Buscar

«Americana»

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Cada vez los encuentro más encantados de haberse conocido. No hay viaje a Estados Unidos en que no tenga ocasión de comprobar, una y mil veces, en qué medida los últimos años de prosperidad económica generalizada y de liderazgo indiscutible han mejorado la autoestima y la confianza en el futuro de la mayoría de los norteamericanos.

Mientras el país asiste más bien impávido a la victoria del creacionismo bíblico sobre darwinismo en los syllabi de algunos estados –a lo que buena parte de la prensa ha dado el tratamiento de curiosa anécdota–, y en algunas importantes ciudades se establece el toque de queda para los jóvenes (lo que afecta, sobre todo, a los pobres, que son los que tienen más motivos para querer huir de casa), la nación se prepara encantada a recibir el milenio y el nuevo año electoral. Todo el mundo parece feliz con William Jefferson Clinton que, ¡ay!, tendrá que irse tras cumplir su segundo mandato. Y, el «ay», va también a cuenta de la derecha: como señalaba hace poco el oráculo conservador Norman Podhoretz, en el futuro lo van a echar bastante de menos. Y no sólo porque siempre es entretenido que la Casa Blanca se convierta en escenario de una comedia de situación subidilla de tono (Lewinsky y todo lo demás, con las sobrevaloradas felaciones incluidas), sino porque «Slick Willy» –el caradura Willy– está consiguiendo en su último período presidencial mucho de lo que la derecha venía solicitando: desde una política fiscal más conservadora y draconianas leyes para proteger el orden y limitar la inmigración, hasta el empleo glorioso de la fuerza para dejar bien claro en el exterior quién es el que manda. Y, encima, ahora expulsan del ejército a más homosexuales que antes. Un chollo.

En este clima de optimismo y confianza –sólo tenuemente agitado cada vez que un orate se empeña en descargar sobre sus conciudadanos alguna de las 200 millones de armas de fuego en manos privadas– no hace falta que nadie vuelva a resucitar lo del Manifest Destiny: en realidad, casi todos lo tienen interiorizado. Incluso algunos ecologistas y miembros de organizaciones humanitarias que siguen luchando con la contradicción de que serían necesarios los recursos de tres planetas Tierra para proporcionar al resto del mundo los actuales niveles de vida de los Estados Unidos.

Por todo ello, a muy pocos les ha extrañado el nombre de la mastodóntica exposición que ha programado el Museo Whitney durante 1999 y principios del próximo año, The American Century: Art & Culture 1900-2000; es decir, el siglo americano (en el sentido, claro, de «estadounidense»). Dividida en dos secciones –hasta y desde 1950 respectivamente–, la muestra pretende una panorámica exhaustiva del arte y la cultura norteamericana de este siglo. El Whitney es, desde su fundación en los años treinta –merced a la tozudez y decisión de Gertrude Vanderbilt Whitney–, un museo dedicado a la conservación y difusión del arte de los Estados Unidos. A nadie le extraña, por tanto, que la exposición sólo recoja arte «americano». Lo chocante es lo de American Century para referirse a este siglo que pronto enterraremos entre todos.

Y es que si en algo es especialmente discutible la «americanidad» del siglo es en el terreno de la cultura. Hasta 1950 lo más influyente del arte americano provenía del cine y de la música que allí nació y se desarrolló: el jazz. La novela y la poesía y las demás artes –a excepción quizás de la pintura– habían dado frutos excepcionales, desde luego, pero lo genuinamente americano venía de Hollywood y de la música que crearon los afroamericanos.

