Buscar

Atlas filosófico

Sociología de las filosofías. Una teoría global del cambio intelectual

Randall Collins

Hacer, Barcelona

Trad. de Joan Quesada

1.002 pp.

80 €

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Admitamos que el rechazo a las ciencias sociales aún se estila en muchos teatros filosóficos. Y no sólo en los más tradicionales. Es comprensible que algunos epígonos de Heidegger sigan mirando a los sociólogos con el mismo desdén con que él miraba a Weber, pero sorprende que la filosofía de hoy día actúe como si pudiera entender las ciencias sociales mejor de lo que éstas se entienden a sí mismas. ¿Y si todos los filósofos necesitaran del mismo sueño de autosuficiencia? ¿Puede haber –como diría Bourdieu– theoría sin scholé, sin ese distanciamiento altivo de la vida corriente, sin esa ilusión de autosuficiencia que ha caracterizado a los filósofos desde el principio de los tiempos? ¿Puede haber filosofía sin la impostura de una visión superior a la del conocimiento ordinario? ¿Hay tantas diferencias entre los filósofos enemigos de la sociología y los filósofos aparentemente amigos de las ciencias sociales? En fin, ¿están los filósofos verdaderamente dispuestos a aceptar la imagen que de ellos pueda devolverles la sociología? Cuando en 1998 Harvard University Press lanzó a bombo y platillo el libro de Randall Collins, muchos filósofos lo abrieron con la misma curiosidad (¿malsana?) con la que quizás otros abrirán ahora la versión traducida. ¿Por fin un retrato realista de «la comunidad intelectual más arquetípica, antigua y universal» (pp. xxxii y 797)?

Aparte de su grosor, de las numerosas tablas, de los abundantes mapas y gráficos, lo primero que llama la atención del libro de Collins es la ambición de su enfoque: una descomunal historia comparativa de los grandes linajes filosóficos elaborada durante veinticinco años de trabajo, una reconstrucción de las redes filosóficas «en las culturas china, india, japonesa, griega, islámica, de la cristiandad medieval y la de la Europa moderna»lcanza, en realidad, hasta la mitad del siglo xx, sobre todo en Alemania y Francia, menos en Inglaterra y Estados Unidos, apenas en Italia o España. En varias ocasiones Collins explica por qué interrumpe la historia aproximadamente entre los años treinta y cincuenta del siglo xx: «No es posible desarrollar un análisis sociológicamente satisfactorio de nuestros contemporáneos, ni siquiera de la generación que ha estado trabajando antes de nosotros, y estimo que un relevo generacional completo para cualquier ámbito de producción cultural lleva treinta y cinco años aproximadamente» (pp. xxv, 86; desde Hegel a nuestros días, apenas se han sucedido cinco generaciones filosóficas). Sin embargo, a partir de la página 790 da algunas pistas sobre cómo podría continuarse su macrohistoria. En el prólogo a la edición española también insinúa cómo podría estudiarse el mundo de la filosofía española y latinoamericana.. Collins lamenta no haber pasado del siglo xvi en China, no haber estudiado la exportación de filosofía india al Tíbet o la historia filosófica de Corea, e incluso da instrucciones sobre cómo podría prolongarse su faraónica empresa, pero confiesa, parafraseando a Guthrie, que prefería publicar su libro en vida, lo cual es de agradecer, dado que algún lector también podría llegar a perder la suya si el libro hubiera sido aún más extenso. No nos engañemos –proclama–, «durante mucho tiempo, Occidente ha contemplado Asia como algo exótico, incluso hoy, en un ethos de multiculturalismo tolerante, de las culturas no occidentales se resalta su calidad de sensibilidades únicas» con «una lógica interna característica». Pero lo que vemos cuando examinamos la dinámica de las redes intelectuales es exactamente lo contrario […] La historia de Asia nos muestra los ingredientes básicos de toda la historia universal. Un resumen de la sociología de la vida intelectual asiática es un resumen adecuado de la teoría central de este libro» (p. 385). Incluso aceptando que las estructuras sociales dan forma a específicas formaciones filosóficas, «ni siquiera a ese nivel las historias de las estructuras sociales son tan divergentes como han supuesto las narrativas centradas en Occidente –incluida la de Max Weber» (p. 387).

