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Todo en Max Aub es de una portentosa originalidad, empezando por su misma filiación, pues ya es notable que un español –no digo en los tiempos que corren (aunque también), sino en los que corrían cuando España se vio expuesta al mundo en medio de las desnudeces del noventa y ocho– nacido en París, de padre alemán y madre francesa, que entró por primera vez en nuestro país con diez años bien cumplidos, eligiese contra viento y marea, o más tremendamente pro aris et focis, pues así de tremenda hubo de ser una buena parte de su vida, la nacionalidad española.

Max Aub nació el 2 de junio de 1903, de modo que muy pronto, en apenas cuatro meses, entraremos en el año de su centenario, lo que, por si no hubiera razones más que suficientes, bastaría para traer a la actualidad su interesante obra, en alguna medida todavía perjudicada por el largo exilio que arrostró su autor, muerto en 1972 cuando aún su energía creadora no había mostrado signos de debilidad.

Nuestro hombre comenzó su vida escolar como un niño francés en el Collège Rollin y, más tarde, al trasladarse su familia a España en 1914 por causa de la primera guerra europea, en las Escuelas de la Alliançe Française y en el Instituto de Valencia. Luego, al acabar el bachillerato, en vez de cursar estudios superiores, decidió seguir la profesión de su padre y trabajar como comerciante. Ello le permitió viajar asiduamente a edad muy joven, entre los diecisiete y los veintiún años, por la mitad oriental de España y familiarizarse con un modo de ganarse el sustento que habría de quedar reflejado con profusión en su obra.

Reconozco que en mi adolescencia, y cuando todavía se nos enseñaba en las aulas de formación del espíritu nacional eso de que ser español es una de las pocas cosas serias que se puede ser en el mundo, me asombraba el caso de Max Aub, parisino e hijo de francesa, que, llegado el momento, eligió ser español aceptando prestar el servicio militar, del que se libró por su miopía.

Max Aub fue consecuente con aquella decisión. Pensó y escribió en español –lengua que siempre pronunció con un singular acento y unas erres muy marcadas–, pero también combatió y penó por la libertad en español, con el consiguiente exilio, un exilio, en fin, también en español, pues lo vivió en México hasta su muerte. De los autores de su generación acaso sea el más polifacético y uno de los más interesantes, destacando, al lado de sus novelas y cuentos, su creación teatral.

Eugenio de Nora ha comparado El laberinto mágico, su serie novelesca sobre la guerra civil española, no con el Galdós de los Episodios Nacionales, sino nada menos que con el Tolstoy de Guerra y Paz, pues tras la aparentemente anárquica estructura formal de estas obras se esconde una flexibilidad y riqueza de medios expresivos, de variaciones de técnica y de timbre de voz cuyo despliegue y orquestación es, sin quererlo, un alarde de virtuosismo realmente impar en la literatura española. Las buenas intenciones se escribe en 1954 en los meses de abril y mayo, entre Campo abierto (1951) y Josep Torres Campaláns (1958); esta última es acaso la más novedosa de sus novelas, en la que los límites del género saltan por los aires al presentarse como una biografía de un pintor, una especie de Picasso ignorado por el gran público del que se incluyen abundantes reproducciones de su obra pictórica.

Las buenas intenciones queda así medio oculta en el conjunto de su obra narrativa y siempre un poco a la sombra de la considerada su mejor novela –aparte de los Campos…–, La calle de Valverde. Ni demasiado larga, ni provista de innovaciones técnicas aparentes, ha sido siempre considerada como una novela realista tradicional, una novela galdosiana, se ha dicho de ella, o, incluso, un pastiche galdosiano.

Cuando la leí hace años quedé fascinado por el personaje de Agustín Alfaro y por su relación con Remedios, la planchadora salida de la inclusa. Y, acaso sin mucho sentido, algún paralelismo encontré entre aquél y el Razumov de Bajo la mirada de Occidente de Joseph Conrad, un caso, por cierto, similar al de Aub, en el modo de adscribirse a sus culturas de adopción, española e inglesa, respectivamente. Aunque, mientras Agustín Alfaro es un hombre verdaderamente bueno, el estudiante Razumov tenía la complejidad añadida de su falsedad.

