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Almas, embriones, personas

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Mi carta de febrero (La ley del aborto) motivó varias notas y observaciones y pocos o ningún exabrupto, hecho infrecuente cuando se enfila un asunto de valor simbólico alto y evidentes consecuencias prácticas. No puedo sino felicitarme. Me habría gustado responder a cada una de las apostillas. Pero después de darle al asunto dos o tres vueltas, he optado por no hacerlo, porque esta nota se habría convertido en un correcalles. Así que he elegido otra estrategia: la de escribir un texto corrido, a lo largo del cual se vayan abordando por su orden natural las distintas cuestiones.

Un porcentaje considerable de mis lectores ha considerado oportuno centrarse en una cuestión, digamos, cronométrica: la delimitación del período en que el embrión se hace persona. Son también varios los que entienden que toca a la ciencia aportar pistas sobre el asunto. Como se comprobará dentro de un momento, la intriga cronométrica carece de solución (y seguramente de sentido), y la invocación de la ciencia es inútil. Permítanme justificar estas dos afirmaciones, muy a contrapelo de lo que se oye con frecuencia en los círculos antiabortistas.

Bien, ¿qué dice la ciencia? En esencia, lo siguiente: que apenas ocurrida la fecundación, los 23 cromosomas del gameto masculino y los 23 del femenino se aparean entre sí para completar la dotación cromosómica de un ejemplar prospectivo de la especie Homo Sapiens. La noticia es valiosísima (en tiempos de Darwin se cultivaban aún nociones fantásticas sobre la herencia), pero no nos ayuda en absoluto a comprender cómo se forja la personalidad del embrión. Estudiar el proceso embrionario a lo largo del tiempo, tampoco nos saca de apuros. Se conoce, de antiguo, que el embrión, al ir madurando, repite la historia evolutiva de la especie. Cuanto más avanzado el proceso, más específicamente humano es el embrión desde un punto de vista filogenético. Ahora bien, nada de esto demuestra que seamos capaces de detectar el instante en que el feto cambia de estado y adquiere la condición de persona. Lo que la ciencia observa es un continuum, no una transmutación. Formulado de otra manera: todo lo que la ciencia puede revelar es que el cigoto primordial madura progresivamente hasta constituirse en un cuerpo que, egresado del claustro materno, nosotros reconocemos como el cuerpo de un ser humano. Esto lo sabíamos igual de bien antes de que se hubieran descubierto los cromosomas o se tuviese noticia de lo que es el ADN.

La ciencia carece de recursos para determinar cuándo un embrión se hace persona… porque no existe una definición científica de «persona»

¿Asistimos a una impotencia provisional de la ciencia, que el tiempo sabrá remediar? No. La ciencia carece de recursos para determinar cuándo el embrión se hace persona… porque no existe una definición científica de «persona». El concepto de «persona» es moral, no científico. Cuando intentamos describir lo que cumple a una persona en tanto que persona, acudimos a vocabularios extraídos de la Ética, el Derecho, o las Ciencias Políticas, no de la Medicina o de la Física. Decimos que, por ser X una persona, tiene el derecho al voto, o a disfrutar de una pensión, o a que lo traten con respeto, y así sucesivamente ¿Han variado esos derechos a lo largo de la historia? Desde luego. ¿Significa lo último que ha cambiado el contenido de lo que comprendemos bajo el concepto «persona»? También, y a gran velocidad. Les voy a reproducir un párrafo en el que Tocqueville (L’Ancien Régime et la Révolution, III, v) recuerda cómo se las gastaban los nobles filántropos durante los años que precedieron a la Revolución Francesa:

Hay que admitir que persistía, incluso en este clima de benevolencia, un fondo de desprecio hacia esos miserables (los plebeyos; el inciso es mío) cuyos males se quería sinceramente aliviar. Viene aquí a cuento lo que ocurría con Mme Duchâtelet, quien no hallaba inconveniente, nos dice el secretario de Voltaire, en desnudarse delante del servicio, no teniendo por bien probado que un ayuda de cámara fuera un hombre.

