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Tres arquetipos

Christopher Reeve como Supermán

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Jung pensaba que los arquetipos son imagos de un presunto inconsciente colectivo, preformas vacías que sirven para organizar la sociedad y nuestra vida espiritual, alimentan nuestro imaginario y le suministran las imágenes mentales –en cierto modo, fantasmas– capaces de estructurarlo. Los arquetipos –para Jung, innatos– engendran imágenes universales que se pueden rastrear en el arte y la literatura de todos los tiempos. Adquiridos o no, selecciono tres representaciones culturales muy contemporáneas que constituyen otros tantos avatares de antiguos arquetipos y me han sido sugeridas por algunas lecturas recientes, una película y una exposición que he tenido ocasión de ver este verano.
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El artista como héroe. Desde Byron en adelante, incluyendo a no pocos iconos del rock (Janis Joplin, Jim Morrison o Sid Vicious serían figuras representativas), la visión romántica del artista ha impregnado el imaginario popular. Rebels and Martyrs, una interesante exposición temática programada por la National Gallery londinense, ha explorado precisamente la persistencia y el desarrollo de esa idea desde sus orígenes hasta las Vanguardias. El artista prerromántico, que está experimentando con desconcierto la sustitución del mecenazgo de la Iglesia y el Estado por el de las clases medias (mercado, galerías, marchantes) precisa construirse una personalidad atractiva, una imagen individualizada con valor añadido (el «genio» como cualidad especial del artista), algo que no habían necesitado quienes, simplemente, vendían «sólo» su obra a quienes la encargaban. El mito del artista «atormentado por el peso del talento y la imaginación», como formuló más tarde Delacroix, ha recorrido desde sus orígenes un largo trayecto marcado por diferentes jalones en la cada vez más radical voluntad de singularizarse como «creador» en una sociedad que ya no le «comprende» (releamos, por ejemplo, L´oeuvre, la gran «novela de artistas» de Zola). Desde los «rebeldes» Barbudos primitivistas, discípulos de Jacques-Louis David (que se vestían con túnicas griegas y se dejaban largas barbas) hasta Van Gogh –el suicida de la sociedad, como lo llamó Artaud–, el artista se ha inventado sucesivamente como bohemio, flâneur, dandy, sacerdote, vidente, profeta o mártir, por sólo mencionar algunos de esos jalones caracterizados por sus propios códigos y liturgias. El pintor del Barroco orgulloso de ser admitido cerca del Poder, como Velázquez o Rubens (que poseía un taller-factoría y gestionaba un negocio multinacional), ha sido sustituido por el eterno y soberbio malcontent que se vive como mártir (incluso como Cristo: con sacrificio final) de una sociedad capitalista y filistea que quiere domesticarle comprando su rebeldía y rebajando su «genio».

El superhéroe global. Zaratustra, el despierto, decía que el hombre es sólo tránsito y ocaso. Pero ahora sabemos que son precisamente los (últimos: nosotros) hombres los que crean el Übermensch, el héroe sobrehumano, otro de los mitos que, según Jung, se enraízan en nuestro inconsciente, y cuya primera encarnación literaria encontramos en el Poema de Gilgamesh. La creación de Supermán, uno de los iconos más universales de la cultura popular contemporánea, está repleta de paradojas que no lo son tanto. Fueron dos judíos, Joe Shuster y Jerry Siegel, quienes lo imaginaron a principios de la década de los treinta, cuando Hitler estaba a punto de conseguir el poder absoluto y los intelectuales europeos permanecían mesmerizados entre el ascenso imparable de los fascismos y el esplendor sin fisuras del estalinismo. En 1938, con su inclusión en el primer número de Action Comics, el «hombre de acero» –así también se designaba a Stalin en las hagiografías de los treinta– comenzó una carrera que recorre vertiginosamente el resto del siglo XX a través de los nuevos medios de entretenimiento popular –tebeo, radio, televisión, cine, Internet– y se renueva ahora en el nuestro con la película Superman.The Return. Como ocurre con otras muchas creaciones de la cultura popular cuyo éxito hace que se prolonguen en el tiempo (las series de televisión, por ejemplo), Supermán ha experimentado lo que en la jerga de los especialistas se designa como «continuidad retroactiva» (retcon), es decir, sucesivas «readaptaciones» de los datos «histórico-biográficos» de la ficción originaria para acomodarse a los cambios de sensibilidad del público. Algo semejante a aquellas correcciones de la Historia que efectuaban los funcionarios del Ministerio de la Verdad en el 1984 de Orwell para acomodar el pasado histórico a las exigencias ideológicas del presente. El último Superman cinematográfico, más problemático y consciente de la complejidad del mundo globalizado, es muy diferente al héroe middle class y más bien rockwelliano de los cuarenta, del anticomunista furibundo de los cincuenta y del más liberal de los sesenta y setenta, cuando el consumo generalizado y la revolución de las costumbres se extendieron por los países del primer mundo. Los historiadores de la cultura popular del futuro, por tanto, tendrán que lidiar con el superhéroe-palimpsesto que hemos creado entre todos.

El niño eterno. Alfaguara infantil publicará en octubre la secuela de Peter Pan de Geraldine McCaughrean, ganadora del concurso convocado por el Great Ormond Hospital, una institución británica a la que James Matthew Barrie (1860-1937) cedió los derechos de autor del original. Como se sabe, Peter Pan nació para los escenarios en 1904, y sólo se convirtió en prosa narrativa, con el título de Peter and Wendy en 1911. Desde entonces ha formado parte del canon de la literatura infantil: la factoría Disney se encargó de dar al personaje impulso global con su película de dibujos animados de 1953, a la que han seguido diversas «continuidades retroactivas» que iban adaptando la historia a las nuevas sensibilidades. «Todos los niños, menos uno, crecen»: con este incipit Barrie –que estaba firmemente convencido de que «nada de cuanto ocurre después de los doce años tiene mucha importancia para nosotros»– retomaba el arquetipo del puer aeternus, el niño-héroe dotado de poderes que ya había sido descrito como mito por Kerényi y Jung (Introducción a la esencia de la mitología, Madrid, Siruela, 2004). Niño expósito, abandonado a sí mismo por sus padres: un mito muy apropiado para nuestro tiempo, en el que la juventud ya no es una condición biológica, sino prácticamente una opción «cultural». Queremos ser eternamente niños porque el último siglo –el que Hobsbawm llama «el corto siglo XX »– nos ha hecho representarnos el mundo «de los adultos» como un infierno diseñado por «otros» con los que no deseamos identificarnos. En esa mitología para consumo de contemporáneos, Peter es el niño-dios, que abomina de todo compromiso, vive en un instante eterno y está controlado por sólo dos emociones: la alegría –como forma brillante y estruendosa de la felicidad– y la ira (hacia quienes osan ponerla en peligro). En Inmadurez, un sugerente ensayo de Francesco Cataluccio (Madrid, Siruela, 2006), se explica cómo «el deseo de no crecer se ha convertido en una auténtica enfermedad del alma» en las sociedades desarrolladas. En eso estamos.

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