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Lengua y poder en España

SE HABLA ESPAÑOL

Francisco Marcos Marín, Amado de Miguel

Biblioteca Nueva y Fundación Rafael del Pino

288 pp.

16 €

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Las transformaciones por las que ha pasado la sociedad española desde 1978, cuando se aprueba la Constitución española, han sido, como es sabido, de dimensiones descomunales. Nada, o casi nada significativo, permanece del franquismo. Esos cambios, sin embargo, no han afectado a los españoles por igual. Los desequilibrios son patentes en el caso de la nueva organización del territorio y de los códigos sociales de la nueva organización. Las lenguas de esos territorios son una muestra de los desequilibrios generados. En relación con la lengua común de España y las lenguas que llaman propias (como si el castellano o español, que por la Ley Foral Vascuence de 1986 es propia de Navarra, no fuese propia de Álava o Barcelona) se ha establecido, además, una nueva ortodoxia, que entra en el conjunto de eslóganes de la corrección política. Así, la consigna de que el español no existe más que como lengua propia de Castilla y que ha sido y es invasora de las otras comunidades. Sólo cabe entender estas y otras consignas desde el punto de vista de la ganancia de poder político en el marco de la política española del momento. Pues bien, el libro de Marcos Marín y De Miguel tiene como un basso continuo esta melodía: las lenguas en España y su función en la obtención del poder. Su tesis es que el español o castellano ha sido desplazado en las autonomías con lengua propia como un instrumento para conseguir el poder político, que no es otra cosa que conseguir la administración del dinero público. Para desplazarlo, se utiliza la lengua como arma con la que se elimina al que carece de competencia en el idioma propio, que los nacionalistas consideran en vías de extinción, parece. El resultado, dicen los autores, es una sociedad dual en esos territorios. Por un lado está la población autóctona que habla bien las dos lenguas, y por otro está la población no autóctona que se ve obligada a usar la lengua de la comunidad en determinados ámbitos. Las consecuencias son letales para estos últimos, que emplean una lengua híbrida, como ocurre con los castellanohablantes en Cataluña. Esta incompetencia idiomática tiene resultados muy perjudiciales, puesto que les pone en inferioridad de condiciones en el mercado laboral, favoreciendo a quien tiene dinero para ser competente en varias lenguas. La solución a este atentado a la equidad es el bilingüismo, como señalan los autores. El bilingüismo considera las lenguas en igualdad de condiciones y no lesiona el uso de las lenguas propias. Y, sobre todo, no impone a nadie el uso de una lengua en particular. ¿Es que en esas autonomías se obliga a practicar una religión concreta? Pues lo mismo ocurre con el uso de una lengua. Esta imposición ocurría, en efecto, con el franquismo. Carlos Barral cuenta en sus memorias que después de la Guerra Civil se veían en Barcelona unos enormes carteles que decían «Hable la lengua del imperio». Y Barral, con sorna, pensaba que se refería al imperio británico. Con las prácticas de la imposición de lengua ocurre lo mismo. Para lograr que los hablantes empleen la lengua que ellos elijan, el Estado, la comunidad concreta, no garantizan el uso del castellano o español en el dominio de la administración pública y cada vez más se interfiere en el dominio de lo privado. Aquello que es normal en los hablantes que saben dos lenguas, que van de una a otra con naturalidad, debe serlo también en el dominio público. Ocurre, como insisten los autores, que han convertido la lengua en instrumento de poder: si no hablas la lengua propia, no eres de los nuestros. La consecuencia es sabida: una fractura en la organización administrativa del país, que impide el desarrollo de la unidad de mercado y, con ello, el encarecimiento de los costes comerciales. En fin, una situación cada vez más parecida al Antiguo Régimen. Además, los autores afirman sin sonrojo tanto la tesis de que el español es una lengua internacional, con más de cuatrocientos millones de hablantes, como que la española es, por el peso demográfico, una lengua americana. Afirmaciones que difícilmente pueden discutirse.

Los autores embellecen su tema de fondo con dos capítulos sobre aspectos generales, pero discutibles, sobre la visión del mundo que se transmite en lengua española, el influjo del inglés en el español y lo idiomático de la forma de hablar el español usual. El lector puede disfrutar al identificar esa concepción del mundo en las expresiones «matar el tiempo», «esto se hace en tres Avemarías», «dar tiempo al tiempo», «hay más días que longanizas», etc.

