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¿Se convertirá China en la primera potencia económica mundial?

The Coming Collapse of China

Gordon G. Chang

Arrow Books, Nueva York, 2002

China and Globalization, The Social, Economic and Political Transformation of Chinese Society

Doug Guthrie

Routledge, Nueva York, 2006

Three Billion New Capitalists. The Great Shift of Wealth and Power to the Eas

Clyde Prestowitz

Basic Books, Nueva York, 2005

China Inc. How the Rise of the Neex Superpower Challeges America and the World

Ted C. Fishman

Basic Books, Nueva York, 2005

¿ADÓNDE VA CHINA?

Jean-Luc Domenach

Paidós, Barcelona, 2006

Trad. de José Miguel Conzález

image_pdfCrear PDF de este artículo.

La economía china es realmente un coloso. Su producto interno bruto es ya dos tercios del de Estados Unidos. Además, su influencia sobre la economía global es arrolladora. Basta pensar en las etiquetas de la mayoría de productos que importamos: simplemente reflejan que China se ha convertido en el tercer exportador mundial, desbancando a Japón, y sólo después de Alemania y Estados Unidos. De la misma manera, los inmigrantes chinos están inundando nuestro país de tiendas de productos chinos baratos que están permitiéndoles enriquecerse y seguir manteniendo estrechos contactos con su país de origen. Además, China se ha convertido en el destino número uno de las grandes multinacionales, lo que le ha permitido importar técnicas de producción de­sarrolla­das y tecnología para agregar valor a sus exportaciones que, hoy por hoy, ya cubren una enorme variedad de productos. Por último, China no se conforma con recibir capital extranjero, sino que también consigue invertir masivamente en el extranjero gracias a las ventas de sus productos en todos los mercados mundiales. Las inversiones de China en el exterior, por el momento, se han concentrado en títulos seguros, principalmente del Tesoro de Estados Unidos, cuya necesidad de financiar su enorme déficit, tanto fiscal como por cuenta corriente, ha colocado a China en una posición envidiable, dadas las cantidades que tiene a disposición para invertir, y ha colocado a Estados Unidos, en cambio, en una situación de cierta dependencia. Aunque la solvencia de un país como Estados Unidos no plantea dudas, lo cierto es que China, con sus inversiones masivas, ha contribuido a que Estados Unidos haya podido mantener unos costes de financiación reducidos. Más recientemente, China se ha embarcado en compras de activos reales, fundamentalmente empresas exportadoras de materias primas, pero también de tecnología. Dados los recursos a disposición de China, esta política de internacionalización de sus empresas está empezando a cambiar el ajedrez económico y empresarial mundial.

En resumen, China es enorme en población y en tamaño económico y, además, cada vez está más abierta comercial y financieramente, de modo que –por fuerza de las cosas– ha de influir sobre la economía mundial. La rapidez con la que se ha producido este fenómeno –el PIB se ha doblado en tan solo seis años– y la falta de información fehaciente al respecto –por la propaganda y la censura que aún reinan en el país– han hecho que el fenómeno nos haya cogido a todos por sorpresa. Es como si China hubiera estado sumergida durante muchos años y, de repente y sin esperarlo, emergiera con un enorme poderío. Así, de la visión de país subdesarrollado y planificado de tan solo unos años atrás, se ha pasado a observar a China con euforia. La euforia llega hasta tal punto que algunos analistas prevén incluso que, de seguir así las cosas, China se convierta en la primera potencia económica mundial dentro de treinta y cinco añosDominic Wilson y Roopa Purushothaman, «Dreaming with the BRICS», Goldman Sachs. Dreaming with the BRICs: The Path to 2050, Global Economics Paper, no. 99, Nueva York, Goldman Sachs, oc­tubre de 2003. Las economías BRICs son Brasil, Rusia, India y China. Véase http://www.goldmansachs.com/insight/research/reports/99.pdf., al menos por lo que respecta al tamaño del PIBDada su enorme población y el bajo PIB per cápita actual, incluso en este escenario, la renta per cápita china seguiría siendo reducida en comparación con los países industrializados..

