo sonados debates con R. H. Tawney, Lawrence Stone o Christopher Hill. En cuanto al segundo, sus biografías de Hitler y Goebbels gozaron de merecido éxito, pero a principios de los años ochenta cometió la célebre gaffe de autentificar unos supuestos diarios del Führer que desde su aparición olieron a falsos y al final, en efecto, resultó que lo eran. Ocupó durante décadas el prestigioso puesto de Regius Professor de Historia en Oxford y murió en 2003.

Un primer libro póstumo firmado por él apareció tres años más tarde, sobre sir Theodore de Mayerne, médico hugonote seguidor de Paracelso. Ahora se publica este segundo, en torno al tema, original hace veinte años pero un tanto manoseado ya hoy, de la «invención» de una identidad: la escocesa, en este caso. Se trata de un manuscrito inacabado, al que ha dado forma final Jeremy Cater, pero que, según asevera el editor y ratifica su estilo, es en lo esencial obra del propio Trevor-Roper.

Escocia es, para el autor, una sociedad (una raza, dice él) mitopoética: es decir, cree en los mitos sobre sí misma, se reconoce en ellos. Tanto los orígenes como la identidad escocesa están «coloreados por el mito». Al lector le empiezan a sonar las alarmas, preguntándose si ésa es una peculiaridad escocesa o un rasgo inherente a cualquier sociedad humana. Y Trevor-Roper nos confirma lo difícil que es ver la viga en ojo propio cuando aclara que, para él, hay sociedades mitopoéticas y otras que no lo son; ejemplo de estas últimas es Inglaterra –la suya–, que, en su opinión, no ha creado ni un solo mito de importancia; sólo algunos de poco fuste que, por cierto –puntualiza–, son de origen celta y no anglosajón.

El libro está lleno de detalles sabrosos y se disfruta con su lectura. Su argumento central es, en definitiva, sencillo. La identidad escocesa, según Trevor-Roper, se ha construido en torno a tres mitos, simétricos y sucesivos en el tiempo: el primero, de orden político, giró en torno a la idea de la «antigua constitución» escocesa, basada en la libertad y el contrato con el monarca, lanzada en el siglo XVI por el presbiteriano George Buchanan. Este mito fue sustituido a mediados del XVIII por otro, el literario, producto de la inventiva de James Macpherson, que fingió haber descubierto al poeta Ossian, autor de unos supuestos cantos antiguos que eran modelo de pasión auténtica, no corrompida por la artificialidad moderna. Inició así el romanticismo, que culminó con el tercer mito escocés, el «sartorial», relacionado con la vestimenta –los célebres kilts y tartans de los Highlanders–, lanzado a comienzos del XIX sobre todo por Walter Scott. Aparte de deberse a literatos de renombre, los tres tienen en común el haber sido, irónicamente, importados: de Francia, Irlanda e Inglaterra sucesivamente.

Los mitos son unas construcciones culturales que versan sobre los orígenes legendarios de las comunidades humanas, en los que se asientan los valores que se suponen las inspiran y vertebran de manera permanente. Trevor-Roper reconoce que son resortes cruciales de la vida comunitaria y observa, con razón, que «los intelectuales tienden a dar excesiva importancia a la influencia de la verdad histórica frente a la del mito histórico». Poco más adelante añade otra aguda observación: «Un mito sólo se rinde ante otro mito», es decir, que difícilmente se ve erosionado por la crítica racional. Esta frase viene precedida por un «en una sociedad mitopoética» que reduce su alcance; piensa en Escocia, desde luego, pero podría haberlo enunciado con alcance más general.

