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Sobre el nuevo Museo del Ejército

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Hace algo más de una década, una decisión inapelable del entonces presidente del Gobierno, José María Aznar, determinó el traslado del Museo del Ejército de su histórico emplazamiento en las cercanías del Museo del Prado a la ciudad de Toledo. De nada sirvieron ni las protestas de los amantes del museo, ni las gestiones del alcalde de Madrid (que ofreció sedes alternativas) ni las campañas promovidas por algunas fuerzas vivas. Tampoco sabemos si en el entorno de Aznar alguien se atrevió siquiera a sugerirle la posibilidad de reconsiderarlo.

La decisión del traslado venía motivada por el propósito de dejar expedito el edificio para ampliar la pinacoteca del Prado y recrear el Salón de Reinos. Y, de paso, potenciar el Museo del Ejército, cuya afluencia de visitantes era bastante escasa. No se entiende muy bien que la forma de lograr este segundo objetivo consistiese en trasladar el museo a Toledo. La escasez de visitantes probablemente tenía más que ver con la escasa publicidad del museo y con la deficiente presentación de sus colecciones (desordenada y agobiante) que con el hecho de estar en Madrid. Nada que no se hubiese podido resolver con una remodelación como la efectuada anteriormente en otros museos –como, por ejemplo, el de Ciencias Naturales– y con una adecuada promoción. Incluso podría haberse elegido otra sede en Madrid de entre las varias posibles, entre ellas el infrautilizado Cuartel del Conde Duque. Pensar que el número de visitantes potenciales de Toledo –turistas, colegiales, jubilados o amantes de la historia– es mayor que el de Madrid no es muy realista si se tiene en cuenta que el flujo de visitantes de Toledo procede casi totalmente de Madrid, y que estos visitantes, al llegar, se enfrentan a una oferta cultural abundante, casi inabordable para un turista que normalmente no pernocta. ¿Cuántos de esos turistas agobiados encontrarán las dos o tres horas que requiere este museo?

En la porfía para evitar que Madrid se convirtiera en una de las pocas capitales europeas sin museo histórico, y la única que, teniéndolo, lo desahuciara, llegó a sugerirse la idea de desdoblar el museo en dos, uno dedicado a la historia de España, con las piezas de mayor valor histórico, y con sede en Madrid, y otro propiamente militar, radicado en Toledo, con las inmensas colecciones de armas y equipos militares que el museo atesora. Desde luego, tales fondos daban de sí para dos museos, e incluso para tres. Pero ni esta razonable propuesta de retirada mereció consideración alguna. De hecho, ni siquiera sabemos si alguno de los responsables se atrevió siquiera a sugerirla al presidente del Gobierno.

Sirvan estos lamentos tardíos como introducción al comentario sobre la nueva etapa del museo en su sede toledana. Y es de justicia iniciarlo con dos reconocimientos. El primero se refiere a la relativa rapidez con que las nuevas instalaciones se han abierto al público. Entre la clausura de la antigua sede y la apertura de la nueva ha pasado poco más de dos años, un plazo insólito en estos pagos en que las obras y remodelaciones de los museos pueden durar décadas y consumir recursos disparatadamente superiores a los presupuestados.

El segundo motivo de encomio tiene que ver con el planteamiento del nuevo museo. Frente al patrón museístico de antaño como almacén de objetos mejor o peor explicados –más bien lo segundo–, los modernos museos se conciben sobre todo como recorridos pedagógicos que ofrecen al visitante no sólo las piezas que integran sus colecciones, sino una explicación ordenada y detallada de las mismas en virtud de la cual el visitante pueda entenderlas y valorarlas tanto en sí mismas como en su contexto. No se trataría, por poner un ejemplo del propio museo, de mostrar al visitante una vitrina abarrotada de objetos pertenecientes al general Polavieja, sino de explicar quién fue aquel señor, y por qué sus gafas, su espada o su plumilla merecen estar expuestos allí.

En este terreno, el nuevo museo toledano puede calificarse de excelente. Su hilo conductor es, obviamente la historia de España, en especial en su vertiente bélica. Partiendo de la época de los Reyes Católicos como punto teórico de arranque de la historia de los ejércitos españoles, nos ofrece una ordenada sucesión de paneles con profusión de fechas, planos, datos y comentarios didácticos sobre acontecimientos históricos, momentos de nuestra historia, campañas y batallas. Todo ello arropando con bastante solvencia y orden las piezas que, en sus correspondientes vitrinas, expone el museo para ilustración y disfrute de sus visitantes.