Pero, ¿es verdadera esta impresión o es sólo una mera extrapolación al futuro de la euforia actual? Un vistazo al siglo xx nos trae a la mente varios casos de euforia y decepción: el más claro es probablemente la Unión Soviética, que compitió con Estados Unidos durante muchas décadas por llegar a ser la primera potencia mundial, pero con pies de barro. Japón, por su parte, prácticamente alcanzó el tamaño del PIB de la economía norteamericana en los años ochenta hasta que una enorme burbuja inmobiliaria y financiera sumió al país asiático en el pesimismo y en la deflación.

Incluso China ha vivido ya altibajos similares pues, de ser la cuna de los principales descubrimientos –la imprenta, el compás o la pólvora–, pasó a cerrar sus fronteras y renunció a vivir una revolución industrial que habría ocurrido mucho antes que la europea si no se hubiera encerrado en sí misma. Más recientemente, la fundación de la República Popular China en 1949 fue alabada por los partidos de izquierda de todo el mundo antes de que la política de Mao fuera considerada una verdadera tragedia bien entrados los setenta.

La euforia con la que China es valorada se refleja no sólo en las optimistas extrapolaciones sobre el tamaño futuro de su economía, sino también en el número de libros publicados sobre el tema. Sólo en España han aparecido varios volúmenes de autores españoles (Manel Ollé y Jacinto Soler Matutes) y algunas traducciones (como la del libro de Jean-Luc Domenach) que describen detalladamente cómo China ha conseguido alcanzar un desarrollo económico impensable hace tan solo una década.

Estos trabajos, aunque optimistas sobre el futuro económico de China, dejan también entrever las debilidades de su modelo de desarrollo. En este sentido, China es una inmensidad espacial y demográfica de tal calibre que cualquier afirmación contundente que se haga sobre su futuro –e incluso su presente– podría ser rebatida, al menos en parte o para un área concreta. En cualquier caso, visto el interés que reviste el tema no sólo para China, sino también para el resto del mundo, no queda más remedio que generalizar. Pasemos, por tanto, a analizar cuáles son los principales puntos que po­drían convertir a China en la primera economía mundial, así como los problemas presentes y riesgos futuros que reducen la probabilidad de este escenario.

Antes de continuar, sin embargo, es importante reiterar que la pregunta que se plantea este trabajo aspira a un objetivo extremadamente ambicioso: en concreto, si China podrá desbancar a Estados Unidos en su posición de primera economía mundial. Un objetivo menos ambicioso no resultaría muy interesante puesto que, hoy por hoy, China ya ocupa un lugar importante en el mundo económico, tal y como había hecho durante siglos antes de que empezara el período negro de dominio de potencias extranjeras, seguido de una guerra civil de facto y de la barbarie del comunismo de Mao. Además, parece improbable que China deje de formar parte del grupo de potencias económicas, al menos mientras siga siendo una economía abierta.
 

VENTAJAS DE CHINA PARA CONVERTIRSE EN PRIMERA POTENCIA

La economía china cuenta con tres grandes ventajas: el pragmatismo, el tamaño –en un mundo dominado por las economías de escala– y su elevada competitividad. Ejemplo paradigmático de pragmatismo fue la política económica de Deng Xiaoping. Mediante un largo pero enmascarado golpe de Estado, en 1992 Deng comenzó a abrir el país al exterior, pero sólo en las zonas más avanzadas del país y manteniendo, para el resto, un modelo económico planificador e intervencionista característico de los países comunistas. Prueba evidente de pragmatismo es que para Deng «la verdadera naturaleza del socialismo es la liberación de las fuerzas productivas, por lo que una economía de mercado no implica necesariamente el capitalismo». Deng consiguió generalizar posteriormente el modelo de economía de mercado a través de un doble compromiso que, de nuevo, refleja el pragmatismo de la sociedad china: la población aceptó la obediencia a cambio de mejorar su nivel de vida y el Partido Comunista aceptó la transición económica y social a cambio de mayores privilegios. Tras Deng Xiaoping, cada vez es más difícil soslayar las contradicciones de un modelo económico liberal y abierto a la competencia internacional en un país que se declara socialista y que sigue dirigido por un partido comunista. El modelo se apoya en la cada vez mayor imbricación entre la clase económica y política y entre los sectores privado y público. El fuerte crecimiento de China ha hecho reflexionar a más de un economista sobre las ventajas inmediatas que puede tener un modelo de desarrollo en el que el sector privado sigue las pautas establecidas por el Estado que, a su vez, se comporta como un dictador benevolente con información perfecta sobre lo que más conviene hacer. Sin embargo, para alcanzar este equilibrio paretiano, en el que los recursos se utilizan de la manera más eficiente posible, el Estado no puede equivocarse nunca en sus decisiones, lo que parece difícil a juzgar por la experiencia de otras economías planificadas y de la misma China.

