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El primer trabajo de Tim Burton, que empezó su carrera como dibujante en la Disney, fue un corto de dibujos animados dedicado a la memoria de Vincent Price, un actor especializado en papeles de villano refinado y cruel que alcanzó extraordinaria popularidad con Los crímenes del museo de cera. Filmó luego dos o tres películas más hasta que, en 1988, con Beetlejuice consiguió un inesperado éxito de taquilla, ampliamente superado en seguida por Batman. En 1990 rodó la peculiar Eduardo Manos Tijeras; en 1992, El regreso de Batman; en 1994, Ed Wood, que se anunciaba como la historia del peor director de cine de todos los tiempos. Ed Wood fue muy valorada por la crítica y un fracaso de taquilla. En ella trabaja por primera vez con Johnny Deep, que interpretaba precisamente a Ed Wood. Le siguieron Marte ataca en 1996, hasta esta Sleepy Hollow rodada en 1999. Sleeppy Hollow tiene un principio muy prometedor. Alguien sella un documento y se sube a un coche de caballos para emprender un viaje. Es de noche, el carruaje surca un camino entre maizales y campos de cultivo, un espantapájaros alza su silueta contra el negro cielo con una calabaza por cabeza con ojos de Hallowin –Hollow y Hallowin tienen un parentesco gráfico que, sin duda, agrada a Burton–. El carruaje traquetea siguiendo el trote de los caballos, pero la noche se alza ominosa como una pantera negra, con ruidos, crujidos, chirridos, que meten pavor en el interior del coche. Hay como un trote superpuesto sobre el trote de los caballos que arrastran el coche y hay un ruido metálico y siniestro, un largo desenvainar de una espada, ¡raaaass!, así que el viajero –interpretado por Martin Landau, un veterano actor especialista en películas de misterio y terror– la imagina ya enarbolada y cimbreante, y en efecto de un solo tajo desgaja la cabeza del cochero, luego la del viajero que huye torpemente por los maizales. Quien así ha actuado es un jinete misterioso que se aleja con su caballo trotando tan ruidosamente como ha venido. Los títulos de crédito vienen a continuación. Estamos en Nueva York y corre el año 1799. Johnny Deep, que interpreta a un joven policía, Ichabod Crane, rescata un cadáver de las aguas del puerto. Bastan dos detalles para entender la época. El joven policía quiere hacerle la autopsia, comprobar si tiene agua en los pulmones, para dilucidar si murió ahogado o si ha sido arrojado al agua una vez muerto, pero el expeditivo responsable del departamento da orden de quemarlo inmediatamente. El ambiente de los calabozos no deja lugar a dudas; a los sospechosos se les arrancan las confesiones como la piel, a tiras. Nuestro detective es, pues, un inadaptado, más que eso, es, en la tierra de Edgar Allan Poe, un innovador, el primer detective científico de Nueva York, casi como decir el primer detective científico de la historia. En el juicio que sigue le vemos discutir con el juez, otro histórico, nada menos que Christopher Lee, el inolvidable Drácula de la Hammer, aquí el guiño es de grueso calibre, en un plano frontal las alas del águila del escudo de los Estados Unidos parecen las alas del propio juez, que una vez más y en cosa de segundos se asemeja de nuevo al gran vampiro que le dio la fama. El juez, naturalmente chapado a la antigua, harto de las inconveniencias del joven Ichabod, le envía a resolver un caso imposible, el más disparatado que imaginarse pueda: en Sleepy Hollow, una aldehuela del Estado de Nueva York, se están produciendo unos horrendos crímenes por decapitación a manos de un curioso jinete que carece él mismo de cabeza. Nuestro investigador viaja, pues, de Nueva York a Sleepy Hollow. Aquí las imágenes son bellísimas. Los árboles están desprendiéndose de sus hojas, el follaje ablanda la tierra, las aguas del río Hudson mansas, caudalosas, reflejan el vuelo de los patos, la luz se pierde, se hace de noche y el carruaje que lleva a nuestro protagonista penetra en los términos de Sleepy Hollow. Son imágenes