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Precio y aprecio del arte actual

EL TIBURÓN DE 12 MILLONES DE DÓLARES. LA CURIOSA ECONOMÍA DEL ARTE CONTEMPORÁNEO Y LAS CASAS DE SUBASTAS

Don Thompsonm

Ariel, Barcelona

Trad. de Blanca Ribera

330 pp. 21 €

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El precio de ciertas obras se utiliza a menudo como argumento para expresar una aversión hacia el arte. ¿Por qué se presta tanta atención a ese pequeño segmento del mercado del arte en el que los precios son disparatados? El libro de Don Thompson ha obtenido una aprobación casi unánime por parte de quienes lo han reseñado por la simple razón de que refuerza las opiniones negativas más tópicas sobre el arte actual. El autor es un economista especializado en marketing, profesor en la Universidad de York y colaborador de The New York Times y The Wall Street Journal que, aunque se dice coleccionista, reconoce que no es un experto en arte, dando por sentado que la inmensa mayoría del público comparte su perplejidad y su desprecio hacia éste. No es sólo que repruebe a Damien Hirst o Jeff Koons, máximos campeones de las subastas; le parece incomprensible que se valoren las obras de Yves Klein, Donald Judd, Félix González-Torres, Jean-Michel Basquiat, Rachel Whiteread… Aunque tengamos claro desde un principio que el suyo no es un libro de crítica, sino un acercamiento a la economía del arte, las constantes pullas a los artistas hacen difícil considerarlo como un estudio ecuánime.

Su principal tesis es que el mercado del arte está regido por la lógica de la marca. Entiende que, al no haber criterios fiables para valorar la calidad estética de las obras, y ante la ignorancia en materia artística de los nuevos coleccionistas, queda sólo confiar en que lo más mediático y lo más caro habrá de ser lo mejor. Hay, concluye, casas de subastas, galerías, artistas, coleccionistas y museos «de marca». Tampoco es que sea un gran descubrimiento. Thompson tiene razón en muchas de sus apreciaciones pero, aunque menciona más de una vez que los artistas de marca constituyen una mínima proporción de los que hay en activo, y es consciente de que las galerías de marca son una minoría, no deja de inducir la impresión de que todo el mercado del arte se guía por los mismos criterios, sigue los mismos mecanismos y sufre las mismas taras.

Es cierto que este gasto absurdo en algo «superfluo» puede llegar a parecernos inmoral: si el arte es imprescindible para el conjunto de la sociedad, la adquisición individual de las obras no figura, desde luego, entre las necesidades básicas. Pero la piedra de escándalo no se encuentra tanto en los mecanismos o en las manipulaciones que describen Thompson y otros, sino en que alguien pueda gastar tantos millones no sólo en arte sino, en general, en objetos de lujo. Estamos asistiendo a un reforzamiento de los lazos entre la industria del lujo y un segmento del arte actual: que François Pinault o Bernard Arnault –propietarios respectivamente de las casas Phillips de Pury y Christie’s– figuren hoy entre los personajes más influyentes del mundo del arte es muy significativo; los bancos y las marcas de lujo son los principales patrocinadores de las grandes ferias de arte; algunos célebres artistas hacen colaboraciones con firmas como Prada, Hermès o Louis Vuitton. Se ha anunciado que Koons diseñará un art car para BMW. En realidad, la vinculación entre las artes plásticas y las «artes suntuarias» no es nueva: durante siglos, en las cortes de todo el mundo los artistas estuvieron al servicio de los príncipes y realizaron o diseñaron trabajos de orfebrería, tapicería, organización de festejos y demás expresiones de riqueza y refinamiento. Lo que sorprende es que todavía hoy el poder del dinero mantenga esa servidumbre en, insisto, sólo una parte del arte.

