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Tres prontos librescos

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Ignoro si, realmente, abril es el mes más cruel. Pero sí sé que, mientras hace brotar lilas de la tierra muerta, mezcla recuerdos y deseos y estimula las perezosas raíces con lluvias primaverales, el mundo celebra a Cervantes y Shakespeare, dos que ya dijeron casi todo por escrito. Abril es, también en este país, el momento del año en que tradicionalmente se vuelve a hablar de libros y de lo que les rodea: se acerca el día en que los regalamos con la rosa, los premios principales se han concedido, volviendo a poner la literatura –o su espectáculo– en los medios, se publican encuestas sobre hábitos de lectura, se ultiman los programas de novedades de las editoriales. Por eso, por cierta melancolía que me ha producido la relectura del libro de Jason Epstein en que pasa revista a su riquísima experiencia sobre el pasado y el presente de lo que llamamos edición y porque esta revista que usted tiene en sus manos se llama como se llama, me he decidido a poner negro sobre blanco las tres pequeñas impresiones librescas que siguen.

Preguntaba el quejumbroso Jeremías (13, 23): «¿Podrá el leopardo perder sus manchas?». ¿Puede existir un premio literario honrado? Conste que soy uno de los pocos españolitos convencidos de que la inmensa mayoría de los galardones literarios que se conceden en este país son limpios. Quiero decir, que estoy seguro de que, a estas alturas de la película, ningún editor se reúne clandestinamente con un autor en los lavabos de un restaurante de moda y le promete que, si se presenta al premio que convoca, ganará. Ya no hay editores tan burdos, créanme: eso ocurría en el pleistoceno del oficio, en tiempos de la linotipia y la impresión directa. Y, además, están los jurados, que no se dejarían manipular tan estúpidamente. Pero les voy a contar una historieta que se me ocurrió esta mañana en el autobús. Imagínense que soy el responsable de una editorial que ha creado un premio para novelas inéditas. Imagínense también que deseo que ese premio lo gane la novela de un autor conocido que se llama, pongamos por caso, Marcel Proust. Sé, por otro lado, que los prestigiosos jurados que he elegido no se van a dejar presionar para que concedan sus votos a mi opción. Entre otras cosas, porque entre los finalistas se encuentran obras, quizás no tan vendibles, pero sí igualmente respetables, de autores que se llaman, por ejemplo, Joseph Conrad, Jane Austen y Virginia Woolf (todos, al igual que Proust, se presentan con plica, pero yo sé –no me pregunten cómo– que son ellos). De repente me doy cuenta de que no necesito correr riesgos. Basta que sustituya a los tres finalistas por novelas de, es un suponer, Ciprianito Albóndiga, Jacinto Nabiza y Sarita Bernarda, que no pasaron la última criba o pasaron por los pelos el dictamen de mi aplicado comité de selección. Estoy seguro de que, obrando de este modo, mi jurado –en el que yo también voto– apreciará mejor las virtudes de mi favorito Marcel. ¡Ah!, se me olvidaba: a la agente literaria de Marcel, que es bastante lista, no le aseguré categóricamente que su representado obtendría el premio, pero sí le recomendé que se presentara. Y ella me entendió perfectamente.