La sociología à la Collins, pues, respeta la diversidad filosófica, pero también posee una decidida vocación universalista: «Se suele apreciar demasiado poco que la especificidad y la generalidad no son mutuamente incompatibles» (ibíd.), afirma con demasiado espíritu reconciliador. Se acabó lo de mirarse el ombligo filosófico occidental, pero también tanto multiculturalismo de bazar y tanto relativismo posmoderno. La sociología debe proporcionarnos la misma amplitud de miras que las colecciones de músicas del mundo y a la vez descubrir los patrones universales de todos los soniquetes filosóficos. La sociología –dirá Collins– es una radiografía que nos permite ver la sucesión de distintas formaciones intelectuales como combinaciones de unos ingredientes universales (p. 387). Puede que la filosofía parezca el oficio más diverso y heterogéneo del mundo (¿qué tienen en común el confucionismo y Kant, Quine y el zen, Carnap y Averroes?), pero el sociólogo logra ver constantes comunes por debajo de tantas diferencias. La clave es centrarse en los modos en que se crean lazos entre los pensadores, las redes que permiten la invención y transmisión de sistemas: «si uno logra comprender los principios que determinan la formación de las redes intelectuales –afirma sin reparo alguno–, entonces habrá logrado una explicación causal de las ideas y de sus cambios» (p. xxxii).

Gracias a sus rayos X, pues, Collins ve la historia de las filosofías como una trama organizada según patrones de división y de reunificación de posiciones, «leyes» que rigen el número de escuelas coexistentes durante tramos generacionales de unos treinta y cinco años. El número de escuelas activas que se perpetúan por más de una o dos generaciones no baja de tres y no sube de seis, afirma Collins apoyándose en ingentes cantidades de datos. La filosofía es un oficio esencialmente antagónico, esto es, defender un argumento requiere, por definición, confrontación. Por eso, nunca puede haber una sola escuela filosófica central, pero por lo mismo tampoco puede haber dos sin tres, es decir, la oposición entre dos posturas siempre suscita la aparición de una tercera. Y es difícil que pueda haber espacio para más de seis: demasiada división dispersa las fuerzas y multiplica los espacios de atención, mermando el antagonismo necesario para que proliferen ideas nuevas y productivasLa creatividad filosófica surge, de hecho, a partir de dos procesos distintos: el fraccionamiento de posiciones establecidas, por un lado, y la síntesis que desencadena alianzas entre posturas débiles o la propia sobrecarga de escuelas (pp. 46, 86, 386, 255, 796, 759, 797). Téngase en cuenta que, aunque los datos de los que dispone sobre estratificación intelectual atañen en realidad a campos científicos –afirma Collins–, «existen buenas razones para creer que las estructuras básicas son similares en la filosofía, y de hecho, en la mayoría de las disciplinas humanísticas, y quizá también en las artísticas» (p. 43). A diferencia de lo que sostuvo Kuhn, para Collins, los mecanismos de reconocimiento y de estratificación intelectual son muy parecidos en todas las disciplinas (véanse también pp. 43, 46, 86, 50, 534 y ss. sobre la comparación entre dinámica filosófica y dinámica científica y el surgimiento en 1600 de las «ciencias del descubrimiento rápido» y su relación con la ley de los pequeños números)..

La filosofía, en fin, es una y la misma, antes y ahora, aquí o allá, en Atenas o en Tokio, en tiempos de Epicteto o en los de Wittgenstein, en los de Alejandro Magno o en los de Goebbels, en los de Napoleón o en los de Sartre, pero no porque exista «un Zeitgeist uniforme» (p. 525). Collins parece especialmente preocupado por distinguir su visión de la de Hegel (p. 796), como si después de éste no se hubiera dicho nada más, y decide conjurar su fantasma con aparentes dosis de sentido común: la historia de la filosofía no es la Razón descubriéndose en un espejo, sino una sucesión cambiante de posiciones, de afinidades y conflictos, alianzas y traiciones. «No es el espíritu de los tiempos, sino las rivalidades estructuradas las que constituyen los sucesivos momentos de la historia intelectual» (p. 385). O si se quiere: son las fuerzas de atracción y repulsión entre las filosofías lo que las mantiene conectadas a lo largo de la historia, sin ningún gran hilo conductor o fuerza superior que pase a través de todas ellasVéase su propia metáfora del túnel del tiempo en la página 799.. De hecho, el conflicto entre filósofos es la idea clave que atañe más directamente a la otra parte del libro de Collins, los otros tantos cientos de páginas en que expone su teoría general de la vida intelectual, el patrón con el que, se supone, ha organizado los datos y que, no se sabe muy bien por qué, separa en dos grandes partes (capítulos 1, 2 y 3, capítulo 15 y sección de meta-reflexiones), emparedando por delante y por detrás los capítulos históricos, aunque a veces se adhiera al «campo de estudio» como el pan del sándwich al queso fundido: en los capítulos 2 y 3, por ejemplo, Grecia sirve para formular algunos principios básicos de la teoría, aunque Collins insiste en que China e India le proporcionaron el modelo general (véase capítulo 2, pp. 196-197).