Las subastas son un escenario agonístico en el que los poderosos rivalizan no tanto para conseguir la obra deseada como para demostrar su riqueza. El hecho de que las casas de subastas publiquen catálogos con los precios de salida y den una enorme publicidad a los remates, de los cuales se hacen eco los periódicos, confiere ventaja, a los ojos de los «ostentadores», al mercado secundario frente al primario. No nos engañemos: este segmento del mercado no tiene nada que ver con el arte sino con la opulencia y con el prestigio social, y si se adquiere arte en vez de –o además de– coches o joyas es porque éste, por ser a menudo irreproducible –o con reproducción limitada–, admite una escalada de precios ajena a otros de los llamados «bienes posicionales». Estoy hablando de los coleccionistas que gastan cantidades indecentes. Personas para las que pagar por una obra doce millones de dólares equivale a dejar de ingresar las ganancias de un día. Que la familia real de Qatar sea cliente privilegiada de Sotheby’s tiene poco mérito. Es mucho más admirable que un profesional –con algún desahogo– invierta dos mil euros en una obra de un joven artista. Esa es la base del mercado, y la inmensa mayoría de las transacciones tienen esas dimensiones. Pretender que el mercado del arte es lo que venden las grandes casas de subastas y unas pocas galerías de Nueva York o Londres es como reducir la industria del automóvil a la Fórmula Uno y hacer extensivo a todo el sector el derroche que se hace en las competiciones internacionales. También ésas son cantidades absurdas e inmorales. Pero la industria real del automóvil pasa por las fábricas y los concesionarios.

Mientras que Thompson ha ido preguntando aquí y allá, y recoge a menudo informaciones que sus informadores han oído de otros dándoles crédito sin más comprobaciones, el autor de otro libro sobre el mercado del arte basado en entrevistas, Talking Prices. Symbolic Meaning of Prices on the Market for Contemporary Art (Princeton, Princeton University Press, 2005), Olav Velthuis, es más metódico y utiliza un cuestionario, así como herramientas estadísticas. Thompson no da ni una sola referencia bibliográfica y resume al final las pocas fuentes utilizadas; Velthuis conoce al dedillo la bibliografía sobre la economía del arte y la utiliza profusamente en su estudio.

Olav Velthuis, sociólogo, se basa en datos empíricos recogidos en Ámsterdam y Nueva York, así como en corrientes recientes de la sociología y posturas heterodoxas en las ciencias económicas que defienden el papel constructivo de la cultura en la vida económica. Su argumento es que los mercados son siempre constelaciones culturales en las que se produce una interacción ritualizada que implica una gran variedad de valores simbólicos. Los precios son también entidades culturales y producen significado: son, antropológicamente hablando, una forma de «sacrificio», contribuyen a construir el valor del arte en un contexto de incertidumbre y subjetividad, garantizan la preservación del patrimonio artístico para las generaciones futuras y ofrecen al artista una compensación emocional. Velthuis identifica lo que en su opinión son peculiaridades del mercado del arte, como la existencia de precios fijos, el hecho de que el mercado primario no se ajuste a los precios del secundario y no sea «democrático», la casi imposibilidad de bajar los precios de acuerdo con la demanda, la existencia de «motivos correctos» para comprar obras de arte, los esfuerzos para que éstas no circulen una vez que han salido de la galería, el famoso efecto Veblen –el gusto de la clase ociosa se basa en un criterio pecuniario– o los llamados scripts que los galeristas utilizan para fijar los precios.

Frente a este acercamiento plural y atento a las complejidades, Thompson se hace eco, de forma simplista, de los procedimientos y las actitudes que describe Adam Lindemann en Coleccionar arte contemporáneo (Colonia, Taschen, 2006): las listas de espera, las manipulaciones varias o las exigencias de los galeristas, como si lo que ocurre en contadas galerías de Nueva York y Londres fuera la norma. Lo que refiere sobre las prácticas de las casas de subastas es interesante pero, dada su tendencia a dar por bueno todo lo que le cuentan, hay que tomárselo con reservas. Hay momentos en que queda diáfanamente claro que no toma en consideración las características, las necesidades, el funcionamiento del sistema del arte y que tampoco contempla la importancia de la creación y la conservación del patrimonio artístico: rechaza la conveniencia de ofrecer ayudas a los artistas; niega que los diferentes agentes del arte puedan decidir a quiénes se subvenciona con el peregrino argumento de que «son sospechosos de estar predispuestos hacia lo tradicional, pues su ámbito de competencia se vería disminuido si surgiera una nueva forma de arte»; dice que las obras que los museos no exponen deberían ponerse a la venta o, al menos, alquilarse.