Fue a partir de mediados de siglo cuando la influencia de los Estados Unidos en el arte y la cultura comenzó a globalizarse hasta adquirir las proporciones que ha alcanzado en nuestros días. En los años cincuenta los europeos –por no hablar de los pueblos de la periferia del Imperio– asistimos, atónitos y envidiosos, a la explosión del consumo y a la extensión del bienestar en el país más poderoso del mundo. Poco a poco, los ídolos de la cultura popular se convirtieron en héroes de la parte del planeta no contaminada por el comunismo. El expresionismo abstracto y el pop lograron exportar a todo el mundo la idea de que, también en las artes plásticas, la América de los estadounidenses había tomado el relevo a las vanguardias europeas. Los jóvenes bailábamos el mismo rock and roll en, pongo por caso, Pensacola que en Igualada (bueno, quizás aquí con más permisos administrativos) y, en general, se iba produciendo una cada vez más absoluta identificación entre los valores y el modo de vida americano y lo que entonces se llamaba Occidente. Claro que, a la luz de lo que ha pasado después, tras la caída del comunismo y el consiguiente desfondamiento de la crítica en la izquierda, aquella influencia se me antoja una broma: ahora la identificación es universal. Que nuestros niños llamen «Alladin» a Aladino me parece, por ejemplo, un grave síntoma. Y, puestos a dejarme influenciar, la verdad: prefiero el cine de los maestros estadounidenses de hace unas décadas, a la actual basura estúpida, violenta y retorcidamente puritana que con muchísima frecuencia llega a nuestras pantallas. Y eso sin contar con el chantaje de la carne hormonada y los cereales transgénicos.

Recorriendo la primera parte de The American Century pensé en que, posiblemente, los años de la Depresión fueron el momento de todo el siglo en que los ciudadanos de este extraño país se habían confrontado más profundamente consigo mismos, con la inanidad de muchos de sus sueños, con su multicultural y jovencísimo imaginario. Tras los frenéticos años veinte –nadie ha conseguido reflejar aquel clima mejor que Scott Fitzgerald–, cuando la abundancia de dinero parecía confirmar la creencia de que el ganador se lo llevaba todo, el latigazo que supuso el crash de aquel 29 de octubre de hace setenta años debió de ser tremendo. Y no me refiero sólo al sufrimiento de una nación que vio cómo, en sólo tres años, un cuarto de su fuerza de trabajo se quedaba sin empleo, sino, de modo especial, a la sincera reflexión colectiva que suscitó y que, de una u otra forma, está presente en todas las realizaciones culturales de la época. Unas veces manifestada en el deseo de bucear en los orígenes de lo «americano» (como en la pintura de los regionalistas) para rehacer el camino y averiguar dónde se produjo el desvío; otras en el simple testimonio de lo que se ponía ante la mirada honesta, como en las placas de fotógrafos como Dorothea Lange, Walker Evans o Margaret Bourke White; otras en la denuncia y la protesta, como en la pintura de Ben Shan o en literaturas tan aparentemente alejadas entre sí como las que practicaban los «escritores proletarios» y los maestros de la novela negra (Hammet, Chandler, McCoy); otras, por último, en el generalizado anhelo de evasión, como en las maravillosas coreografías de Busby Berkeley o Fred Astaire y en los inmortales ritmos que Basie, Goodman o Ellington arrancaban a sus grandes bandas.

Fueron tiempos terribles para quienes tuvieron que sufrirlos, ya lo sé. Pero recorriendo aquellas salas dedicadas a la gran crisis de los años treinta no pude evitar el pensamiento de que los estadounidenses terminan este «siglo americano» mucho más parecidos entre sí que entonces. Más unánimes, más intercambiables, más convencidos de las mismas cosas. Y, sobre todo, más seguros de que es bueno que así sea.

REFERENCIAS:

F. Scott Fitzgerald: Cuentos (2 volúmenes). Alfaguara. Madrid, 1998. Traducción de Justo Navarro.
Howard Zinn: A People's History of the United States. HarperPerennial. Nueva York, 1995.
Maldwyn A. Jones: Historia de Estados Unidos 1697-1992. Cátedra. Madrid, 1996.
R. Rosenblatt (ed.): Consuming Desires. Consumption, Culture and the Pursuit ofHappiness. Island Press. Washington, 1999.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

5 '
0

Compartir

También de interés.

Mujeres: entre el Corán y la historia