Parece ser que, como otros colegas de su generación, Collins también marcó distancias con el funcionalismo de Parsons hasta forjar su propio enfoque, una mezcla un tanto sintética de Durkheim y de Weber, del interaccionismo simbólico y de las teorías de Goffman sobre los rituales de interacción (capítulos 1 y 15). La vida intelectual –dice Collins aquí y allá– es, antes de nada, un rito colectivo. No podía ser menos, claro, pero añade: lo que le caracteriza es una estructura dinámica que se parece por igual a la arena de la kula, al potlach o a la ven­detta (p. 28). Perfecto: es muy bueno bajar la filosofía de las nubes y devolverla a la arena social pero, ¿en qué consisten exactamente los «regalitos» filosóficos? ¿Cuál es el equivalente filosófico de la circulación de collares y brazaletes que describió Malinowski? También es cierto que los filósofos derrochan grandes cantidades de palabras para hacerse los superiores pero, ¿explican sus dispendios el meollo de la dinámica intelectual? Desde luego, en la filosofía también existen familias y venganzas. No se «elimina» a alguien por cualquier cosa, es decir, se administra cierta justicia, no arbitraria, aunque bastante sui generis. Pero, ¿en qué consiste exactamente el ajuste de cuentas filosófico? ¿Qué es una vendetta intelectual? ¿Es igual en todos los lados, en todos los tiempos? ¿Cómo se administran los códigos de honor? ¿Cómo se rinde pleitesía a un padrino filosófico? Los capítulos teóricos no lo dejan del todo claro, aunque Collins se explaye en muchas direcciones, y los sucesivos capítulos históricos no lo explican más que a grandes rasgos. Es como si Collins se sintiera más obligado a radiografiar todas las familias que a ilustrar con detalle los rituales filosóficos de alguna de ellas. El discurso filosófico –dice Collins en otras ocasiones– empieza por postular su independencia respecto a toda preocupación externa y su distanciamiento de las concepciones profanas (pp. 27, 35 [nota 6] y 798). Los filósofos conciben sus propios productos como parte «de lo que Durkheim llamó la vie sérieuse», los utilizan como símbolos de pertenencia al grupo o los convierten en «objetos sagrados» (pp. 20 y 29). Si no actuaran con semejante celo, si no se sintieran en contacto con verdades únicas o enigmas cuya llave sólo ellos tienen y no reificaran sus producciones hasta convertirlas en algo numinoso, ¿qué podría distinguirles de otros iluminados o de otros genios? (Collins no lo expresa en estos términos, claro).