Tocqueville escribe «hombre», no «persona», pero lo hace para dar más fuerza a su relato. En efecto, no es concebible que Mme Duchâtelet dudase sobre la condición humana de su valet. Lo que estaba negando la gran dama a su criado era el derecho a no ser insignificante, que es otra cosa. Al mismo tiempo, estamos autorizados a suponer que Mme Duchâtelet era cristiana y no ponía en duda que la criatura mínima ante la que no le incomodaba quedarse como Dios la trajo al mundo, tuviese tantas oportunidades como ella de resucitar después del óbito e incluso de vivir in aeternum en la contemplación del Señor. De modo que podría describirse la manera en que los nobles contemporáneos de Voltaire conceptuaban la personalidad de la gente menuda con arreglo a fórmulas diversas: «personalidad diferida» («seremos iguales en el más allá»), «personalidad fragmentaria» (“usted es un hombre y por eso no lo puedo matar, pero no es como yo»), y así sucesivamente.

La tesis de Tocqueville, correcta a mi entender, es que aceptar la doctrina de la personalidad diferida, pero adherirse en la práctica a la de la personalidad fragmentaria, es contradictorio. El destino de las sociedades cristianas sería, en consecuencia, un destino democrático. Sabemos que Tocqueville, siendo joven, perdió la fe: eso, al menos, es lo que atestigua su correspondencia privada. A despecho de su desencanto religioso, Tocqueville perseveró en pensar que la noción de «persona» encerraba un poso irreductiblemente metafísico. Y en esto llevaba también razón. De modo que es lícito concluir que el de «persona» es un concepto moral… y metafísico o, si se prefiere, es un concepto moral en la práctica y metafísico en su fundamento.

¿Cómo deja esto último al embrión? ¿Serían los embriones personas en este último sentido? El negocio es delicado, de modo que conviene ir por partes.

En qué consiste ser persona

Observemos con cuidado qué nos ofende en la conducta de Mme Duchâtelet. Decimos, no sólo que trataba a su valet como a un inferior, sino que lo trataba como no lo debía tratar, puesto que todos los mortales, ya sean amos o criados, ricos o pobres, listos o tontos, son en el fondo intrínsecamente iguales. El adverbio «intrínsecamente» introduce un elemento trascendente: permite descalificar cualquier forma legal o sistema de convivencia que no garantice el empate moral entre los hombres. En este sentido, es lícito reinterpretar el curso seguido por las cosas desde el final de l’Ancien Régime hasta la consolidación de la democracia por analogía con una serie numérica que converge hacia un límite. Los sucesivos arreglos institucionales, por definición insuficientes si se considera cada uno aisladamente, acusan en conjunto una tendencia, una proclividad, a satisfacer las condiciones en que, valga la redundancia, resulta posible hacer justicia a la auténtica justicia. En tiempos de Voltaire la ley consagraba todavía la desigualdad civil de los franceses. Esto no significa que no fuera ley, sino que no era el tipo de ley que nosotros consideramos justa. Luego se afirmó la igualdad jurídica, la igualdad fiscal y el voto censitario; a continuación, el sufragio universal masculino; después, el sufragio universal tout court; más tarde, formas de protección social orientadas a remediar inferioridades intolerables. Compendiamos todo esto aseverando que el Estado ha conseguido crear los dispositivos institucionales y jurídicos gracias a los cuales los hombres pueden manifestarse como lo que son: sujetos idénticos en lo esencial, o, alternativamente, personas. En la especie «persona» confluyen, por tanto, postulados transempíricos –todos somos iguales en esencia–, con providencias de carácter ejecutivo –ha de hacerse esto y lo de más allá para que esa igualdad se materialice–. La inventiva jurídica y la evolución de las costumbres confieren precisión… a un apriorismo.

Ni la ciencia, ni nuestras intuiciones morales básicas, resultan suficientes para conferir contenido a la tesis de que los embriones están dotados de personalidad

Este tipo de análisis no es extensible al embrión, o mejor, al embrión en tanto que depositario de derechos y obligaciones en la acepción habitual de la palabra. La certidumbre metafísica (el feto es una persona) se enuncia en crudo o a pelo: la hominización teórica del feto no sugiere providencia alguna para que esa su presunta humanidad se haga manifiesta. Los embriones no hablan con nosotros; no sufren de modo inteligible para nosotros; no se organizan para defender sus derechos. No hay nada que podamos hacer para que se agiten y salgan de su ensimismamiento claustral. A lo más que podemos llegar es a penalizar el aborto con el fin de subrayar que el embrión es una persona. Esta penalización, por supuesto, trae consecuencias. Pero no ayuda a comprender por qué es persona el embrión. Es como si dijéramos que el consumo de heroína es malo, porque la ley lo prohíbe. Hay una circularidad en el argumento. Hay algo que, dialécticamente, suena a forzado, a hueco.