que parecen emanar de la prosa de Irving: «Unas pocas nubes de ámbar flotaban en el cielo… el horizonte era de un fino tinte áureo […]. Un rayo de luz se detenía en el boscoso límite de los precipicios que en algunos puntos forman la costa del río, dando mayor profundidad al gris oscuro y al púrpura de las rocas». Este es el excelente comienzo de la película. Hasta ahí llegan paralelismos y fidelidades. Y ahí quedan también ya establecidas las diferencias con el relato de Washington Irving en que se inspira. Este neófito detective con afanes cientifistas de la película es en el relato, que no deja de ser un relato de costumbres, un maestro de escuela glotón y medrador que sufre la broma pesada de los mozalbetes del pueblo, uno de los cuales, disfrazado de jinete sin cabeza, le mete el suficiente miedo en el cuerpo como para alejarlo para siempre del lugar. Pero hay más diferencias, alguna de ellas fundamental, pues tanto el clima de terror como la actuación homicida del jinete son exclusivas de Burton. Porque la película es naturalmente de Burton no de Irving, lo que, visto el resultado, parece implicar mucho más que un cambio de medio. Burton es fiel a una tradición cinematográfica de última hora que ha hecho del cine una prolongación de las videoconsolas y los juegos de ordenador. Sleepy Hollow es una aldea pequeña y lúgubre, con casonas de altos tejados negros y viguería a la vista. En la cima de una colina, aislada, alejada, con tortuoso remate, una casona impresionante, un edificio de pesadilla, la mansión de los Van Tasen, donde el detective ha de hospedarse. Si la aldea es pequeña y la casona grande, lo que hay dentro parece más grande aún. Los Van Tasen celebran una fiesta entre una enorme concurrencia, demasiada para las medidas de la aldea. Se baila y se juega a la gallina ciega. La hija de los Van Tasen, Katrina, con los ojos vendados se topa con nuestro detective, que pretende escabullirse, al fin y al cabo no pertenece a la fiesta ni a la aldea, pero ella no le deja, y, para reconocerle, le besa en la mejilla. Es, claro, una premonición de lo que ha de haber entre ellos. Pero el embeleso ha de durar poco. Las fuerzas vivas de Sleepy Hollow se reúnen en salón aparte con nuestro detective. Le explican su versión de lo que está pasando. Para ellos no hay misterio alguno: un antiguo y cruel mercenario alemán, que combatió a favor de los ingleses en la guerra de la independencia americana, perdió la vida en combate celebrado cerca de allí y fue enterrado en un bosque. Y, desde que alguien robó su cabeza, ha salido de su tumba para cortar las de los demás. Nuestro hombre, con buen sentido, no se cree tal patraña, el espectador tampoco. Aquí hay gato encerrado, se dicen uno y otro. El detective razona incluso sobre las estrambóticas fabulaciones que se inventan en Nueva York para justificar los crímenes más horrendos. Los importantes vecinos de Sleepy Hollow le miran con profundo escepticismo. Para ellos lo natural es lo sobrenatural y lo increíble los métodos del detective, con sus artilugios científicos. ¿Hacia dónde podría ir entonces el relato? A mi juicio sólo tenía un camino, ciertamente no muy original, pero sin duda eficaz: el de demostrar la impostura del jinete, la falsa falta de cabeza del asesino en serie. Hubiera sido entonces lo que prometería ser: una película de detectives, nada menos que la del primer detective de la historia, desmontando la patraña del jinete decapitado. Porque la cuestión era saber de qué manera podían seguir tensándose los materiales narrativos tan bellamente desplegados hasta ahora. Pero, ay, pronto se produce un primer desfallecimiento, un desfallecimiento, si se me permite la expresión, capital, pues, falto de todo recato, el jinete sin cabeza se aparece acto seguido haciendo de las suyas, no una vez, sino unas cuantas, muchas veces, y las cabezas caen con tanta profusión como si de un film sobre la Revolución francesa se tratase. Ya no hay duda: se ha asignado un detective científico