Los resultados de la encuesta encargada por la Federación de Gremios de Editores de España sobre nuestros Hábitos de lectura y compra de libros no contribuyen a variar sustancialmente mi pesimismo acerca de nuestra salud en lo que los anglófonos llaman literacy, un término que significa algo menos técnico que lo que denota su frecuente traducción como «alfabetización». Un 46% de los españoles mayores de catorce años no leen libros «nunca o casi nunca». Esperen, eso no es todo: el 54% restante –es decir, los que sí leen– está constituido por un 36% que lee libros «alguna vez a la semana» ( lectores frecuentes) y un 18% que –ojo– leen libros «alguna vez al mes o al trimestre» ( lectores ocasionales). Habida cuenta de que el grupo con más porcentaje de lectores corresponde a jóvenes de catorce a veinticuatro años, me pregunto también si en sus respuestas cuenta o no la lectura de los llamados libros de texto, es decir, de los manuales obligatorios para aprobar las respectivas disciplinas. La encuesta encargada por el gremio es, sin duda, una estupenda herramienta cultural. Pero, tras estudiarla, uno no puede evitar la sospecha de que sus responsables intentan embellecer los resultados o, quizás, simplemente, prefieren decir que el vaso está medio lleno en vez de medio vacío: ¿qué diferencia existe entre los que, por ejemplo, leen «alguna vez al trimestre» y los que no leen «casi nunca»? ¿Qué significa «casi nunca»: una vez cada año, cada lustro, cada década, en toda una vida? Entre los que no leen «nunca o casi nunca» y los que lo harían «alguna vez al trimestre» (si se desvincularan de los que lo hacen «alguna vez al mes») tengo la impresión de que sumarían bastante más de la mitad de los españolitos mayores de catorce años. En cualquier caso, lo cierto es que seguimos en los últimos puestos en los hábitos de lectura de los europeos. Y, como la política cultural sigue siendo algo que corresponde a las Administraciones, más vale que llamemos al pan, pan, y al vino, vino, sobre todo si pensamos que las soluciones a este gravísimo problema deben ser radicales, sean cuales sean (para eso están los sabios). Lo paradójico, como siempre, es que este país en el que se lee tan poco es el quinto productor de títulos del mundo, con más de 58.000 publicados en 2000. Claro que las tiradas medias son ridículas (menos de la mitad de lo que eran hace veinte años, cuando se «producían» menos títulos). Y, ya puestos, no puedo por menos de comparar los 330 minutos de media de lectura a la semana de los lectores «frecuentes» con los más de 210 minutos al día que, según el Informe anual de la comunicación 2000-2001 dedicamos a ver televisión (y, dicho sea de paso, ¡qué televisión!). Por cierto, y ya para acabar este apocalíptico apartado, gracias al último trabajo citado me enteré de que cada telespectador (es decir, casi todos los que somos y estamos) vemos 68 anuncios al día. No pude evitar hacer el cálculo: unos dos millones a lo largo de nuestra esperanza de vida.

La propedéutica periodística recomienda huir del pesimismo al final de un artículo. Lo más reconfortante que he leído últimamente relacionado con los asuntos de más arriba es el informe Las bibliotecas públicas en España. Una realidad abierta, una estupenda investigación acerca de algo que sigue siendo fundamental para nuestra cultura. Al acabar de leer el estudio uno se queda con la impresión de que seguimos estando mal en el asunto de bibliotecas y sus equipamientos, pero incomparablemente mejor que hace tan sólo diez años: el número de ciudadanos que acuden a las bibliotecas públicas se ha incrementado en 130% entre 1990 y 1998. Y hay casi un 20% del total de la población del Estado que está inscrito en una biblioteca pública (en el Reino Unido, en 1996, lo estaba un 56%). Por algo se empieza.

REFERENCIAS

T. S. Eliot: The Waste Land. Faber & Faber. Londres, 1996.
Epstein, Jason: Book Business. Publishing, Past, Present and Future. W. W. Norton. Nueva York, 2001. Traducción reciente en Anagrama (febrero, 2002) con el título La industria del libro.
– Hábitos de lectura y compra de libros. Año 2001. Estudio de la Federación de Gremios de Editores de España realizado por Precisa, S.L. Enero, 2002.
– Comercio interior del libro en España, 2000. Federación de Gremios de Editores de España. Madrid, 2001. – Informe anual de la comunicación 2000-2001. Grupo Z. Barcelona, 2001.
VV.AA. Las bibliotecas públicas en España. Una realidad abierta. FUndación Germán Sánchez Rupérez, Madrid, 2001.

 

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Ficha técnica

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