La «energía intelectual» que fluye en los filósofos (otro concepto que también maneja Collins) no procede de otro mundo, sino del propio roce entre ellos, esto es, de una fricción intelectual continua que produce ideas como chispas. Tiene toda la razón al decir que la rivalidad intelectual no es sólo ni principalmente la rivalidad personal, luchas edípicas o venganzas entre pensadores: las rivalidades se explican en relación con campos de fuerza que preceden a los individuos. Los filósofos nunca están solos, siempre forman parte de una red, no ya porque vivan en una sociedad en la que se reconocen o a la que repudian, sino porque la vida intelectual siempre implica otras voces, les guste o no a los filósofos que van de genios independientes. Sus predecesores reales y sus progenitores imaginarios siempre les inspiran y les acechan, les estimulan y les atemorizan, consciente o inconscientemente. Sus coetáneos pueden llegar a elogiarlos o ignorarlos, emularlos o tergiversarlos, adoptarlos o repudiarlos (pp. 6-7, 31-33, 888). Los filósofos «prosperan con el desacuerdo» y los conflictos «constituyen implícitamente su posesión más preciada […] Por esta razón, la historia de la filosofía no es tanto la historia de los problemas resueltos como la del descubrimien­to de líneas de oposición explotables» (pp. 6, 880). Las posiciones filosóficas surgen de esos acuerdos y de­sa­cuer­dos (a veces tácitos, otras explícitos), de filiaciones y antagonismos (unas veces más individuales, otras más corporativos) de viejas alianzas y de aliados circunstanciales. A lo largo de la historia, a lo ancho de las geografías –sostiene Collins–, los filósofos constituyen, además, la comunidad intelectual más ligada al contacto directo. Durante dos mil años, los filósofos han vivido volcados en la escritura y han convertido los textos en objetos de culto, pero sin las reuniones ceremoniales cara a cara, sin el toma y daca de la discusión, esos objetos no podrían haberse consagrado ni habrían llegado a transmitirse tanto tiempo (pp. 25-27). Las polémicas de la historia de la filosofía se urden por escrito, pero los filósofos siempre necesitan montar escenas (si bien Collins lo dice de una forma mucho más aburrida).

Sin embargo, aunque unos consideren una engañifa lo que otros respetan como algo sagrado, aunque unos vean demasiado simple lo que otros toman por complejo, de algún modo todos están en el mismo carro. El de­sa­cuer­do sólo puede surgir sobre algún fondo de acuerdos o lugares comunes, es decir: orinar fuera del tiesto a veces es una acción tan gregaria como prestarse a las ceremonias más pomposas. Aclarémonos: ¿en qué consiste exactamente la lucha filosófica a diferencia de otras luchas intelectuales? Collins parece tenerlo claro, aunque haga pasar por algo preciso lo que muchas veces es pura vaguedad. Por debajo de tantas diferencias temporales y culturales, los filósofos constituyen una y la misma familia, no tanto por la semejanza de sus sistemas como por sus modos de mantener candente la discusión y, sobre todo, por la tendencia a centrarla en sus propios fundamentos (p. 28). La lucha filosófica no es lo mismo que las peleas de gallos, el ajedrez, el fútbol, la competetividad empresarial o los concursos de baile. Los filósofos no se dan bofetadas ni por atesorar dinero, ni por adquirir estatus social, aunque a veces no le hayan hecho ascos a ninguna de las dos cosas. Pero, ¿cuál es el objetivo último que mantiene a las fratrías filosóficas en permanente liza? ¿En qué se diferencia un filósofo de un intelectual, un ideólogo o un comentarista cultural? ¿Se entiende la confrontación filosófica del mismo modo en todas las culturas filosóficas? ¿Es útil una noción tan general de desacuerdo para entender cada episodio de la historia de la filosofía?

Los matemáticos y los poetas –dice Collins– tratan de decir cosas verdaderas y universales, sus obras aspiran a ser parte de un mundo independiente de las contingencias del espacio y del tiempo, pero los filósofos se llevan la palma y ansían un reino todavía más elevado (p. 20). «La filosofía es la disciplina que explora la porción más abstracta del espacio intelectual» (p. 761). Durante milenios, a lo largo y ancho del globo –viene a decir Collins– los filósofos han perseguido lo mismo: ideas más abstractas y generales, ideas de ideas. Las filosofías siempre tienen orígenes en mi­to­lo­gías, cosmologías y visiones morales del mundo, pero los filósofos no se limitan a rea­fir­mar­las, sino que intentan remontarse más y más hacia sus últimos fundamentos valiéndose de nociones cada vez más generales (pp. 795-796). ¿Ejemplos? la síntesis neoconfuciana del li con el t’ai chi o la aparición del eidos después del nomos y la physis (pp. 798, 850 y ss., 861). Por tanto, aunque los asuntos desencadenantes sean diferentes (el problema de la corrección ritual en China, los mitos cosmológicos en India y Grecia, las disputas teológicas en los inicios del islam) todas las filosofías tienen en común el hecho de elevar esos asuntos a un nivel cada vez más abstracto de discusión y de convertir algunos de sus medios de discusión en fines en sí mismos (p. 797). En la radiografía de Collins, parece ser que los huesos vitales del cuerpo filosófico son siempre la epistemología y la metafísica. La ética, la política y la estética, por lo visto, son articulaciones eminentemente filosóficas, pero dependen de las grandes osamentas especulativas. Los grandes momentos de la filosofía coinciden con etapas de mayor abstracción y reflexividad, momentos en los que la filosofía consigue acelerar su propia y vertiginosa lógica (pp. 795 y ss.). Los momentos de estancamiento, en cambio, coinciden con la excesiva veneración a los clásicos o con la propensión a excesivos refinamientos técnicos y terminológicos (pp. 503 y ss.).