Claro que tanto didactismo y tanta pedagogía se pagan al precio de una despiadada selección de piezas. Parece que, del inmenso fondo del museo, se exponen únicamente unas cinco mil, y que el resto, nada menos que otras treinta mil, reposan apaciblemente en los almacenes, durmiendo, en poética congruencia, el sueño de la historia.

El anterior museo era todo lo contrario. Si no exhibía las treinta y cinco mil piezas de su colección, lo parecía. Y, sin la menor veleidad pedagógica, ofrecía al visitante, en glorioso batiburrillo, armas y más armas: espadas, arcabuces, banderas, uniformes, armaduras, cascos, retratos, trofeos coloniales y objetos de todo tipo. Allí nadie aprendía nada sobre nuestra historia ni sobre nuestro ejército (nada que no supiera ya), pero sí podía sentirse feliz y orgulloso de estar dentro del museo histórico-militar más importante del mundo.

Aquello tenía su encanto, aunque pueda objetarse con razón que era un planteamiento un poco antiguo. Esto es otra cosa. Decididamente integrado en la modernidad, whatever it means, es amplio, luminoso, pulcro, organizado. Se recorre como si uno asistiera a un curso acelerado –y ciertamente grato– de historia moderna y contemporánea. Se tiene, sin embargo, la sensación de que hay demasiado arroz para tan poco pollo, y que la pedagogía dominante y determinante no debería estar reñida con un poco más de generosidad en cuanto al número de piezas exhibidas. Cuando se dispone de unos fondos tan ingentes, que son la envidia de todos los museos históricos y militares del mundo, no estaría de más mostrarlos con mayor largueza.

Cabe, en fin, hacer referencia al tratamiento que el museo hace de las distintas épocas de nuestra historia. El período comprendido entre los siglos XV y XIX responde fielmente a la visión, digamos, canónica, de la historia de España. Ésta se halla bien explicada, centrada lógicamente en su vertiente bélica (y el visitante constata cuánto y con cuántos se han pegado los españoles a lo largo de su historia), y salpimentada con excelentes audiovisuales sobre algunas de las batallas más relevantes, como Almansa o Bailén. Uno echa de menos algunas piezas interesantes que el antiguo museo ofrecía y que ahora deben estar confinadas en el almacén. Pero el enfoque que de esos siglos nos ofrece el museo –la «lectura», que dirían los modernos– es serio y riguroso.

La cosa cambia, ¡ay!, cuando nos adentramos en el siglo XX. Es decir, cuando pasamos a la jurisdicción del conflicto ideológico y la llamada «memoria histórica». Que la forma en que el antiguo museo enfocaba nuestro siglo XX estaba llamada a revisión era algo cantado. Y ello tanto con traslado de sede como sin ella. En algunos casos con plena justificación: que las banderas republicanas de la Guerra Civil se exhibiesen como «banderas tomadas al enemigo» no era ciertamente sostenible. En otros, por la coyuntura política y su consiguiente revisión de nuestra historia reciente.

Los hados han querido que el traslado del museo, decidido por un gobierno de derechas, fuera finalmente ejecutado por un gobierno de izquierdas. Y que este último tuviera, en consecuencia, la sartén por el mango a la hora de decidir los contenidos del nuevo museo. Un peligro evidente era que el explícito sesgo del museo en épocas pasadas hacia uno de los bandos de la Guerra Civil (aunque corregido en los últimos tiempos) fuera replicado en el nuevo museo con el sesgo contrario. Esto no ha sido así, y tranquiliza que no se haya ido por tal camino. Así, vemos que la sala con que se inicia el recorrido por el siglo XX aborda la Segunda República y el inicio de la Guerra Civil de forma tan escueta como cuidadosa, huyendo del maniqueísmo y reconociendo las responsabilidades tanto de un bando como de otro.

Hay que lamentar, empero, que este período se aborde con tal pobreza de recursos: apenas se exhiben un uniforme del general Primo de Rivera, una bandera tricolor, un busto de Sanjurjo ayuno de cualquier explicación, y poco más (la revolución de octubre de 1934 se despacha con una cita autoinculpatoria de Indalecio Prieto sin más aclaraciones, y se toca escuetamente la dictadura franquista adelantándose a los acontecimientos). La excesiva austeridad de esta sala (y de las siguientes) no empaña, sin embargo, el mérito de ofrecer una visión serena de tan convulsa época, y de rehuir aristas que pudieran incomodar a algún visitante.

Ahora bien, este loable enfoque no significa que el tratamiento que el museo dispensa al siglo XX sea acertado. De entrada, el visitante se encuentra con que la guerra de África (del Barranco del Lobo al desastre de Annual) se trata en una sala anterior a las dedicadas al siglo XX. ¿Acaso el período 1909-1921 no pertenece a dicho siglo? Y, tras entrar en la zona consagrada a este curioso siglo XX que comienza en 1921, lo que el museo nos ofrece es un recorrido cuyo orden, si es que cabe llamarlo así, resulta inexplicable.