El mito político escocés tuvo su origen en el calvinismo francés y fue lanzado por George Buchanan, poeta y latinista del XVI con cuyo conocimiento de la lengua de Roma sólo competía Erasmo. Era un genio camaleónico y un tipo arrogante, pero fue el primero que demostró al mundo que un escocés no necesariamente era un salvaje. En la corte de Edimburgo, donde corrían aires anticlericales en la década de 1530, escribió unos poemas latinos contra los franciscanos en los que, según parece, se pasó de la raya. Encarcelado con otros cuantos que acabaron en la hoguera, salvó la vida porque escapó, cruzó el Canal y vivió un cuarto de siglo en Francia. En Burdeos tuvo como discípulo a Montaigne y en París sirvió a los Guisa, la más católica de las familias nobiliarias. No escribió, en esos años, sobre temas políticos ni entró en polémicas religiosas –detestaba especialmente la idea de traducir la Biblia a lenguas vulgares–, por lo que no parece que se hiciera hugonote, como luego fantaseó. Pero a comienzos de la década de 1560, a edad ya avanzada, regresó a Escocia, protegido por María Estuardo. Las pasiones religiosas habían llegado a un punto que hacía imposible la coexistencia pacífica en Escocia. Y entonces sí: mientras escribía halagadores poemas latinos para la reina, se sumó a la moda imperante entre sus amigos humanistas franceses y se hizo calvinista. En la guerra civil que se desató, puso su pluma al servicio de los nobles revolucionarios y denunció a María como adúltera y asesina. Cambió, además, de campo académico y se dedicó a escribir sobre historia escocesa. Bebiendo de las mismas ideas aristotélicas y conciliares que habían inspirado a los hugonotes –inventores de una «tradición constitucional» en los francos–, idealizó un pasado escocés basado en la monarquía electiva y la limitación de poderes de los reyes, que habían llegado a ser depuestos o ejecutados por los representantes populares. Su éxito fue inmenso. Harold Laski escribió que el De Jure Regni apud Scotos, de Buchanan, fue «el ensayo político más influyente del siglo XVI». Se convirtió en Lord del Sello Privado y siguió lanzando panfletos partidistas, ahora ya en el inglés de Escocia, que contribuyeron mucho a la ejecución de María. En los años de la matanza de San Bartolomé, irónicamente, acabo convertido en autor de cabecera de los hugonotes franceses.

El origen del segundo mito, el literario, es aún más insólito. Su escenario fue la Escocia de la segunda mitad del XVIII, unida ya a Inglaterra, con los jacobitas definitivamente derrotados tras la intentona de 1745 y con los Lowlanders disfrutando de la prosperidad que les proporcionaba su proximidad a la Revolución Industrial y el comercio con América. Los Highlanders, hasta entonces tenidos por bárbaros y peligrosos, empezaron a ser vistos con nostalgia, como una especie en vías de extinción. En Alemania se había descubierto un poema medieval, heroico y refinado a la vez, sobre los nibelungos. ¿Por qué no iban a haber producido algo similar los celtas, el pueblo más derrotado, el más melancólico, el más, como empezaba a decirse, romántico? Y he aquí que un erudito local, James Macpherson, se ofreció a descubrirlo. Explicó a quien podía patrocinar su empresa que él sabía dónde se encontraban manuscritos gaélicos y que estaba dispuesto a recopilar los cantos aún repetidos oralmente por los ancianos. Las mejores mentes escocesas del momento –la crème de la crème de la Ilustración europea– se dejaron seducir por la idea. Macpherson recibió dinero y volvió, naturalmente, con dos docenas de poemas, en su mayoría escritos por el propio investigador –cuyo conocimiento del gaélico no pasaba de rudimentario–. Eran un pastiche primitivista y melodramático, pero se convirtieron en la prueba de que Escocia tenía una mente superior, de alguna forma, a la inglesa: menos inductiva y práctica, menos perfecta formalmente, pero más apasionada, más humana. En Londres se lanzaron dudas sobre la autenticidad de los poemas. Y ahí entró en juego el honor escocés. Hasta escépticos como David Hume y Adam Smith volcaron su entusiasmo a favor de Macpherson. Éste, por su parte, elevaba su apuesta, insistiendo en que había habido un Homero escocés y que él podía transcribir su gran poema si viajaba a las Hébridas a oír a un viejo bardo, el último que aún lo recitaba de memoria. Dicho y hecho: le subvencionaron, viajó y volvió con un poema de nueve mil versos. El Homero gaélico se había llamado Ossian y el héroe del poema era su padre, Fingal, noble salvaje que había vivido intensas pasiones y tragedias entre bosques, lagos y tormentas. Era «épica genuina», simple, grandiosa, sentimental, sublime.

