Buscar

El étimo y la melancolía

Terraza en Roma

PASCAL QUIGNARD

Espasa Calpé, Madrid, 140 págs.

Trad. de Encarna Castejón

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Fingía con humor un crítico francés no saber si, al oír por primera vez el título de la última novela de Pascal Quignard –Terraza en Roma (Terrasse à Rome, premio de la Academia Francesa en el 2000)–, debía escribirlo como Terra sarum o como Ter assarum. La conocida erudición del autor y su afición a la prospección etimológica dejaban suponer que se trataba de un latinismo en la estela de otros títulos (Carus, Albucius, Inter aerias fagos ), y se le podía sospechar un contenido emparentado con el de libros como Las tablillas de boj de Apronenia Avitia (diario de una patricia romana) o El sexo y el pavor (sobre la sexualidad en el antiguo mundo latino). Más allá de la broma lingüística, el fingido desconcierto del crítico comunicaba, en realidad, su conocimiento de las dos pasiones que abraza la larga y proteica obra de Pascal Quignard: la recreación de épocas pasadas y la indistinción entre ficción y reflexión. Y aún más: el crítico usaba –en leve y respetuosa parodia– de esa práctica de escritura quignardiana que consiste en convertir al étimo en fuente de poeticidad de nuestro lenguaje actual.

«Somos como los salmones. Nuestras vidas están fascinadas por el acto que les ha dado existencia», dice el autor en Vida secreta; y ese remontar el curso del río hacia una escena originaria es lo que liga estrechamente la sexualidad y la literatura en su pensamiento y en sus novelas, pues sostiene también que «toda literatura mantiene una relación personal con las lenguas muertas, a las que se debería llamar expresiones anteriores». El origen imanta así la vida y el lenguaje, pero el origen es una experiencia de pérdida, tanto en el nacimiento biológico como en el de la palabra poética; por eso el amor y el lenguaje no hallan plenitud ni muestran toda su fuerza sino en la experiencia de su propio naufragio. Y ese es el nudo único –a la vez temático y formal– del que se desprenden como hebras los numerosos libros de Quignard; unos llevan explícitamente en el título la expresión de su añoranza: El nombre en la punta de la lengua; otros la ponen en el corazón de la historia: la del taciturno Sainte Colombe de Todas las mañanas del mundo, al que el duelo amoroso recluye en el lenguaje musical; o la historia de Meaume –en Terraza en Roma–, un grabador a quien el abandono de la amada inspira imágenes nacidas de la negrura. El lenguaje de la palabra y el lenguaje de las artes acogen como suya la pérdida amorosa, unos y otra hacen eco al mismo vagido original. En la serie de los Pequeños tratados ––casi tres mil páginas– figura una Retórica especulativa –ajena a la estrategia de convicción, al orden y al concepto– que detalla el cuerpo a cuerpo de un lenguaje y un pensamiento habitados por una misma energía física y pulsional: la boca que habla, el cerebro y el sexo sucumben a la violenta melancolía del origen. Y en la última obra de Pascal Quignard aparecida en Francia –Último reino, trilogía premiada con el Goncourt 2002 y que comprende Las sombras errantes, Sobre antaño y Abismos– se entretejen cuentos y relatos –palabra vecina del mito– con reflexiones en las que es reconocible la misma tensión: «Hemos entrado en contacto con el lenguaje antes de tener aliento. […] De la misma manera, nuestra madre, nuestro padre, su excitación, su abrazo, su emoción, su grito, su adormecimiento, su sueño, nos preceden. […] Somos los brotes de la anterioridad invisible».

A sus cincuenta y cuatro años, Pascal Quignard ha dejado atrás oficios y destrezas como para llenar varias vidas y construir varios pasados: profesor de universidad, lector y secretario general del comité de lectura de Gallimard, violonchelista, fundador del festival de la ópera y teatro barroco de Versalles, presidente de Le Concert des Nations junto con Jordi Savall, experto conocedor del siglo XVII francés y de las culturas latina, griega y china, emprendedor del rescate de obras y autores sepultados por el polvo del tiempo (Alexandra de Lycophron, Albucio, Latron, Kong-Souen Long…), y presa de algunas pasiones como la pintura (traducida, por ejemplo, en un acompañamiento poético a la vez que erudito de las pinturas de Georges de La Tour). En 1994 Quignard abandona todas sus ocupaciones públicas y entra en la escritura de su libro de más largo y denso desbordamiento intelectual y personal: Vida secreta, publicado cuatro años después; entre medias quedan una larga depresión y una enfermedad que lo puso a las puertas de la muerte y, quizá por ello, Vida secreta introduce, junto a la idea de la pérdida del origen, lo que él llama «el sentimiento de adiós»: «hay en el adiós una experiencia propia del amor», dice; y viene así la muerte a sumarse a las varillas ya nombradas –amor, lenguaje– de ese abanico que al cerrarse las hace coincidir en la melancolía y la ausencia. Lo que la muerte añade al abanico está expresado en la etimología y su poética descendencia: «Coitus: viaje con el otro. Exitus: viaje a la exterioridad. Muerte. Coitus y exitus significan sexualidad y muerte». «La salida de uno mismo se dice en griego ekstasis, en latín existentia. Lo que ha sido compartido no es el abrazo ni el orgasmo individual […] sino el éxtasis. […] Issir y ekstasis son lo mismo. Son el corazón de la vida secreta.» Lo que viene a querer decir que el éxtasis sexual es una forma de muerte; ya lo sabíamos, pero la cabeza latina dice además que ambos son «existencia»; la verdadera «existencia» es pues una «salida», un viaje (solo o en compañía); tras haber rozado de cerca la muerte, el modo en que se siente existir Pascal Quignard es el ekstasis solitario: «es posible mirar por última vez el mundo aunque uno sobreviva a esa mirada».