En suma: no ya la ciencia, sino nuestras intuiciones morales básicas resultan insuficientes para conferir contenido auténtico a la tesis de que los embriones están dotados de personalidad. Al referirme a «nuestras intuiciones morales básicas», estoy aludiendo, claro está, a nuestras intuiciones de hecho, a las que han terminado por hacerse dominantes a lo largo de la historia reciente en Europa y América. El asunto da un giro considerable cuando se adopta la perspectiva de la Iglesia, la cual, si bien ha perdido poder y ascendiente, sigue constituyendo un punto de referencia para muchos ciudadanos. Veamos qué dice la Iglesia.

La perspectiva religiosa

Según una doctrina de larga data, el embrión se convierte en persona cuando un ente espiritual, el alma, es infundido en un sustrato material, a saber, el cuerpo del embrión. Los ingleses han atesorado, para reflejar esta unión entre las dos sustancias, un término muy preciso: ensoulment. Los hispanohablantes decimos «animación», que es más polisémico y, por lo mismo, menos satisfactorio. Pero no es cuestión de ponerse a hablar en spanglish, así que escribiré, de aquí en adelante, «animación». El embrión, todavía un cuerpo sin alma, se anima y pasa a ser persona. Y esto ocurre en un instante dado. Destaco los dos rasgos esenciales de la animación:

1) Comporta un salto de carácter categorial, o, si prefieren, ontológico. Antes, el embrión pertenecía a la esfera meramente natural. Al animarse, adquiere una entidad compuesta, distinta y superior.
2) La animación se verifica en el tiempo.

¿Cuándo tiene lugar la animación? La Iglesia no se ha adherido a una tesis única

La teoría de la animación es mucho más sencilla que su rival poscristiana. Ni Tocqueville, ni antes de Tocqueville, Kant, sostuvieron que el hombre posee, literalmente, un alma. Más correcto sería decir que, lo mismo para el uno que para el otro, los hombres merecerían ser tratados como si disfrutaran de alma (la cláusula modal «como si» aloja virtudes típicamente deflacionarias: lo que es «como si», es y a la vez no es). Ahora, sin embargo, se va derecho al grano: se nos informa, carrément, de que ser persona es tener alma. El alma entra en un cuerpo, y ese cuerpo se convierte automáticamente en el de una persona; el alma sale de un cuerpo, y lo que queda detrás es un cadáver. Por supuesto, se resuelven de un plumazo, mejor aún, se liquidan, todas las dudas referentes al nasciturus: el embrión animado es, sin duda, persona entera, tan entera como Alejandro Magno o Juana de Arco.

¿Cuándo tiene lugar la animación? La Iglesia no se ha adherido a una versión única. Según Tertuliano, el huevo fecundado es ya una persona. Tomás de Aquino, influido por el legado aristotélico, entendió que el embrión debe alcanzar cierto grado de complejidad antes de hallarse en grado de acoger un alma. La animación se produciría, pues, más tarde. El hecho de que se alimenten dudas sobre el instante en que se verifica la animación, ha sido explotado por los movimientos provida en favor de su causa. El razonamiento es muy simple. Si supiésemos que el alma se hace presente dos semanas, tres días y cinco horas después de la concepción, también sabríamos que destruir un embrión de menos de dos semanas, tres días y cinco horas, no constituye un homicidio. Dado, sin embargo, que los límites son difusos, nunca tendremos la seguridad de que, al provocar un aborto, no estamos matando a una persona. Luego el aborto es condenable por una combinación de motivos teológicos… y prudenciales.