La forma de entender las cosas y el comportamiento humano en una comunidad tal como aparecen en una lengua fue uno de los argumentos que emplearon los románticos alemanes para afirmar el nacionalismo. Es un hecho que las lenguas son un instrumento de clasificación del mundo de los objetos, los sentimientos, las situaciones, etc., y esta clasificación se transmite en el aprendizaje de una lengua. Lo que ofrece dudas es si esta clasificación determina una mentalidad diferenciada. La mentalidad de una lengua es un ente colectivo del que hay que sospechar, como de todas las magnitudes sociales abstractas, como la sociedad, el pueblo, etc. La cuestión de las mentalidades idiomáticas forma parte de la psicología folk que, aunque no sea científica, no deja de ser real. Ejemplo de esta mentalidad sería, según Marcos y De Miguel, el autoritarismo difuso, que contamina el habla, dicen. Expresiones del tipo de «como me da la gana» o «y punto» así se lo sugieren. También los españoles suelen tener una tendencia a hablar en un tono de voz más alto que los ingleses. Son, en todo caso, observaciones informales que habría que fundamentar. Esta idea de que las lenguas transportan algo parecido a un carácter nacional aparece y reaparece como el Guadiana, como la afirmación de que el inglés es «un idioma práctico adaptado a los negocios». Sin duda, los ingleses (o los británicos en general) han sido y son comerciantes desde el siglo XVI. Pero la forma gramatical y fónica del inglés se ha gestado antes del siglo XVI, cuando no habían inventado el libre comercio. Decir que «sigue pesando en el habla [de los españoles] la inercia de un pueblo de hidalgos» es una exageración desmesurada. O hablar del «barroquismo basal del habla de los españoles». Quizá pueda decirse esto de Antonio Gala, del que no sabemos si es o no andaluz. Pero no creo que Antonio Gala sea el prototipo de hablante español.

Pero lo más espinoso y conflictivo del libro es la afirmación de una nación española troquelada durante siglos, como dicen. Qué sea una nación es una pregunta que sólo puede responderse razonablemente mediante criterios. Guillermo de Humboldt estableció dos: el criterio de nación étnico-cultural y el de nación política. Este último admite la definición de nación de la Revolución Francesa: ciudadanos bajo un mismo orden constitucional, con independencia de la lengua. El primer criterio recoge sobre todo la comunidad de lengua, que en España no ha existido. España ha sido una unidad dinástica desde el siglo XVI y una unidad religiosa desde el XVII. No ha sido una unidad administrativa ni idiomática. Por ejemplo, la justicia local que se administraba en esos siglos se hacía en el País Vasco en lengua vasca, de tal forma que a los litigantes se les reconoció el derecho de deponer y testificar en vasco. A la monarquía no le importaba el idioma: le importaba la soberanía. El derecho civil ha sido particular en las comunidades forales en aspectos importantes tanto en la época franquista como en la actualidad. Así, el régimen económico matrimonial en Cataluña establece las capitulaciones matrimoniales, cosa que no ocurre en el régimen común. Tal desigualdad es clamorosa y, por lo visto, a ningún político le interesa la igualdad. Y la cosa no acaba aquí, desde luego.

La administración uniforme del reino ha sido, en suma, uno de los fracasos de los liberales del siglo XIX. Hoy esa única administración se ha hecho imposible, y a ello han contribuido decisivamente las lenguas propias, que han pervivido en el ámbito familiar y privado durante siglos. Las lenguas propias forman parte de ese desinterés de la Monarquía Hispánica por formar una nación. Sólo a finales del siglo XVIII se dieron cuenta de la gravedad del asunto. El gran fracaso de las élites políticas ha sido no haber constituido una nación política en la que convivan a gusto catalanes, vascos y gallegos. Como afirma Antonio Elorza en Un pueblo escogido, en Francia vivían y viven catalanes y vascos, bretones y alsacianos, pero no se ha producido el estallido nacionalista. La razón, como explica este historiador, está en el atraso económico de España en el siglo XIX, donde un Estado central no pudo llevar a cabo la integración de esta diversidad. Hay alguna razón más, que aparece levemente apuntada por Marcos y De Miguel, como es el papel de la Iglesia en el apoyo al nacionalismo. Una y otro fueron antiliberales, y hoy en parte lo son. El resultado de todo ello es la situación actual, donde la lengua propia es fundamentalmente una estrategia para alcanzar el poder.

Para concluir: Se habla español es un libro valiente y bien escrito que expresa sin complejos el punto de vista de dos profesores universitarios que defienden el bilingüismo y el valor de una lengua común, como es la española, para la prosperidad de sus hablantes.

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Ficha técnica

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