La segunda ventaja a favor de China es su enorme y homogénea población, que ofrece posibilidades ingentes de negocio y, por tanto, constituye un imán para la inversión directa extranjera. China es ya uno de los mayores mercados del mundo y lo será cada vez más a medida que aumente la renta disponible de sus ciudadanos. Aunque la clase media-alta se cifraba en un 5% de la población en 2005, según estadísticas oficiales, y de mantenerse el fuerte crecimiento actual, en poco más de una década podría alcanzar el 45%. Además, Asia –liderada cada vez más por China– está intentando crear el mayor bloque económico regional del mundo, no sólo en términos de número de consumidores, sino de poder de compra, a través de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN), integrada por diez paísesBrunei, Camboya, Filipinas, Indonesia, Laos, Malasia, Myanmar, Singapur, Tailandia y Vietnam., además de China, Corea y Japón.

La tercera ventaja es la competitividad. Puede afirmarse que China es el único país del mundo con una clara ventaja comparativa en dos extremos opuestos del espectro de la cadena productiva: mientras que las provincias del interior cuentan con una mano de obra que se encuentra entre las más baratas del mundo, la provincias costeras tienen suficiente capital humano y capital físico para ser competitivas en productos de alta tecnología. Esta ventaja comparativa dual –además del respeto a los contratos y los incentivos fiscales– está detrás de las enormes cantidades de inversión directa extranjera que ha conseguido atraer China. A su vez, es el capital extranjero el que ha generado el aluvión de productos exportados por China al resto del mundo y, especialmente, a Estados Unidos. Aunque China importa la mayoría de los componentes de los bienes que exporta, el valor que añade es suficiente para haber alcanzado un superávit por cuenta corriente de ciento sesenta mil millones de dólares en 2005, equivalente al 7,2% de su PIB (véase gráfico). Dichos superávits, junto con la entrada de capital extranjero, especialmente inversión directa, han supuesto una enorme acumulación de reservas internacionales hasta superar los novecientos mil millones de dólares en lo que va de 2006 (véase gráfico en edición impresa o facsímil digital).

Aunque la rápida acumulación de reservas es, en la actualidad, un fenómeno común a muchos países asiáticos y a los exportadores de materias primas, la velocidad de este proceso en China constituye un récord en el mundo. Dado que una parte sustancial de las reservas chinas son títulos del Tesoro estadounidense, el país está convirtiéndose en uno de los principales acreedores de Estados Unidos. Más allá de sus consecuencias geopolíticas, estas compras masivas de títulos públicos norteamericanos fortalecen al dólar porque aumentan la demanda de activos en dólares respecto a los activos en las principales monedas: euro o yen. Además, esta demanda adicional de títulos presiona a la baja los tipos de interés que el Tesoro estadounidense tiene que pagar por financiarse. Esta situación beneficia, lógicamente, a Estados Unidos porque abarata la financiación de sus enormes déficits fiscal y exterior, pero también a China. Con la acumulación de dólares, China reduce la presión a la apreciación del renminbi, su moneda nacional, con lo que consigue mantener una moneda barata y seguir exportando enormes cantidades de manufacturas. Las autoridades estadounidenses –preocupadas por su creciente déficit exterior, aunque también pendientes de que China siga financiándolo– han acusado a las autoridades chinas de mantener de manera ficticia un tipo de cambio del renminbi demasiado barato. China, en cambio, piensa que la demanda exterior –apoyada por un tipo de cambio competitivo– es la única manera de absorber a los trabajadores que abandonan el campo o las empresas públicas en reestructuración y van a las ciudades en busca de nuevas oportunidades. Por último, además del menor coste de financiación, los norteamericanos pueden beneficiarse de consumir bienes importados más baratos que los que producirían internamente (se ha estimado que el ahorro sería de mil dólares por persona). Dado que ambas partes parecen estar satisfechas con el statu quo –es decir, con un elevado déficit, aunque fácilmente financiable y con productos baratos, en el caso de Estados Unidos, y con la concentración del ahorro exterior en títulos del Tesoro estadounidense, en el caso de China– podría pensarse que la situación actual de un dólar relativamente fuerte –al menos para el tamaño de los desequilibrios de la economía norteamericana– y de tipos de interés moderados se mantendrá en el futuro. Este equilibrio de fuerzas ha venido a llamarse Bretton Woods II, pues supondría una nueva época de tipos de cambio fijos no tanto de iure, como en la época de Bretton ­Woods I, sino de facto, en la que el dólar seguiría fuerte gracias al apoyo de China y el renminbi débil al no estarle permitido fluctuar.