En mi opinión, este planteamiento es flojo, incluso si aceptamos, ex hypothesi, que existen almas, que la posesión de un alma convierte a su poseedor en una persona, y que a semejante contingencia están expuestos tantos los embriones como los individuos posembrionarios. La objeción principal es que emitir un interdicto a partir de consideraciones probabilísticas resta fuerza, y como empequeñece, la postura de la Iglesia, a la cual suponemos empeñada en una cuestión de principios, no de oportunidad. Probemos a enfilar el asunto desde arriba, esto es, no por su lado expeditivo, sino desde la atalaya de quien todo lo sabe y todo lo ve. ¿Es homicidio abortar, qué sé yo, al mes y dos semanas de la concepción, aunque no antes de un mes y un día? La distinción no parece tener sentido, o si lo tiene, ese sentido escapa a nuestras categorías morales ordinarias. Como puede apreciarse, la doctrina tradicional resuelve menos dificultades de lo que al principio se pudo pensar. Es el momento de citar una declaración de Benedicto XVI (noviembre de 2010):

Desde el momento mismo de la concepción, ha de protegerse la vida con el máximo cuidado […]. La propia ciencia pone de relieve la autonomía del feto y su capacidad para interaccionar con la madre, la coordinación de los procesos biológicos, la continuidad del desarrollo, la creciente complejidad del organismo. […] Podemos decir con Tertuliano, un antiguo escritor cristiano: «el que va ser un hombre, lo es ya» (Apologeticum IX, 8). No hay motivos para no considerarlo una persona desde la concepción misma.

Repare el lector en la redacción curiosísima de la última frase. La afirmación de que no hay motivos para no considerar al feto una persona desde el instante de la concepción, sorprende por la acumulación de cláusulas cautelares. ¿Por qué no hay motivos? Imaginemos que se ha producido un robo en una sucursal bancaria, y que alguien comenta: «No hay motivos para sospechar del director de la sucursal». Bueno, entendemos esto a la perfección. Dados los antecedentes del director de la sucursal, su carácter, y patatín y patatán, no estimamos razonable atribuirle el delito. Pero esto no equivale a decir que no lo haya cometido. En el supuesto de que se hubiera detenido a Fantomas redivivo, y de que éste hubiese hecho una confesión en regla, no diríamos que «no hay motivos» para sospechar del director. Diríamos que éste no tiene nada que ver con el percance, y aquí paz, y después gloria.

Benedicto XVI, en una palabra, no condena el aborto temprano basándose en la autoridad de Tertuliano (o de la ciencia). Renuncia, en definitiva, a todo intento serio por demostrar que la fecundación del huevo equivale a la actualización de una persona. Su apelación a la ciencia y a Tertuliano, citado como una fuente literaria y no como una autoridad dogmática, son sólo labor de taracea, añadida a creencias más profundas que en el texto no se hacen explícitas. Es infinitamente superior en el orden lógico, y yo añadiría que moral, lo que declara Juan Pablo II en Evangelium Vitae:

A lo largo de los dos mil años de historia del Cristianismo, los padres de la Iglesia, así como sus pastores y doctores, han coincidido en condenar el aborto directo. Las discusiones científicas y filosóficas sobre el momento exacto en que el alma espiritual se infunde en el cuerpo material nunca han enturbiado la condena moral del aborto.

Juan Pablo II no subordina la condena del aborto a lo que diga la ciencia o digan los filósofos, entre los que hay que incluir a los cristianos. Y da en la diana. Quiero decir que acierta desde la perspectiva del creyente, ya que la determinación exacta de cuándo se verifica la animación interviene como un argumento secundario, un argumento allegadizo, dentro de una visión de las cosas que sólo resulta inteligible cuando se sitúa la discusión dentro de un contexto más capaz. Simplificaré al extremo. Para el creyente existe un orden natural querido por Dios, pleno de significado y al que hay que ajustarse so pena de contravenir, no sólo el plan divino, sino nuestra propia constitución humana. La existencia de los sexos, el coito y su desenlace, el amor a los hijos y de los cónyuges entre sí, la formación de una familia y de un ambiente propicio a la crianza, todo esto, y mucho más, forma un todo coherente, que no se puede impugnar sin que el mosaico se desbarajuste y acabe cada una de las piececillas donde Cristo dio las tres voces. El aborto, cómo no, sería vituperable porque puede implicar la supresión de una persona; pero también lo es porque frustra la configuración del mosaico… y la ubicación de cada uno de nosotros en él. Lo que caracteriza a esta composición de lugar, una composición de lugar típica del catolicismo conservador, es la idea de que la agencia humana es limitada. No elegimos ser hombre o mujer, no elegimos el estro, ni elegimos sus consecuencias. Para los cristianos no excepcionales, que son la mayoría, conducirse con decoro significa no ponerse a elegir lo que no se puede elegir, o si se prefiere, no darse la falsa libertad de decir «no» a lo que, por mucho que nos pese, es «sí». Un embrión es un «sí». La interrupción voluntaria del embarazo representaría una incursión caprichosa, desde fuera, en un drama en el que participamos como actores, pero cuyo guión no hemos escrito nosotros, o no hemos escrito del todo. Y ello basta para que el aborto deba ser reprobado.

