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Tres acontecimientos

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En la sala consagrada a la pintura española de la National Gallery, reconocible por su atmósfera solemne, la Venus del espejo siempre actuó como contrapunto, como una especie de puerta que abre paso a una dimensión más cercana y terrenal. No importa que el asunto del lienzo sea el tocado de una diosa: un motivo tradicional de la pintura desde Tiziano y Tintoretto a Veronés y Rubens. Velázquez (1599-1660) le da la vuelta al mito, nos lo aproxima y lo transforma en una reflexión melancólica sobre la belleza. Cupido inclina la cabeza mientras sostiene el espejo en que se abisma Venus, pendiente sólo de sí misma, nutriéndose de su pura carnalidad a la vez inasequible y próxima. Las manos del Amor permanecen semiatadas por las cintas a la propia imagen reflejada: entrega total, inevitable, resignada, a la diosa desnuda. Una desnudez incomprensible y, por tanto, insultante, para la sufragista que en 1914 asestó siete puñaladas al lienzo, no se sabe si para atentar contra la pintura o para asesinar a la «hermana» que con tanto descaro se dejó escudriñar por el artista (a quien, sin embargo, Venus ofrece sólo la espalda, un desplante de su suprema indiferencia).

Ahora, el cuadro, de cuya compra por el museo londinense se cumplen en estos días cien años, forma parte de la impresionante exposición Velázquez (hasta el 21 de enero en la National Gallery), que reúne cuarenta y seis obras y constituye la muestra más importante de la pintura del sevillano desde la celebrada en Madrid en 1990. Si entonces se desbordaron todas las previsiones de asistencia –todo el mundo recuerda las enormes colas para acceder al Prado en aquella hambrienta luna de miel democrática de los españoles con la alta cultura–, lo de ahora no será para menos. Los ingleses fueron tempranos coleccionistas de las obras del pintor, como se explica en algunos de los textos del estupendo catálogo editado con motivo de la muestra (Velázquez, 19,95 libras). La retrospectiva, además, permite seguir detalladamente la evolución del artista desde su época de «pintor de la calle» –así ha llamado algún crítico a las obras naturalistas de su época sevillana, las que aquí más agradan al público– hasta su madurez final, cuando, en palabras del viejo Élie Faure, al «pintor de las tardes, de la amplitud y del silencio» le interesaban más lo que había entre las cosas que las cosas mismas: «Después de los cincuenta años, Velázquez […] vagaba en torno a los objetos con el aire y el crepúsculo, sorprendía en la sombra y en la transparencia de los fondos las palpitaciones coloreadas a las que hacía el centro de su sinfonía silenciosa» (Histoire de l’Art). Si tienen ocasión de pasar por Londres en las próximas semanas, no se pierdan la exposición. Sería un error obviarla a cuenta de que lo más representativo puede verse fácilmente en el Prado: a menudo se gana en perspectiva y comprensión examinando las obras de los grandes artistas fuera de los santuarios donde la historia las ha confinado. Y todavía más si están en contacto con eslabones dispersos que, sin embargo, son imprescindibles para la coherencia del conjunto.

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En los últimos años la bibliografía en español acerca del Holocausto –o de la Shoah, «la catástrofe» o «la desolación» en hebreo, un término popularizado en gran medida gracias al impresionante documental de Claude Lanzmann– se ha incrementado significativamente. En España ya pueden encontrarse algunos de los libros más representativos de las distintas tendencias historiográficas que han estudiado el pavoroso genocidio de seis millones de judíos en suelo europeo. La apertura de los archivos en los países del antiguo bloque socialista ha facilitado el acceso de los especialistas a fuentes hasta ahora poco exploradas, propiciando nuevas líneas de investigación y matizando anteriores enfoques de la cuestión. Con todo, todavía se echa de menos la traducción al español de obras importantes de autores como Karl Dietrich Bracher, Richard Breitman o Lucy Dawidowicz, todos ellos pertenecientes al sector «intencionalista», compuesto por quienes –como los Goldhagen, Hildebrand o Hillgruber– piensan que el Holocausto fue directa y minuciosamente planificado, con mayor o menor anticipación, por la élite política del Tercer Reich y, en último extremo, por el propio Hitler. Los «funcionalistas», para quienes el exterminio fue desencadenado desde los niveles más bajos de la estructura burocrática y administrativa del régimen mediante procesos más o menos improvisados y progresivamente ineluctables (hasta llegar al «punto de no retorno» de la catástrofe), estaban ya bien representados por autores como Christopher Browning, Götz Aly o el moderado Ian Kershaw. Y, desde hace poco más de un año, por la esperada traducción del imprescindible La destrucción de los judíos europeos (edición original de 1961), de Raul Hilberg, del que Akal ha publicado la edición revisada por el autor a la luz de sus últimas investigaciones. En sus mil quinientas páginas de apretado texto se analizan no sólo las diferentes políticas, iniciativas y comportamientos de esa casta burocrática, sino también las prácticas, saberes y tecnologías que se pusieron al servicio del genocidio. Casi un cuarto de siglo después de su aparición, el texto de Hilberg –tan utilizado por Hannah Arendt en su Eichmann en Jerusalén (Lumen)– sigue constituyendo el mayor alegato contra esa «estructura latente» que impulsó a la burocracia nazi a un proceso sin control en el que cada decisión implicaba la siguiente y ésta la ulterior. Un encadenamiento ciego y sordo que, lejos de diluir la culpabilidad de los líderes, la imbrica en una amplia casta que creyó interpretar perfectamente sus deseos: y, desde luego, en la población civil, en la mayoría (alemana o no) que, casi hasta el final, apoyó o, en el mejor de los casos, miró hacia otro lado y procedió a taparse la nariz para que no le escociera el denso humo de las chimeneas del Infierno.
 

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Han pasado diez años desde aquel número inicial de Revista de Libros que anunciaba desde su cubierta textos acerca de Rawls, Kafka, Velázquez, las vanguardias artísticas, el liberalismo y la burguesía española, ETA o los surrealistas. Una década compleja en que nuestra revista se ha convertido en una referencia fundamental para quienes se interesan por la cultura escrita que se publica dentro y fuera de España. Desde este lado no hay más secreto que la voluntad editorial de rigor y comunicación y el interés por los libros, por todos los libros, y quienes los hacen. Aquí no hay más especialización ni más compromiso que los de cada autor con el texto que aporta. En el otro lado, están ustedes, que siempre nos han favorecido con su atención, lo que se ha traducido en la cada vez mayor importancia de las suscripciones no institucionales y la venta directa algo no muy frecuente en la habitualmente precaria existencia de las revistas culturales. Ahora celebramos con ilusión nuestros primeros diez años. Felicitémonos todos por ello.

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