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BENITO ZAMBRANO. SOLAS

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Hay una belleza especial en esta película y creo que procede de su carácter de primera obra (de ópera prima, según el argot al uso). Y sostengo esto porque hay en ella una inocencia, acaso ingenuidad, que sólo puede explicarse por la necesidad de contar, de expresarse con la vitalidad de quien está dispuesto a decir lo que tiene que decir por encima de los desequilibrios que afecten a la composición de lo dicho. Hablo de inocencia y de ingenuidad con profundo respeto, pues el atrevimiento, si va unido al talento, admite todo género de desequilibrios. En esta película los hay y debo decir que el espectador los acepta porque la intensidad del relato se agradece.

Solas transcurre en un barrio marginal de Sevilla y su anécdota es muy simple: Una madre, que viene del pueblo a la ciudad para acompañar a su marido internado en un hospital, se instala en los ratos que el acompañamiento le deja libres en casa de su hija. La hija, que abandonó la casa paterna, malvive en la ciudad sin esperanza y sin futuro. Hay otros hermanos, unos idos y otra casada para escapar también de casa. La madre ha seguido soportando a un marido brutal, ama a sus hijos y, con su tozudez vital, intenta que las cosas se parezcan lo más posible a lo que no puede ser, porque no sabe vivir de otra manera y porque no sabe dejar de quererlos. Su querencia a la hija –a los hijos– le pertenece como la respiración al ser humano. Esto hace que la hija viva de su presencia como de la raíz de lo que detesta, pero los sentimientos ahí crecidos hacen del ser humano un sujeto tan emocionante como inexplicable. Por ese filo se mueven ambas, que son lo más hermoso de la película.

He leído que esta película trata de perdedores. Falso. Esta película trata de soledades y de cómo las soledades generan un movimiento centrífugo de sentimientos que, aun en la expansión de su desesperanza, son incapaces de poner conscientemente el daño por encima del amor. En ese punto se anudan el desgarro vital y el extremo deseo del cariño. La soledad resultante está cargada de energía para lo bueno y para lo malo. Nadie saldrá bien parado, a pesar del final razonablemente feliz con que Benito Zambrano cierra su película, pues esa felicidad sólo dice que la vida es una puerta abierta. Y esa visión lúcida es la que elimina también el rasgo de perdedores de los personajes centrales. No es el mismo el que pierde que el que no gana.

Por eso se aceptan las ingenuidades –la relación entre la madre y el vecino, la relación (tópica, pero contada con fuerza) de la hija y su amante camionero, el semialcoholismo de la hija, el embarazo y su dilema, la oferta final del vecino y hasta el papel del médico comprensivo–, porque lo que anuda esos tópicos es una visión de la supervivencia que se levanta muy por encima de la anécdota. Y este es el momento de decir que el trabajo de María Galiana y, sobre todo, el de Ana Fernández, son extraordinarios. El partido que el director saca a la presencia de esos dos cuerpos y rostros es extraordinario. En el de Ana Fernández, además, ella lucha con una figura que, por su aspecto, no se corresponde con su personaje, pero en el que la formidable interpretación de la actriz se lleva por delante, a medida que avanza la película, cualquier duda que al espectador pudiera caberle respecto a la verosimilitud física del personaje.

Hay un tiempo de puro cine que afecta a toda la película: Desde el momento en que la madre parte y el vecino contacta con la hija –más exactamente, desde la partida de cartas– la luz cambia. Hasta entonces la luz, aun en los momentos en que el cariño más pugnaba por expresarse, ha sido fría o, cuando menos, distante. En ese tiempo del que hablo, la luz vira a cálida y será cálida hasta el amanecer que ilumina el rostro de la madre, ya vuelta al pueblo con su marido convaleciente, sentada en una silla. Después, en la última secuencia, aparecerá hasta animosa de colores, pero no cálida, porque se refiere a un futuro que está demasiado cerca del pasado, porque la vida no es dura ni blanda sino distante y uno tiene que ganársela. Pero en ese mágico espacio de tiempo al que me refiero, la luz muestra toda la calidez que los personajes no han podido sacar afuera, que ha estado pugnando en ellos sin permitirse llenar sus vidas y que, sin embargo, existe en su trío protagonista.

Ese poder de la imagen, esa capacidad de liberar lo que constituye el nudo emocional, contenido, de la historia, es lo que hace pensar en Benito Zambrano como uno de los mejores estrenos del cine español. Eso y su capacidad de trascender situaciones y actitudes que bien pueden tildarse de tópicas –pero que sólo alguien que sabe a dónde quiere ir, como el capitán que atraca por vez primera en un puerto fiado tan sólo en su saber y en las cartas marinas, llena convincentemente de intensidad– es lo que puede anotarse a la hora de apostar por él.

Detrás queda una película emocionante, sobria, desprejuiciada, que ha cargado sus imágenes con una capacidad de componer la escena –yo diría de llenarla– verdaderamente convincente. Por eso escapa del costumbrismo, del color local, de la tentación del facilismo, porque la composición de la escena tiene detrás una conciencia del mundo que no se para en la anécdota ni en la pena llorosa y emotiva que el tan maleado mundillo de los perdedores procura a los espectadores compasivos. Benito Zambrano parece estar cerca de todo ello, pero no cede un ápice. Meterse en terreno tan resbaladizo y salir tan bien es una muestra añadida de talento. Ojalá no ceje.

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Ficha técnica

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