Llegamos, entonces, a algunos de los puntos más espinosos del novelón sociológico de Collins. ¿No es la filosofía una de las diciplinas más heterogéneas del mundo? ¿Pueden agruparse todas las filosofías en familias que compiten en pos de conceptos más generales y universales? ¿Seguro que la ética es la esclava de la metafísica? La forma en la que Collins urde su teoría resulta, cuando menos, curiosa: ¿Por qué dar prioridad a las etapas de abstracción y reflexividad? ¿Puede medirse toda la creatividad filosófica con ese rasero? ¿No es esa la versión predilecta que muchos filósofos prefieren dar de sí? ¿No se pliega Collins en exceso a una imagen demasiado filosófica de la filosofía? Desde luego, está bien estudiar las filosofías desde «dentro», pero Collins tiene tanto pánico a parecer «reduccionista» que prefiere seguir la corriente alegremente a los propios filósofos, como si toda forma de conectar los ciclos filosóficos «internos» con los ciclos históricos «externos» (políticos, económicos, sociales) te convirtiera necesariamente en un marxista de la peor calaña. Pero, ¿no es igual de reductivo ceñirse tanto a las historias oficiales de la filosofía?«Mi criterio –dice en la página 60– para establecer el grado de creatividad es la distancia intergeneracional a la que llegan a transmitirse las ideas. He ordenado a los filósofos chinos y griegos de acuerdo con el número de páginas de discusión que se les ha dedicado en diversas historias de las fi­lo­so­fías. Mi ránking se basa en combinar las clasificaciones que encontramos en fuentes de todo tipo». Según este baremo, sólo hay 135 grandes filósofos en toda la historia, al menos entre el vi a.C. y el año 1900, quinientos si contamos figuras menores y más de dos mil quinientos si contamos otras figurillas. No dejen de verse las críticas de Steve Fuller a este uso de «historias oficiales de la filosofía» en «One Small Step for Philosophy. One Giant Leap for the Sociology of Knowledge» (Contemporary Sociology, vol. 28, núm. 3 (mayo de 1999), pp. 277-280 y en «In Search of An Alternative Sociology of Philosophy» (Philosophy of the Social Sciences, vol. 30 (2000), pp. 246-256).. Los filósofos compiten incansablemente. ¿Qué capital intentan acumular? Pues capital filosófico, viene a decir Collins con otro de sus estupendos truismos. Si dijéramos que los filósofos compiten por otra cosa, ¿qué les distinguiría? ¿En qué consiste el capital específicamente filosófico en relación con el capital cultural más general del que también habla Collins? (pp. 29-33, 45-47, 75, 77). ¿Qué funciones culturales de­sem­pe­ña la familia filosófica a diferencia de otras comunidades intelectuales? La filosofía se abstrae de la vida social pero, ¿qué función social tiene ese gesto? ¿A qué intereses sirve su propio «desinterés»? A la sociología de las ideas –proclama Collins como si hubiera descubierto algo– no le interesa explicar cómo están influidos los pensadores por motivos no intelectuales, sino en qué consiste moverse por un motivo intelectual. La lucha por el poder intelectual no es igual que la lucha por el poder político, la de una clase social, la de un grupo religioso o la de un colectivo cultural (pp. 7, 12).