La controversia sobre la autenticidad de Ossian se arrastró durante un cuarto de siglo, dando lugar a un célebre viaje del cáustico Dr. Johnson a las Hébridas, tras el cual dictaminó que los escoceses aman a Escocia más de lo que aman la verdad y que están dispuestos a aceptar falsedades sobre sus antepasados si halagan su vanidad colectiva. Nueva ofensa a Escocia. Diversas Highland Societies, desde Londres hasta la India, tomaron a su cargo la defensa de Macpherson, cada vez más altanero y dolido, pero que siguió sin aportar manuscritos originales ni pruebas convincentes de su hallazgo hasta su muerte, en 1796. A lo largo del siglo siguiente, sus partidarios publicarían algunos manuscritos que decían haber recogido de entre sus papeles pero cuya veracidad tardó en someterse al juicio de expertos. Algunos eran claramente fraudulentos y otros antiguos, pero nunca tanto como Macpherson había presumido. El entusiasmo por Ossian fue decayendo en las primeras décadas del siglo XIX, pero, entre tanto, toda Europa –y en especial las zonas donde las élites impulsaban un programa político de «liberación nacional»– seguía su senda y buscaba ansiosamente cantos medievales que demostraran antiguas identidades colectivas.

Justamente en esas décadas románticas brilló otro escocés, Walter Scott, que lanzó el tercer ciclo mítico, esta vez alrededor de la vestimenta. No consta ninguna peculiaridad escocesa en la forma de vestir hasta el siglo XVI, en que hay referencias a una larga camisa irlandesa y una especie de calzón corto, todo ello protegido por una capa o manta de tartán o tela a cuadros. Nadie menciona la falda o kilt hasta el siglo XVIII, poco antes de las derrotas jacobitas que llevaron a la prohibición de todo atuendo típicamente Highlander. Pero el romanticismo y la formación de regimientos escoceses a finales del XVIII cambió la situación. Permitida de nuevo la vestimenta tradicional, los regimientos escoceses que desfilaron por París en 1815 mostraron al mundo lo que era una identidad antigua bien preservada. Y lo hicieron exhibiendo kilts, faldas más cortas que la manta tradicional y sujetas a la cintura, según parece inventadas por un manufacturero forjador que quiso evitar que las capas largas causaran problemas a sus obreros con los hornos. Quienes los lanzaban ahora eran, además, Lowlanders, clases medias urbanas decididas a salvar una supuesta tradición.

Walter Scott, presidente de la Sociedad Celta de Edimburgo y novelista que había alcanzado un gran éxito con Waverley, una novela sobre la rebelión jacobita de 1745, fue encargado en 1822 de organizar la recepción a Jorge IV, primer monarca británico que visitaba Escocia tras la unión del siglo anterior. Y eligió como ayudante a un coronel que había escrito un libro sobre los colores y dibujos distintivos de los tartans según las familias, clanes y distritos. Los productores de tela de tartán se apresuraron a subvencionar a este y otros autores para que testimoniaran el pedigrí de la tela. Entre los aventureros que participaron en el invento destacaron unos hermanos Allen, luego llamados Hay y, por fin, Sobieski Stuart, que se presentaban como descendientes del Bonnie Prince Charlie de 1745 y portaban un manuscrito titulado Vestiarium Scoticum, encontrado nada menos que en un monasterio de Cádiz, con la genealogía detallada de los distintos tartans. Así han quedado consagrados hasta hoy.
El libro no tiene conclusión. Pero podríamos aportar una, muy breve: que, si no generara tanto odio y tanto dolor, esto de las identidades colectivas podría ser divertido.

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