La verdad es que es difícil conocer con certeza las cifras del mercado del arte. La mayoría de los estudios se basan en los datos que hacen públicos las salas de subastas, pero éstas sólo constituyen una proporción del mercado: algunos cifran ese porcentaje en el 50% y otros dicen que el mercado primario dobla al secundario. Si lo que medimos son los importes, sí es posible que ambas esferas estén equilibradas, pero si nos guiamos por el número de transacciones me parece que el primario debe incluso triplicar al secundario. Me refiero siempre a ventas de arte contemporáneo. Para hecerse mejor una idea, resumo a continuación los resultados de las últimas subastas nocturnas –las que reúnen las obras más deseadas y tienen mayor repercusión social– de Christie’s. Aun sabiendo que 2009 fue un año muy malo para las casas de subastas, que sufrieron un recorte de dos tercios en sus resultados, sorprende el reducido número de lotes que se rematan en esas veladas. Uno de los mercados más potentes es ahora Londres: la venta nocturna de arte de posguerra y contemporáneo celebrada en febrero de 2010 subastó cuarenta y seis lotes, de los que trece superaron el millón de euros. También Hong Kong; en noviembre de 2009 se subastaron sólo treinta y dos lotes, pero siete de ellos pasaron del millón de dólares. En Nueva York, la venta nocturna de arte de posguerra y contemporáneo de ese mismo mes se redujo a treinta y nueve lotes; diecinueve de ellos por encima del millón de euros. Las subastas diurnas, más cercanas a los niveles de precios del mercado primario, incluyen mayor número de lotes y menos cifras mareantes. En marzo de 2010 se realizó la subasta «First Open» de arte de posguerra y contemporáneo en Nueva York, con 145 lotes: sólo ocho por encima de los cien mil euros y cincuenta y nueve por debajo de los quince mil. En diciembre de 2009 se subastaron en Ámsterdam 158 lotes, sólo tres por más de cien mil euros y 121 por debajo de quince mil. Con pocos días de diferencia, en París se adjudicaron 113 obras, pero sólo diez pasaron de los cien mil euros –ninguna llegó al millón–, mientras que sesenta y dos se vendieron por debajo de los quince mil. Francia figura todavía entre los mercados importantes y, sin embargo, las cifras son relativamente modestas. El número de obras vendidas en una sola feria de arte de nivel medio-alto, de las muchas que se celebran en el mundo, supera con creces el número de lotes de una de las subastas más destacadas, y las más fuertes (Art Basel, Frieze Art Fair) pueden igualar sin problema el importe de lo vendido en las subastas nocturnas.

Hay, claro está, otras muchas casas de subastas además de Christie’s pero, exceptuando a Sotheby’s y Phillips de Pury, infinitamente más modestas. En España, las ventas de arte contemporáneo de Durán, Ansorena o Segre se mantienen en el nivel del mercado primario en cuanto a precios –que pueden incluso llegar a ser más bajos– y muy por debajo de éste en cantidad de obras vendidas.

Siempre se habla de la «opacidad» del mercado primario. No es que los propietarios de las galerías tengan algo que ocultar –aunque algunos habrá con contabilidad borrosa, como en todos los ámbitos económicos–: es que nadie se ocupa regularmente de obtener seriamente los datos globales de este mercado. De cara a la redacción de este artículo quise tener algunas informaciones y opiniones de primera mano de los galeristas españoles. Envié un cuestionario por correo electrónico a casi treinta de los más reconocidos profesionales, todos ellos con experiencia internacional; me respondieron catorce, a quienes agradezco enormemente su colaboraciónEn Barcelona, Rebeca Blanchard (Nogueras Blanchard), Silvia Dauder (ProjecteSD), Carlos Durán (Senda), Ángels de la Mota (Estrany de la Mota) y Carles Taché; en Madrid, Oliva Arauna, Magda Bellotti, Elba Benítez, Pepe Cobo, Soledad Lorenzo y José Martínez Calvo (Espacio Mínimo); en Murcia, Nacho Ruiz (T20); en Pamplona, Moisés Pérez de Albéniz; en Sevilla, Rafael Ortiz.. Se trata sólo de un sondeo, sin ningún valor estadístico. En algunos puntos de la encuesta las respuestas se aproximaban bastante entre sí, pero en otros diferían de manera sorprendente. Hay que tener en cuenta que el galerista, por convicción o por interés, se siente obligado a defender sin brechas ante su clientela la idea de que el arte es una buena inversión. Podría pensarse que algunas de las respuestas no son del todo sinceras, pero también podría interpretarse la disparidad como una diferente percepción de algunas de las cuestiones. Al fin y al cabo, como señala Velthuis, este mercado se basa en una serie de interacciones personales y las motivaciones de unos y otros agentes pueden ser leídas de acuerdo con las propias opiniones e incluso deseos.