Collins no quiere renunciar a nada, no vaya a perderse una parte de la verdad. Quiere respetar el análisis micro, pero también quiere el macro: hay que ir más allá de la historia de redes, hacia fuera, hacia las bases materiales de la vida intelectual cuyos cambios determinan buena parte de la dinámica del cambio filosófico, cosas como los cambios en las políticas educativas, en las relaciones con las estructuras burocráticas, en las clases dominantes o en los medios sociales de edición, difusión y comunicación (pp. xxviii, 78). Las ­ideas filosóficas no flotan en el aire, pero en cierto modo van a su aire; su dinámica interna no está influida directamente por los vaivenes de los tiempos. Son sus bases materiales las que se ven afectadas por las grandes fuerzas sociales y económicas de cada momento histórico: cuando surge una nueva base material –dice– aparecen nuevas facciones que se disputan el espacio de atención según la ley de los números pequeños. Cuando se destruye la base de varias facciones, el espacio que ocupaban se abre a un nuevo conjunto de posiciones (p. 800; véanse ejemplos en la parte histórica). Los cambios históricos, por tanto, influyen en la filosofía no tanto porque produzcan directamente ideologías que reflejen intereses políticos o económicos más amplios (a veces es así) –proclama también Collis como si hubiera descubierto algo–, sino, sobre todo, porque alteran las condiciones de ejercicio del juego filosófico, es decir, «abren oportunidades a nuevas ramificaciones en las redes sociales de los intelectuales, y también porque reducen o suprimen los apoyos materiales a otras ramas presentes en las redes» (pp. xxviii, 2, 12, 38, 195-197, 277, 386 y 882).

La sociología, pues, debe asomar la cabeza por la ventana de la historia, aunque sólo para fijar la mirada en cosas como la invención de la educación superior en la época de Platón, la reforma del sistema de exámenes chinos en la dinastía Sung, que provocó la eclosión del neoconfucianismo, la reor­ga­ni­za­ción de la universidad medieval, la revolución universitaria alemana, que suscitó oportunidades para nuevas especialidades, o el acceso de las clases medias a las universidades en la década de los años sesenta (pp. 2, 195-197, 386 y 800). Pero si la asoma demasiado, entonces –pronostica Collins– nunca entenderá las reglas del juego intelectual, como si al contemplar una batalla histórica a plena luz del día uno volviera necesariamente cegado al interior oscuro de la partida filosófica. El juego político y el cultural no son lo mismo, insiste, y «en aquellos momentos de la historia en los que un juego queda reducido al otro, el juego intelectual no sólo se rinde, sino que desaparece, para reaparecer sólo cuando vuelve a tener a su disposición un espacio interno propio. Sin la estructura interna de las redes intelectuales generando su propia matriz de argumentos, no existen los efectos ideológicos sobre la filosofía; sólo encontramos puras ideologías, cruda y simplemente» (p. 12).

Ya lo sabíamos hace tiempo: ser conservador o progresista en términos filosóficos no es lo mismo que serlo políticamente. Aunque las rupturas filosóficas estén propiciadas por diferencias políticas, la ruptura misma sólo es comprensible con relación al campo filosófico. ¿Qué tiene entonces de nuevo la teoría de Collins? Propone una consideración de las estructuras de producción cultural detrás de las ­ideas, pero es difícil pensar en ejemplos buenos de sociología y de historia cultural que no hayan partido de una premisa similar, entre ellos un viejo materialismo cultural para el que las ideas filosóficas y las culturas nunca fueron meros epifenómenos superestructurales, sino fuerzas socialmente estructuradoras. Collins parece tan procupado por evitar las miserias del historicismo y del antihistoricismo que nunca llega a zambullirse en la zona del análisis que él considera más importante. Si la cuestión clave para su sociología del conflicto no eran ni los espacios interiores, ni los grandes exteriores, ni la filosofía encerrada en sí misma, ni los grandes decorados sociales, políticos o económicos, ¿por qué no hacer una historia comparativa de los espacios de producción cultural, y no una historia más o menos al uso de los movimientos filosóficos con alusiones a cambios culturales, todas ellas enormemente interesantes, pero algo insuficientes?Véase el modelo de conexión entre el afuera y el adentro o, como dice él, los dos estadios de causalidad o las dos fases de producción, en las páginas xxviii, 1-3, 38, 196-197 y 386. Pueden encontrarse algunos ejemplos de conexión en las páginas 754, 759 y 799-800.. Con razón, Collins dedica bastantes páginas a la demarcación entre ciencia y filosofía. Sin embargo, ¿no debería haber dedicado más a las conexiones entre filosofía y política cultural?Véase, a modo de muestra, en el capítulo 14, el ejemplo sobre los híbridos filosófico-literarios franceses..