Pero también el amor y el lenguaje son modos de esa «existencia» en la que se incluye la experiencia mortal: «El amor es un éxtasis de lo externo: el otro en el otro. Es la salida del issir. La lectura es más bien un éxtasis de lo interno: el otro en sí». El imaginativo manejo del étimo y del silogismo –al que reconozco haber añadido algo de desenfado pelándolo de su arropamiento poético– da pistas sobre las razones de Quignard para terminar dedicándose exclusivamente a la escritura; en realidad sería más justo decir que se ha consagrado a la lectura, pues reconoce no sentirse escritor y sí lector, afirma escribir al mismo tiempo que lee, y argumenta que «la lectura es una experiencia más profunda, más pasiva, más transferencial, más desidentificante, más enloquecida, más extática, más intemporal que el hecho de escribir», con lo que «es quizá la experiencia humana más cercana al viaje chamánico. El alma se deshace. El tiempo pasa como una flecha». La lectura, como el amor o la muerte, es un issir y un ekstasis. Y este parentesco simbólico pudiera estar detrás de la vocación lectora de este superviviente de la muerte.

La literatura es el lenguaje que ignora su fuerza, dice Quignard; y la definición suena como esa otra del inconsciente, que «no sabe lo que sabe». Tras una apariencia de reflexión lógica, su pensamiento frecuenta la paradoja, y laten en él un cierto misticismo, el aura benjaminiana, el erotismo de Bataille, el amor barthesiano y la poética de Blanchot (véanse sus intensos desarrollos en torno a fascinus, fascinación, sidération, sidus, desiderium y desastre). Quignard es además un clásico en sentido lato: por su depurado manejo del lenguaje, por sus recreaciones novelísticas del XVII, por su voluntad de convertir lo cercano en antiguo y lo antiguo en cercano; y es a la vez un barroco: por sus elecciones musicales, por la búsqueda de una originalidad y una complejidad de forma novelística que, sin embargo, se presentan disimuladas bajo apariencia de simplicidad. La violencia contenida de su prosa le pone en la misma extrema ambigüedad –clásica y barroca– que dominaba Racine, y el erotómano que es Pascal Quignard encuentra una imprevisible horma de su zapato en la máxima de otro Pascal, el jansenista del XVII ; de su mano izquierda –bajo el seudónimo de Agustina Izquierdo– son estas líneas de El amor puro: «La mujer o el hombre que implorara piedad para su deseo, imploraría en vano». Así se abre una novela en la que la falta de piedad del Dios cristiano frente a la pasión humana obliga a ésta a la impiedad: un esbozo de argumento que no desdeñarían tampoco los trágicos franceses del XVII.