En primer lugar, quise conocer esa «realidad del mercado» preguntando a los galeristas cuál es el rango de precios en el que les resulta relativamente fácil vender en España. Dependiendo del tipo de galería –más o menos joven, con artistas más o menos consagrados–, las cantidades oscilaban pero eran coherentes. Como cifra más baja daban la de dos mil a ocho mil euros; como más elevada la mayoría señalaba doce mil euros, aunque algunos la hacían subir a veinte o treinta mil. Ese sería el primer tramo de precios, en el que se mueve la mayoría de coleccionistas. Preguntaba también cuál es el «techo» para los coleccionistas con los que tratan: la cantidad máxima que pueden llegar a asumir los que tienen mayor poder adquisitivo. Algunos, fuera de las grandes ciudades, se quedaron en doce mil-quince mil euros, pero casi todos hablaron de entre ochenta mil y ciento cincuenta mil euros, e incluso en un par de ocasiones se llegó a trescientos cincuenta mil y quinientos mil. Uno de los galeristas hizo una observación interesante: quien compra por encima de los veinte mil puede casi siempre gastar más. En los años de bonanza, me han comentado, algún cliente podía llegar a comprar obras por valor de más de un millón de euros anuales. Son casos, al parecer, muy aislados: no habría en España más de veinte coleccionistas que hagan inversiones tan cuantiosas. Respecto a la participación de los compradores españoles en el mercado secundario, hay quienes creen que sus clientes jamás acuden a las subastas y quienes afirman que lo hacen regularmente. Uno de los galeristas explica que son los grandes coleccionistas quienes más gastan en subastas y ferias internacionales, y que sólo una pequeña parte de su inversión la hacen en galerías españolas. Otro añadía que, en la actualidad, algunos que no solían pujar lo están haciendo porque, debido a la crisis, están saliendo obras a precios más bajos.

Los galeristas españoles trabajan con artistas que aparecen en los catálogos de las casas de subastas internacionales, pero casi siempre son extranjeros. La demanda de obras de éstos ha provocado que algunas galerías hayan tenido ocasionalmente «lista de espera». No es algo habitual y, hoy en día, es casi inexistente; no suele ser, además, un sistema excluyente mediante el que el galerista decida a qué privilegiados «da» las obras, sino una manera de recoger peticiones de obras de un tipo o tamaño determinado –o de una serie–, temporalmente agotadas. Alguien recuerda que uno solo de sus artistas españoles tuvo una larga lista motivada por su participación en la Bienal de Venecia, y que se demandaban obras de la misma serie expuesta en el Pabellón Español.

La opinión sobre las subastas es unánimemente negativa. Entre sus efectos indeseables, los galeristas mencionan que no contribuyen a la producción de nuevas creaciones, que los vaivenes bruscos en los precios interfieren en la estabilidad de una carrera, o que «cuando los precios bajan no hay quien recupere a un artista». El elemento especulativo en los precios, se piensa, es el primer enemigo del mercado. «La indisciplina del mercado secundario se lleva por delante la confianza en el mercado primario, ya que desorienta al comprador que sigue un esquema lógico. En estos tiempos las subastas van a tirar para abajo todo lo que hace un año subieron a los altares, y eso no es muy bueno para la credibilidad del mercado, y menos en tiempos de crisis».

En las subastas nacionales es más frecuente que aparezcan los nombres de artistas españoles. Incluso está ocurriendo que están poniéndose a la venta obras adquiridas recientemente, debido a la inseguridad económica. Que salga a subasta una obra de un artista al que representa puede ser motivo de preocupación para un galerista, porque ocurre con cierta frecuencia que las obras tienen precios de salida inferiores a los de la galería. En muy pocas ocasiones pujan para «rescatar» alguna obra o hacer subir el precio (Thompson señala a los galeristas como grandes manipuladores). El panorama no es halagüeño para los artistas españoles, y no tanto porque no figuren en las subastas: los que trabajan con artistas consagrados dicen que todos o muchos se ganan la vida sólo a través de sus ventas, pero los que tratan también con «emergentes» –que pueden llegar a peinar canas– creen que sólo la mitad de sus artistas lo hace.