Sorprende, por lo demás, la forma en que defiende su propia posición frente a algunos rivales sociológicos. Ataca a un «reduccionismo» sociológico que parece un enemigo de paja hecho a la medida de su propia teoría. Llaman la atención, sobre todo, sus curiosas alusiones al difunto Bourdieu, acusándolo de defender una homología estricta entre la distribución del campo filosófico y la estratificación social (pp. 29-30 [nota 4]; véase también p. 754 a propósito del caso Heidegger)Collins también traza paralelismos entre el concepto de capital cultural de Bourdieu y otro que, parece ser, él desarrolló simultá­nea­mente, el de cultura de un grupo de estatus (p. 29).. ¿Es que Collins no ha leído a Bourdieu, o es que no quiere leerlo? ¿Acaso no fue Bordieu quien dijo que la homología siempre era un parecido en la diferencia, una equivalencia (a veces funcional, a veces estructural), pero nunca una identidad? ¿No fue él quien afirmó que el campo filosófico, como cualquier otro campo social, es un espacio de luchas, pero luchas con apuestas específicas, y que el poder y el prestigio que se persiguen son absolutamente particulares?Todo lo que Bourdieu le dijo a Peter Bürger podría repetírselo, en efecto, a Collins. Véase Pierre Bourdieu, Cosas dichas, Barcelona, Gedisa, 1988, p. 145.. Probablemente Collins ha empleado demasiado tiempo en coleccionar ingentes cantidades de datos y no ha tenido ocasión de perfilar más sus argumentos, pero habría hecho bien en aclarar con algunos ejemplos su forma de conectar el «exterior» y el «interior» del campo de batalla filosófico, en vez de esbozar las conexiones dentro de una desproporcionada masa de informes históricos sobre linajes filosóficos.

¿Debemos elogiar semejante esfuerzo? Por supuesto, y harán bien las bibliotecas que añadan el libro a sus anaqueles más resistentes. Desconocemos la continuidad del modelo teórico de Collins: quizá los sociólogos asiáticos y árabes lo sigan para rehacer sus historias intelectuales, pero aunque su historia de las filosofías ocupe unas setecientas páginas, la sensación es que la parte histórica no está cortada por el patrón teórico más que en sus lí­neas más vagas y generales. Podría haber cambiado un poco la imagen que la filosofía tiene de sí y la imagen que la sociedad tiene de ella, pero ha preferido reunir unos ensayos teóricos y una enorme paráfrasis de historias de las ­filosofías mezcladas con alusiones al meo­llo de su propia teoría. Puede que futuros sociólogos precisen a través de estudios concretos lo que Collins sólo ha podido esbozar macroscópicamente. Mientras tanto (y hablo tan sólo de los tramos históricos de los que algunos podemos hablar), es posible que los lectores encuentren más productivos antiguos trabajos como los de Geo­ffrey Lloyd (también centrados en la idea de polaridad y también comparativos, sobre todo con China), o los de Walter Ong, o los de Quentin Skinner, Peter Burke, el propio Bourdieu, etc., amén de innumerables historiadores de las ideas. O, por qué no, la psicología de los filósofos (incluso al estilo de Ben-Ami Scharfstein), y muchas biografías intelectuales, menos ambiciosas pero bastante más útiles para entender de cerca los conflictos filosóficos.

Collins podía haber zarandeado a la filosofía, ahora que ésta necesita despertar de su sueño, pero le importaba más figurar como científico riguroso y neutral. El hecho de que su teoría se centrara en el conflicto intelectual no le obligaba a ser más polémico, es cierto, pero podía haber transmitido un poquito más de temor y temblor. Prefirió coleccionar numerosos materiales y acumular cientos de datos, útiles y necesarios, desde luego, pero insuficientes para mantener viva una historia y propiciar un debate con verdaderas consecuencias. En fin, siempre es conveniente consultar un gran atlas antes de viajar, aunque al final uno acabe recurriendo a guías más locales. Collins ha escrito un atlas histórico descomunal, pero nada práctico fuera de la mesa de reunión académica. 

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

16 '
0

Compartir

También de interés.

¿El fin de la gran muralla?

Un análisis agudo y pormenorizado sobre los gustos literarios de nuestros vecinos asiáticos, grandes…