La oculta complejidad de construcción de las novelas de Quignard las asemeja a un artificio barroco que subyuga primero y luego intriga al lector. Su novela más leída tiene por título una frase inacabada: Todas las mañanas del mundo; implícito queda un melancólico «son sin retorno», que permite al título escenificar dos caracteres barrocos: la suspensión del sentido y la evocación de lo fugaz. El texto cuenta la historia de Sainte Colombe, un hombre colérico, huraño, abandonado por el lenguaje y entregado a la música tras la muerte de su esposa; a regañadientes, Sainte Colombe acepta a Marin Marais como alumno de clases de viola, pues el joven y hábil intérprete conmueve al maestro porque la muda de voz lo ha dejado también en cierto modo sin lenguaje (ya no puede seguir siendo chantre); pero Marais es aún ajeno al alma mística de la música, y necesita un aprendizaje que atañe tanto a la vida como al arte. El aprendizaje de la vida ––y de la muerte, y del sexo– viene de la mano de las hijas de Sainte Colombe; el otro queda de cuenta del maestro, que le propone un recorrido por una selección de escenas relativas a las prácticas de las diversas disciplinas y lenguajes del arte; tal composición didáctica de escenas recuerda a las instalaciones barrocas en las que, según Maravall, se hacía colaborar a las artes plásticas a fin de excitar emociones que propiciaran la adhesión a una doctrina. Pero además, la disposición teatral y organizada de lenguajes artísticos tiene para Sainte Colombe una virtud singular; para empezar, su mano, al tocar música, encuentra algo más que arte, su mano «llama a algo invisible»; la música dice lo que no puede decir la palabra –su deseo amoroso–, y la sombra de su mujer acude a esta llamada volviendo del más allá; pero la música es tiempo, y la aparición necesita también un espacio para intentar ser algo más que fantasma: por eso Sainte Colombe encarga una pintura que reproduzca el espacio en el que ella apareció por vez primera (una mesa, una galleta mordida y un poco de vino: naturalezas muertas que aún tienen los rastros de una presencia viva). El músico necesita además otro arte para construir el arte-facto que atraiga y retenga (o produzca) la presencia viva de su mujer: el del teatro; así pues, detiene su camino frente a una escena donde se representa precisamente la pérdida de la palabra dirigida a la mujer amada. Tiempo, espacio, acción y palabra son los ejes de perspectiva de este trampantojo de artes que crea, para el ojo de Sainte Colombe, la ilusión de una presencia real. El severo jansenista se sirve de los principios de funcionamiento del trampantojo barroco para sus fines místico-amorosos, aunque es posible que de palabra renegara de anamorfosis semejantes –muy en boga en su siglo– tanto como reniega de fiestas y boatos cortesanos. Pero la pasión pone en el corazón del hombre la paradoja, y Pascal Quignard sabe también rastrear la confusa etimología de los deseos humanos. El arte y la pasión son de nuevo el tema central de Terraza en Roma. Meaume es un grabador lorenés nacido en 1617 al que el amor ha maltratado en cuerpo y alma: su amante lo abandona cuando su rostro queda desfigurado por el «agua ácida» que le lanza un rival celoso. Meaume emprende entonces una vida errante y consagrada al arte del grabado a la «manera negra», una técnica que usa precisamente de esa «agua ácida» y según la cual la plancha se graba y se ennegrece por completo para luego hacer surgir el blanco. El propio rostro de Meaume es un rostro condenado a la sombra –siempre invisible bajo un sombrero– en el que las quemaduras han dejado manchas blancas, es un grabado negro en el que surgen dolorosas formas luminosas. En su oficio, Meaume se ve a sí mismo como «un hombre al que las imágenes atacan», pero además, para él, «el amor consiste en imágenes que acosan el espíritu»; por eso las quemaduras de su rostro son al tiempo la metáfora encarnada de su arte y la de su melancolía amorosa.

El grabado a la manera negra prescinde del color y se reduce «al negro y al blanco, es decir, a la concupiscencia»; en él, «cada forma parece surgir de la sombra como un niño del sexo de su madre» y, por tanto, es un arte que entronca con la sexualidad y el origen. Como ya se ha dicho, estas dos últimas nociones están también –para Quignard– impregnadas de violenta melancolía, y el narrador de Terraza en Roma recuerda el parentesco etimológico y poético que reúne esta vez a todas las varillas del abanico: «En otros tiempos, kholè no significaba ira, sino negrura. Para los antiguos, la ira de la melancolía era la negrura de la noche». Ocurre aquí que, nuevamente, la etimología proporciona íntima coherencia a la ficción. Ocurre también que, al igual que Todas las mañanas del mundo, esta novela confía al arte el papel de modelo y eje para la organización formal y temática del texto; y al igual que ella, hace confesar al artista que su obra es una llamada para hacer que vuelva un amor ausente; así habla Meaume de la mujer que lo abandonó al ver u rostro deformado: «en cada sueño, en cada imagen, en cada ola, en todos los paisajes he visto algo de ella o que procedía de ella. La atraje y la seduje con otra apariencia».

Terraza en Roma recompone, pues, un escenario textual semejante al de Todas las mañanas del mundo; a primera vista, pudiera parecer que falta la varilla que el melancólico abanico quignardiano asigna al lenguaje; pero, en realidad, ésta se encuentra trabada detrás de la del grabado a la manera negra, ya que Meaume crea la sombra de sus planchas con trazos que son como extrañas e ilegibles letras de alfabeto; sobre ellas descubre luego la imagen en blanco, y en cierto modo esta técnica de «blanco sobre negro» es también la de la escritura de Quignard en este libro: cada capítulo es una corta escena o estampa en la que el silencio es sensible por encima de las palabras y las ilumina.

Este es el destino del lenguaje en la escritura de Pascal Quignard: vibrar poéticamente en la oscuridad hasta alcanzar convulsamente su origen; a veces el ansiado nacimiento se resuelve en silencio, a veces el vagido se condensa en palabra. No siempre conoce su propio nombre el étimo de la poesía.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

9 '
0

Compartir

También de interés.

Yihadismo, seis años después