En estas galerías importantes, una buena parte del negocio depende de las colecciones públicas, pero el reparto es desigual: siete de ellas hablan de entre un 5 y un 15% de las ventas, mientras que las otras ocho contabilizan un 30-40-50% y, en un caso, hasta un 60%. Sin los coleccionistas privados, no obstante, el mercado no podría subsistir –más este año, con fuertes recortes en los presupuestos de los museos–, y es en relación con sus motivaciones donde surgen las mayores diferencias de percepción. Los galeristas, a la cuestión «¿qué proporción de compradores considera su colección como una inversión de la que espera obtener beneficios?» contestan desde «ninguno» a «el 99% de ellos». Uno comenta: «Desgraciadamente, he visto con estupefacción que coleccionistas que yo consideraba muy serios han quebrantado todas las normas en este último año, y es muy triste ver que en el fondo muchos compran pensando en una rentabilidad a corto plazo». La mayoría de los galeristas, no obstante, cree que los coleccionistas no tienen en mente la venta cuando adquieren una obra, aunque afirman que están atentos a la revalorización de los artistas. Algunos saben que la reventa será complicada, pero valoran la idea de crear un patrimonio para sus hijos. ¿Se vigila a los posibles «inversores»?: «Aunque en este momento de crisis se es menos escrupuloso con el coleccionista, sí ha ocurrido que algún galerista le pida “referencias”, más o menos discretamente».

Tampoco hay acuerdo en la «rentabilidad» del arte en esta última década. Se habría producido una aceleración de los precios entre 2003 y 2007 y ahora se habría estacionado. Hay quienes estiman un 10% anual, pero depende mucho del artista. Algunos han multiplicado por dos, por cinco, por diez los precios; para otros se estima una subida de entre un 12 y un 40% en diez años. Han subido más los precios más bajos y menos los más altos. En lo que algunos coinciden es en que los artistas españoles jóvenes, menores de cuarenta años, son relativamente más caros que sus iguales en otros países.
Thompson ya advierte de que la mayor parte de las adquisiciones no serán un buen negocio, pues no habrá una revalorización: ocho de cada diez obras compradas en galería y la mitad de las compradas en subastas no alcanzarán de nuevo el precio que se pagó. Las escasísimas reventas que reportan grandes beneficios, dice con razón, son las que aparecen en los titulares de prensa –a los que él da protagonismo–, y recuerda que menos de la mitad de los artistas que se subastaban hace veinticinco años sigue ofreciéndose hoy en el mercado secundario.

Que los precios de un artista suban paulatinamente, según sus «éxitos» artísticos, y de acuerdo con los ritmos globales del mercado del arte, es, como explica Velthuis, lo que se espera y hasta se planifica para crear confianza en su valía y apuntalar su carrera de cara al coleccionismo. En este ámbito económico, donde nada es seguro ni cuantificable, se evita con mucho cuidado insinuar cualquier duda sobre la quimérica rentabilidad del arte, pero lo cierto es que el hecho de que las obras recientes de un artista se vendan, en el mejor de los casos, a un precio que duplique el que tuvieron las producidas hace una década no significa que exista necesariamente una demanda de esas obras más antiguas. El mercado secundario es débil en España, y poquísimos artistas españoles aparecen en las subastas internacionales. Buena parte del mercado del arte primario se nutre de «nuevos coleccionistas» que prefieren lo que está de actualidad, no lo que se veía ayer. Por otra parte, es incontestable que muchos artistas desaparecen o se quedan sin galería, dejan de suscitar interés o pasan de moda. Quien pretenda adquirir arte como «inversión» más vale que se centre en artistas muy serios e importantes cuyas aportaciones se consideren ya duraderas. De ésos no hay tantos y son ya, lógicamente, caros. Así que esa operación soñada de comprar obra de un artista joven por poco dinero y revenderla por una fortuna se ve cada vez más como algo altamente improbable. La misma «corrección psicológica» está produciéndose en los fondos de inversión en arte, que se pusieron tan de moda hace tres o cuatro años: han perdido gran parte de su atractivo y encuentran dificultades para constituirse. En conclusión, entre la adquisición como ostentación y la adquisición, mucho más seria y responsable, como apoyo a los creadores, que favorece la producción y la conservación de patrimonio artístico, la opción de la adquisición como inversión tiene una credibilidad menguante y, además, poco calado social.