Afirmar que una mujer que se ha implantado un DIU es una homicida, es una atrocidad

La visión amplia, la que acabo de comprimir en pocos renglones, resulta preferible, sobre toda ponderación, a la escuetamente teológica. En primer lugar, allega razones discutibles, pero razones, para desaprobar el aborto incluso si se diera el caso de que los embriones no poseen un alma. En segundo lugar, es mucho más hospitalaria. El católico no enzarzado en disputas cabalísticas sobre la naturaleza intrínseca del embrión, ostentará sesgos, tendencias; pero no juzgará a sus semejantes con la severidad a que se ven tentados los que, además de pronunciarse contra algo, acuden a un sistema de pesas y medidas y transforman una falta o una caída en un delito, con tanto de ancho y tanto de largo. Muy especialmente, el católico que desaprueba el aborto pero no se mete en camisa de once varas, evitará atrocidades palmarias, tales como la de identificar a una mujer que se ha implantado un dispositivo intrauterino con una homicida. Un DIU, recordémoslo, opera a la amanera de un abortivo, ya que impide que el huevo fecundado anide en el útero. Por tanto, si resulta que el huevo fecundado es una persona, impedir que lo siga siendo equivaldrá a matarla. Todo esto es frenético, desaforado. Y, sobre todo, es maniático. Revela cómo, siguiendo un encadenamiento lógico que al cabo pende de hipótesis precarias, se termina por fulminar con calificativos tremendos a una mujer quizá equivocada pero que no tiene por qué no ser excelente en otros aspectos, o, acaso, excelente en conjunto. Por fortuna, la praxis de la Iglesia no se ajusta con rigor a la teología. Una explicación no implausible es que la Iglesia, alabado sea el Señor, es una institución esencialmente humana, y como esencialmente humana, esencialmente política. Pero me detengo en el umbral, y no paso más allá.

Déjenme hacer balance: los que no somos católicos practicantes no alcanzaremos nunca a saber si los embriones son personas. Es más, los que no somos católicos practicantes acumulamos motivos sobrados para sospechar que la pregunta de si es o no persona el embrión, está mal planteada. No ocurre lo mismo con los católicos, claro. Lo más interesante de la perspectiva católica, con todo, es que depara un marco, un sistema de categorías, gracias al cual resulta factible opugnar el aborto sin hacer referencia a la naturaleza del embrión. Conviene insistir en esta posibilidad, ya que, por desgracia, el debate sobre el aborto se ha inspirado demasiadas veces y durante demasiado tiempo en alegaciones de carácter penal, alegaciones que traían causa del supuesto de que el nasciturus es una persona y, por la fuerza del consonante, su malogro deliberado un homicidio. La vida es un negocio muy difícil: no hay por qué hacerlo todavía más difícil y más ingrato de lo que ya es.

A lo largo de esta sección, he hablado de los que han interpuesto un «no» cerrado al aborto. A continuación, me ocuparé de los consentidores.