Hoy, vuelta a leer, dejando aparte cualquier otro análisis formal, sigo bajo la misma impresión. Este Agustín Alfaro podría llegar a ser un personaje arquetípico de la literatura y, como tal, no exento de grandeza: aquel que carece de imaginación para el mal. Lo dice la propia Remedios cuando oye que se alude a él con cierto desdén: «No se fíe de las apariencias, lo que pasa es que cuando alguien es capaz de algo grande, pero malo, todo el mundo habla de él, pero cuando se trata de algo bueno y hay que callar, entonces…».

El propio título puede ser algo desorientador. Esas buenas intenciones son muchas veces las buenas apariencias, casi en el mismo sentido en que operan en la prostituta respetuosa de Jean Paul Sartre, o sea, los prejuicios de clase o los convencionalismos, lo único en todo caso verdaderamente reprochable al protagonista, porque sus buenas intenciones, movidas a impulsos de su generosa afectividad, salen siempre airosas de no importa el trance a costa de su propio sacrificio.

¿Es Las buenas intenciones un ejercicio menor técnicamente hablando? Aquí está el sota, caballo y rey de la novela, parece decírsenos, es decir, las cosas contadas como siempre, punto por punto, y sin que el autor tenga el menor empacho en mostrarse. ¿Es eso así? Quien la lee hoy se queda todavía con una extraña impresión de modernidad, como si eso que para algunos es un pastiche galdosiano fuera un juego más del novelista ensayando un nuevo modo de novelar camuflado de antiguo. Lo que no puede extrañar por parte de quien había sabido ensanchar los procedimientos narrativos desde la introspección psicológica al análisis onírico, pasando por la elaboración lírica de la prosa o la morosidad pictórica.

Así, hay algo que nos llama la atención enseguida. El autor que nos cuenta la historia –un autor omnisciente que pretende, según es preceptivo, saberlo todo de los personajes– empieza muy pronto a caer en alguna que otra contradicción que pone en entredicho la información que nos transmite. De Agustín se nos dice, por ejemplo, que es un alma sencilla, un ser más bien mediocre, insignificante, casi un pusilánime, pero cuando llega el momento este mismo Agustín es capaz de enfrentarse a su padre, un ser dominador y sin escrúpulos; a las dificultades empresariales de algún allegado, siendo de hecho el salvador del negocio de don Prudencio merced a su buena gestión y saber hacer; y, ya en tiempos de guerra, de interceder con energía por un condenado a muerte… Es incluso un hombre cultivado que entiende el francés y que lee libros de manera asidua. Nada digamos de que acude a una tertulia por la que de vez en cuando pasan don Pío Baroja, Azorín, Enrique Díez-Canedo, Núñez de Arenas, Luis Bello, José María de Cossío y algunas otras personas más de este o parecido tenor.

Si tuviera que definir en muy pocas palabras la entraña de esta novela no diría que trata de la irresponsabilidad humana o de la falta de lucidez de algunos individuos incapaces de percibir cómo las fuerzas que crecen en nuestro mismo entorno son las que van a aplastarnos. Yo creo que Las buenas intenciones es sobre todo una historia de amor, hermosísima, además, una singularidad en la literatura española, la historia de los amores de Agustín Alfaro y Remedios, una historia de amor muy poco al uso, espiritual y llena de renuncias, en medio, eso sí, de un ambiente sórdido y cargado de una sexualidad de simple desahogo, en la que incluso caen los dos protagonistas, que dejan a salvo siempre la calidad sorprendente de su amor.

La historia se presenta de manera muy sencilla y ya en las primeras páginas el lector ha entrado en ella. Se presenta además con aires claros de folletín. El golfo padre de Agustín se vale de falsas promesas para establecer relaciones con Remedios, a la que embaraza. Como el crápula ha tomado el nombre de su hijo para mantener relaciones con Remedios, su propia esposa cree que el hijo de su marido es su nieto. Agustín, incapaz de hacer sufrir a su madre, finge entonces el matrimonio con Remedios, para que su madre disfrute de la cercanía del falso nieto, de quien se ha encariñado.