Pero volviendo a la encuesta a los galeristas, ¿qué es lo que más se vende? Sorprendentemente, dada la multiplicidad de formatos y procedimientos que utilizan los artistas actuales, la pintura sigue llevándose la palma. En el arte de hoy cabe todo, y casi todo tiene salida, pero más lo convencional y con opciones de resultar decorativo. Como me comentaba un galerista, «para la pintura siempre hay compradores, incluso a precios elevados. Quien quiere adquirir alguna pieza para su casa se lleva siempre, en primer lugar, un cuadro».

Finalmente, ¿cómo afecta la evolución del mercado a los espectadores y a las instituciones artísticas? Como decía, existe una falta de «aprecio» hacia el arte contemporáneo que este tema de los «precios» viene a agravar. No es general: las galerías y, sobre todo, los centros y los museos de arte actual tienen una buena acogida, cada vez mejor, por parte de un público bastante variopinto. Frente a la evidente dificultad de acceso a la propiedad del arte para el ciudadano medio, como subrayaba Thomas Crow en un debate sobre el mercado del arte publicado por Artforum («Art and Its Markets: A Roundtable Discussion», abril de 2008), el reducido precio de entrada a los museos hace que estar al día en cualquiera de las artes escénicas, en el mismo nivel, sea considerablemente más caro. Pero cada poco tiempo se desata una nueva ofensiva que suele tener como escenario los medios de comunicación y a menudo tiene que ver con las ventas. Y uso la palabra «ofensiva» como derivación de «ofender». Si a nadie molesta que haya una música contemporánea que pocos entienden y disfrutan, ¿por qué tanta animadversión hacia los artistas plásticos? Sí, algunos de ellos han cometido el gran pecado de la frivolidad, del egocentrismo. Pero hay mucho arte serio y mucho arte con vocación de dirigirse al ciudadano, no al multimillonario, y debemos exigir respeto y aprecio para él. Y hay un mercado serio del que depende en una buena proporción la posibilidad misma de la existencia del arte.

¿Realmente están los museos al servicio del mercado, como algunos sugieren? Las instituciones forman parte, sin duda, del sistema económico artístico. Lo quieran o no, desempeñan un papel destacado en él. Isabelle Graw, que acaba de publicar un nuevo libro sobre el mercado del arte (High Price. Art Between the Market and Celebrity Culture, Nueva York, Sternberg Press, 2010), decía en el citado debate: «¿Vivimos una era de generalizado «imperialismo del mercado» […] en el que éste dicta la relevancia artística, o vivimos una economía en la que reinan los productores de conocimiento? Diría que ambos diagnósticos son correctos. Las situaciones coexisten, es otra de tantas paradojas. La tensión entre el valor de mercado y el valor simbólico recorre el arte. Hay algunos sectores del mundo del arte, como las subastas, en los que el valor del mercado genera importancia simbólica, mientras que la actitud crítica es recompensada en otros». Algunos museos mantienen la debida distancia respecto al mercado mejor que otros. Tienen relación con artistas actuales que están en el mercado –poquísimos no lo están–, pero el mercado no es su guía. Claro que el éxito en el mercado puede favorecer la presencia en el museo, y claro que la presencia en el museo facilita el éxito de mercado. Pero les aseguro que esas operaciones no son infalibles. Conozco no pocos artistas bien tratados por las instituciones artísticas que venden poquísimo. Y, por fortuna, los artistas más caros no son los más programados por las instituciones públicas serias. Pero las que tienen menos criterio y están más atentas al número de visitantes pueden tener la tentación de ofrecer al público lo que creen que éste demanda: lo más mediático. Es responsabilidad de los medios de comunicación dejar de dar publicidad a esa parte del mercado, la de los precios desatinados, que no va ni con el arte ni con nosotros.

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