Consentidores: más y menos

Me declaro consentidor. Encuentro disculpable que una mujer aborte si el embrión padece síntomas de malformación grave o su salud corre un peligro serio. Y comprendo que se tolere el aborto cuando una adolescente ha quedado embarazada después de un encuentro ocasional. Aunque propendo a ser conservador, me resisto a admitir que exista un orden fatal, inflexible, en obsequio del cual debamos aceptar todas las consecuencias de nuestra actividad sexual. Somos falibles, inconstantes y un poco tontos, y vivir consiste, en buena medida, en sobrevivir a los efectos de nuestra inconstancia y nuestra tontería: nuestra incontinencia, nuestros despistes, o el azar cotidiano. Me apresuro a agregar que por «sobrevivir» entiendo aquí, no la evitación de la muerte, faltaba más, sino seguir viviendo en condiciones aceptables. Creo que el aborto, un mal, no es siempre el mayor de los males, comparado con sus alternativas en un momento concreto. Y en esto estimo que soy vulgar, es decir, que soy como la mayoría de mis contemporáneos. Distinta cosa son las racionalizaciones, las verbalizaciones, en las que ha terminado por cifrarse la posición que identificamos como «progresista». El progresismo heráldico, el progresismo de manual surge, como Venus de las aguas, después de someter a una inversión sistemática la doctrina católico-conservadora. Surgen así lemas como los siguientes:

1) Nuestros cuerpos no determinan nuestra sexualidad
2) Cada cual ha de ser libre de elegir el rol sexual que prefiera
3) Existen alternativas válidas a la pareja clásica (esposo y esposa)

Podría haber sido mucho más prolijo en la enumeración. Pero el asunto está en seguir elaborando el argumento, no en hacer un inventario completo. Estos lemas, en parte, son obvios; en parte, equívocos; y en parte, potencialmente absurdos. Es obvio, por ejemplo, que el cuerpo no determina la orientación sexual, puesto que es posible, es más, es frecuente, que un hombre se oriente sexualmente hacia otros hombres, o una mujer hacia otras mujeres. En la era clásica, lo más frecuente era que los hombres se decantasen, a la vez, por las mujeres y los muchachos. Cazar a pelo y a pluma no impedía… ser un padre de familia ortodoxo, según los estándares de la época. En el Mediterráneo esa época se extendió lo que no está escrito en los libros: desde los tiempos brumosos y como en escorzo que Heródoto glosa en su Historia, hasta la consolidación del cristianismo en el siglo IV. Pero nuestros cuerpos, aunque no determinan nuestra sexualidad, sí la condicionan. Jenofonte, en la Anábasis, habla con gran desparpajo de Epístenes de Olinto, un pederasta que reclutaba bellos jóvenes para formar con ellos compañías de guerreros. El comportamiento de Epístenes recuerda poderosamente al del cabecilla de una partida de hooligans, unidos por el fervor de la lucha. Los hooligans colmos de cerveza suelen recalar en los prostíbulos de la localidad, sobre todo si no es la suya sino la del equipo rival. Epístenes se mueve en el mismo territorio, aunque la juerga es ahora homosexual. Las maneras sexuales de Epístenes son, en una palabra, inconfundiblemente masculinas. ¿Conclusión? «Orientación sexual» no equivale a «sexualidad». No debería, por tanto, decirse, de quien acaba de salir del armario, que «ha asumido su nueva sexualidad». No: lo que ha asumido es que, siendo hombre, se siente atraído por los hombres, o siendo mujer, por las mujeres. Su sexualidad, en dosis al menos importantes, continuará siendo la propia de su sexo. Y su sexo, por lo común, tendrá mucho que ver con su cuerpo.

El supernaturalista afirma que está por encima de la naturaleza o, mejor, que puede darse la naturaleza que prefiera