para investigar el crimen menos científico de la historia. El espectador ha de cambiar de registro. Ahora hay que cazar fantasmas. Y esa es en realidad la película, una caza de fantasmas, o la caza de un fantasma. El socarrón humor que había en Irving aquí se desvanece entre ocurrencias supuestamente cómicas, pues la pulsión terrorífica que de continuo impregna la pantalla –crujidos, gemidos, cercenamientos, golpes, sustos y ruidos– las arrastra como piedrecillas en una inundación. ¿Para qué? Para comprobar que una vez más lo que importan son los vivos y no los muertos. Nuestro hombre descubre la existencia de una conspiración, alguien que por un medio pueril –no hay más remedio que calificarlo así– ha ganado la voluntad del indómito y terrible guerrero de ultratumba. ¿Qué ocurre? Pues que como un moderno sicario de los que tanto abundan en el cine americano nuestro espectro mata por encargo para ir eliminando los obstáculos que separan a su inspirador, o inspiradora, de los tesoros de una herencia. Llegados a este punto, al espectador tanto le da un muerto como otro, porque todos pesan lo mismo, o sea nada o casi nada: el reverendo, el médico, el notario, el magistrado, el marido de la comadrona, la comadrona misma, el hijo de ambos, a casi todos los cuales vemos cómo el jinete cercena la cabeza y se la lleva en un saco, con movimientos un tanto chulescos como de pistolero que alardea del manejo del arma, tal aquel Burt Lancaster de Veracruz que, tras disparar sobre alguien y matarlo, hacía girar el revólver sobre sus dedos y soplaba la boca del cañón, insólita actitud que sólo se justificaría por un golpe de humor, algo que se pretende en la película una y otra vez, aunque una y otra vez no se consiga o se consiga bastante menos que a medias. Johnny Deep en su interpretación de detective recuerda a Ed Wood, o dicho de otra manera es otra vez el director de cine Ed Wood ahora interpretando a uno de sus personajes. Porque en ese aspecto, en el de los personajes, la película es digna del mismo Ed Wood. No hay en ella ninguna creación de tipos humanos, ni siquiera la mínima necesaria para que el espectador pueda identificarse con alguno. Y así está Hollywood. Porque la película es plásticamente magnífica, tanto que casi obliga a replantearse de nuevo el manido y supuestamente superado dilema entre el fondo y la forma. Pero a esto hemos llegado en cine, a una perfección formal tan vacía de contenido como un guante bellísimo que no tuviera mano que cubrir. De ahí se explica quizá la fascinación de una parte de la crítica que a la hora de dar estrellas ha hecho de Sleepy Hollow una auténtica galaxia. Es verdad que los paisajes, los decorados y el vestuario parecen recreación de los mejores pintores de la época. Pero eso no basta para hacer una buena película. Y además también aquí podríamos anotar algún lunar, uno especialmente grotesco, ese orondo árbol que constituye el refugio de nuestro guerrero sobrenatural, ese árbol que, cuando se le hiende con un hacha, sangra con una profusión de géiser, lo que de nuevo produce un efecto indeseado, pues más que despertar la sonrisa o el terror provoca la hilaridad del espectador como en algunas funciones de aficionados cuando en los momentos de mayor disgusto en el escenario todo se tornan carcajadas entre los espectadores. Ese árbol tiene además una forma harto familiar, es como un producto de dibujos animados, la creación de un cartoonist –lo que ha sido en sus comienzos Burton–; con forma de saco, es en efecto un gran saco de sangre. ¿Otro guiño más? ¡Quién lo sabe! Porque ese es el problema. La película parece tomar derroteros diversos, sin inclinarse por ninguno, siendo los que toma, como una continuación de aquella Ed Wood, como si ésta fuera, según ya hemos dicho más arriba, otra película más de Ed Wood. ¿Por qué no? Sería el guiño supremo, la broma que a la postre provocaría y justificaría tanto erratismo y blandura de criterio.

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