Puede que la incomodidad de los responsables del museo al tratar tan conflictiva época, y su temor a levantar ampollas, les haya llevado a traicionar las pautas de orden y claridad expositiva que tan bien se aplicaban en salas anteriores. De ser esta la razón, no debiera ser así. De la Guerra Civil nos separan ya nada menos que setenta años, tiempo suficiente para que la misma, por muy doloroso que sea su recuerdo, pudiera tratarse en un museo con la serenidad que ofrece la pátina del tiempo. Quizás existan otras razones para la confusión y el desorden de estas salas, donde el discurso cronológico brilla por su ausencia. De ser así, no se alcanza a intuirlas.

Arranca esta sección dedicada a nuestro siglo XX con una espartana sala (ya mencionada anteriormente) dedicada a la historia de nuestro país a partir de 1921. Sigue un pasillo que, bajo el título de «La organización militar» nos ofrece distintos uniformes del período, y entre ellos dos del general Varela. A continuación, y con el aséptico enunciado de «El arte de la guerra», se exponen una treintena de objetos de la Guerra Civil, junto con algunos comentarios –pocos– sobre la misma. Siguen más paneles y vitrinas dedicadas a la ayuda internacional, y por fin se invita al visitante a adentrarse en la sección titulada «Desarrollo de la contienda».

Aquí uno esperaría, por fin, encontrar una generosa ración de armas, objetos y paneles explicativos. Cuando se recuerdan los copiosos fondos que sobre la materia se exhibían en el antiguo museo, la esperanza resulta lógica. Pero si esas eran las expectativas, el museo se encarga rápidamente de desinflarlas. Las piezas expuestas son pocas, muy pocas, y el orden de su exposición es incomprensible. Tras un corto pasillo de paneles y vitrinas, el desconcertado visitante se encuentra con un audiovisual (bastante bueno, eso sí) sobre el desembarco de Alhucemas. Qué es lo que pinta aquí el desembarco de Alhucemas, en medio de la zona dedicada a la Guerra Civil, constituye un misterio.

Continúa otro pasillo con más vitrinas, antes de que una nueva sala nos lleve a la Segunda Guerra Mundial (pijama de preso de Mauthausen, uniforme de la división Leclercq y dos tristes vitrinas sobre la División Azul, de la que el museo cuenta con importantes fondos). En otra nueva pirueta temporal, la misma sala nos devuelve a la Guerra Civil con vitrinas dedicadas a Mola, Líster, Modesto y otros personajes de la contienda. Y aquí termina lo referente a la guerra, pensaría uno, puesto que a continuación el museo se ocupa de los conflictos de Ifni (1956) y el Sáhara (1975). Pero no. El siguiente pasillo nos devuelve a la Guerra Civil, con sus canciones, sus documentos, e incluso el micrófono de Queipo de Llano en Radio Sevilla. Y al llegar a este punto uno concluye la visita sumido en el desconcierto.

Otra crítica más cabe hacer al tratamiento dado por el museo a nuestra contienda: la ausencia de una mínima descripción de la misma. De su evolución, de sus campañas, de sus batallas. No es sólo que las piezas exhibidas sean escasas (¿dónde están todas las armas de la época que el museo guarda?) y su secuencia, caótica. Es que tampoco se explica el conflicto, ni siquiera indirectamente. Y en cuanto a las batallas, nada se recoge. Y esto es imperdonable si se considera, por ejemplo, que la batalla del Ebro se incluye en todos los libros españoles y extranjeros sobre historia militar como una de las grandes batallas del siglo XX, y aun de todas las épocas. ¿Es mucho pedir que se le hubiese dedicado un audiovisual como a Alhucemas, Bailén o Almansa? Y tampoco hubiese estado mal alguna atención a la batalla de Brunete, a Guadalajara o a la campaña del norte.

El caso es que todos los parabienes que el museo merece en el recorrido de los siglos XV al XIX se tornan, al llegar al siglo XX, en decepción. Es como un soso postre después de un excelente almuerzo. Pero como el museo tiene un cierto aire de quita y pon, y los paneles parecen tan sencillos de montar y desmontar, queda la esperanza de que en un futuro las cosas se corrijan. Y que, de paso, los responsables se animen a sacar más piezas del desván, y de este modo nos devuelvan el esplendor y la exuberancia del viejo museo madrileño.

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Ficha técnica

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