Ese falso matrimonio, ese matrimonio casto como el de María y José, es el núcleo central de la novela, por el que la novela cobra una fuerza enorme que gravita sobre todas y cada una de sus páginas, un núcleo, pues, como el terrestre, oculto y a distancia, aunque su fuego y su fuerza de atracción condicionen la vida de todo lo que hay en la superficie.

Ni Remedios ni Agustín tienen la mejor opinión el uno del otro cuando pasan a vivir bajo el mismo techo en camas separadas. La evolución de sus sentimientos se cuenta en muy pocas páginas, casi se percibe de modo indirecto por lo que ocurre alrededor, siempre narrado con toques impresionistas, breves, concisos, certeros. El lector, antes incluso que los propios protagonistas, antes incluso que el propio autor omnisciente, sabe ya del amor entre los falsos cónyuges, un amor desgraciado, imposible, dramático. Y es que ya hemos comentado de qué manera enmiendan la plana los personajes al pretendido autor omnisciente, salvo acaso en las interpolaciones al modo de Baroja, que también hay en la novela, como por ejemplo la historia del Tellica, no así la de Tula que, aunque con idéntica presentación formal, encuentra mayor justificación narrativa. Todo ello, en fin, se me figuran juegos o alardes de un novelista sobrado de medios.

La estructura de la novela es sencilla. Está dividida en tres partes de similar extensión, que se dividen, a su vez, en capítulos muy cortos. Leída por mí hace años en la edición que hiciera Aguilar en su colección de novelas escogidas (la primera edición es de 1970), tenía dieciséis capítulos la primera parte, dieciocho la segunda y quince la tercera. Releída ahora en la edición de la biblioteca de El Mundo (2001), la primera parte permanece invariable, pero en la segunda el capítulo 9 se fusiona con el 10 y en la tercera el 2 con el 3. Ignoro a quién se deben estas variaciones.

Las buenas intenciones es una novela de elipsis o de medias elipsis, si es que puede hablarse así, porque de la materia importante se muestra muy poco, casi lo justo, pero se la ha dotado ya de tal fuerza que basta para tirar de todo el texto que sigue. ¿Qué espera el lector sino que Agustín Alfaro y Remedios se reúnan? Pues para eso lee la segunda parte y aun la tercera y en esa espera va conociendo las transformaciones que ha habido en España, cómo de la monarquía se ha pasado a la República y de ésta a la guerra civil y cómo han triunfado los franquistas, sin que la conclusión deseada llegue a producirse. Dicho de otra manera, todo lo que pasa en la novela ocurre en función de lo que no pasa: el reencuentro de los dos enamorados.

Pero ya que hablamos de elipsis anotemos una por demás chocante. Pertenece a la segunda versión aquí comentada, a la edición de El Mundo de 2001. Como nada se explica, tampoco sé si se hizo en vida del autor o después. Hablo del capítulo 14 de la tercera parte de mi vieja edición de 1970 y del 13 de ésta. Un grupo de falangistas ha tomado prisionero a Agustín Alfaro y el texto primero dice:

«Eran cinco, de veinte a treinta años. Bajaron hacia el puerto; había tropas italianas por todas partes. Cruzaron la calle de San Fernando y antes de desembocar en el Paseo de los Mártires, sin más luz que una luna medio escondida por nubes traspasadas de su claror, uno de ellos sacó su pistola y disparó a Agustín un tiro en los riñones.

– ¡Bah! Por uno no vale la pena que demos esa caminata. Agustín no dijo nada. Otro le remató, y se fueron, de vuelta, a ver quién caía». Todo este párrafo ha sido sustituido en la edición consultada ahora por: «No llegaron».

Reconozca el lector conmigo, independientemente de a quién atribuir la corrección, que ésta es la única elipsis que no funciona como debiera.

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