Finalmente, resultaría ridículo sostener que una pareja formada por dos hombres o dos mujeres se las puede arreglar igual de bien, en lo que toca al negocio de la procreación, que una pareja mixta. Nada impide que dos mujeres sean muy felices, o lo sean dos hombres: pero, por mucho que insistan, no traerán retoños al mundo. Hasta la fecha nadie ha impugnado seriamente esta enojosa limitación (si bien se están haciendo experimentos con hormonas: un hombre puede implantarse un huevo fecundado in vitro por su pareja y operar como el equivalente a una madre de alquiler). Ello no quita para que se explote la capacidad metafórica del lenguaje al objeto de fingir, o insinuar, o dejar caer, que a lo mejor, ¡tate!, una madre es un padre y un padre, una madre. Esto ha tenido ya consecuencias legales. En Gran Bretaña, el Gender Recognition Act de 2004 autoriza a un individuo que ha vivido conforme al género de su elección durante más de dos años la obtención de un certificado oficial en el que se le declara mujer si eso es lo que quiere ser, y hombre si, de nuevo, es tal su deseo. Se trata de una ficción jurídica, por supuesto, porque un transexual no ostenta objetivamente el sexo al que ha tenido a bien adscribirse. Pero, detrás de la ficción jurídica, hay una idea moral. El mensaje implícito, y en ocasiones explícito, es que el sexo no es un hecho biológico sino lo que en inglés se conoce como un construct: algo parecido a una creación, y también a una interpretación. Sucede como si, a partir de la hermenéutica, se hubiese construido una sociología, y la sociología hubiera desplazado casi enteramente a la biología. La naturaleza sería también un texto. Y nosotros, sus hermeneutas, podemos leerlo como nos pete.

Cabe caracterizar esta actitud, rampante ahora, como «supernaturalista». El supernaturalista opina que está por encima de la naturaleza. O, para ser más precisos, que puede darse la naturaleza que más le guste. En un contexto supernaturalista, la preñez no deseada integra un acontecimiento completamente inexplicable. Una preñez no deseada supone el nacimiento de un cuerpo dentro de otro cuerpo, lo que ya es algo asaz serio. Y esto es sólo el principio: ese cuerpo, si las cosas siguen su curso, se convertirá en un ser humano, con sus derechos, con sus exigencias, con su infinita capacidad para alterar el futuro de la madre (y del padre). Una enormidad, desde la perspectiva supernaturalista: una intrusión catastrófica de la naturaleza indómita en la vida de quienes se resisten a que aquélla los defina, apriete, o arrastre en pos de sí. De ahí que la reacción oscile con frecuencia entre el negacionismo y la brutalidad, o una brutalidad inspirada por el negacionismo. Expresiones tales como «Nosotras parimos, nosotras decidimos», «El cuerpo es mío», «Yo mando en mi cuerpo», son violentas y obstinadas. Transmiten la noticia, evidentemente poco realista, de que el embrión no existe: esto es, de que resulta equiparable a cualquier otro accidente del cuerpo, que la madre puede tratarse a voluntad y sin que ello tenga por qué levantar cuestiones morales de especial monta.

¿Viene de muy atrás el supernaturalismo? Sí, de muy lejos. Todavía más intrigante: acusa un origen inequívocamente cristiano. Muchos progresistas-cum-libertarios se creen anticristianos hasta la extenuación. Pero esto es desorientador: su enemigo específico es el catolicismo conservador, el cual constituye sólo una de las acepciones posibles del cristianismo. El supernaturalismo contemporáneo difiere del cristiano de los primeros tiempos en que es antiascético y a veces blasfemo; aun así, comparte con éste la noción de que es escandaloso que nos hallemos encerrados dentro de un cuerpo. Lo que he llamado catolicismo conservador, incurriendo en un anacronismo que sabrán disculparme, fue generado por la Iglesia hacia el siglo IV, con el objetivo de neutralizar el radicalismo espiritual que había prevalecido entre los cristianos cuando aún eran una secta. A partir de entonces se establece una división funcional: por un lado, los atletas del espíritu (una minoría) y, por el otro, los cristianos de tropa, quienes aceptan las leyes del mundo sublunar y vacan a ser madres, padres, o hijos. Esto es, criaturas humanas hechas de carne. Son fortísimas las señales de que el proceso de secularización ha sido menos completo de lo que parecía y que se ha verificado una resurrección atávica y democrática del supernaturalismo, un supernaturalismo déréglé y un punto ramplón. También cabe leer el fenómeno en clave tocquevilliana. El concepto de «persona», metafísico en su núcleo aunque práctico en su aplicación y desarrollo, ha experimentado una fisión (como los átomos inestables) y una correlativa descompensación: el componente metafísico está prevaleciendo ahora sobre el práctico. Nueva inquietante para los católicos conservadores. Pero también para muchos que no son católicos o, tan siquiera, especialmente conservadores.

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