Más allá de que se mantenga este nuevo orden financiero internacional, es sorprendente la rapidez con que China se ha convertido en protagonista del mismo, y no como deudora –como cabría esperar, dado su menor grado de desarrollo–, sino como acree­do­ra de la principal economía del mundo, Estados Unidos. Huelga decir que China está adquiriendo con este nuevo papel en el orden financiero internacional una posición de fuerza, que está reflejándose en su mayor influencia en los foros internacionales, hasta el punto de que está discutiéndose seriamente su participación en el grupo de las principales economías del mundo, el G-8. Una prueba de esta mayor influencia es el reciente aumento de la participación de China en el capital del Fondo Monetario Internacional.

Además, gracias a sus enormes reservas internacionales, China –un país con una renta per cápita muy reducida– puede permitirse el lujo de condonar deuda a países africanos, especialmente aquellos con recursos naturales, que tanto necesita China para seguir creciendo. En este sentido, la estrategia que están siguiendo las autoridades chinas para aumentar su influencia en el mundo es dual: por un lado, intentan aprovecharse todo lo posible de la globalización, entrando a formar parte del grupo de países que toman las grandes decisiones y, por otro, intentan agrupar a las víctimas de la globalización bajo una misma bandera de denuncia contra los excesos de Estados Unidos. Este segundo papel sitúa a China en una posición muy influyente en el mundo en desarrollo que puede serle muy útil en su nuevo papel de potencia económica.
 

DESVENTAJAS Y RIESGOS

A pesar de la euforia, la economía china tiene enormes problemas que reducen la probabilidad de que llegue a ser la primera potencia económica mundial. El principal es que China sigue siendo, en buena medida, una economía planificada. La política económica se basa en planes quinquenales en el mejor espíritu de la antigua Unión Soviética. Éstos se concretan en innumerables decisiones administrativas que el sector público –pero también el privado– debe obedecer a rajatabla. A estos planes del gobierno central se sobreponen las directrices de los gobiernos locales, que no necesariamente concuerdan con los objetivos de Pekín. En esa maraña regulatoria, las empresas estatales siguen siendo responsables de alrededor de un cuarto del PIB, pero contratan a más empleados que el sector privado. Además, las subvenciones que reciben las empresas estatales para seguir a flote son prácticamente un tercio del gasto público. Una buena parte de los precios de los bienes y servicios están controlados por el Estado, lo que abre la puerta a un mercado negro de productos a precios de mercado y, por tanto, a muchas ineficiencias.

Muchas reformas estructurales son necesarias para cambiar el papel del Estado en China. Algunas de dichas reformas están llevándose a cabo y otras menos. Pasando revista a las más necesarias, haría falta reducir el papel productor del Estado y aumentar un papel más redistribuidor y menos productor. Este objetivo comporta la rees­tructuración de las empresas públi­cas, que en algunos casos pasa por su cierre o su privatización, con el enorme problema que conlleva en términos de destrucción de empleo en un país sin subsidio de desempleo. Por otro lado, el reducido gasto en sanidad y pensiones deberá aumentar y ofrecer unos servicios sociales mínimos para la parte más pobre de la población.

Es difícil valorar cuánto se ha avanzado en la reforma de empresas estatales: es verdad que se han reestructurado un gran número de empresas, pero han sido las más pequeñas y menos conflictivas. Los grandes mastodontes siguen operando y, en algunos casos, incluso han aumentado el número de actividades y de empleados. De hecho, las de mayores dimensiones cada vez se asemejan más a los conglomerados coreanos, pues son utilizados para mejorar la imagen internacional de China. Otro problema asociado es que sigue siendo imposible diferenciar entre empresas públicas y Estado, porque la estructura de propiedad de las empresas no es transparente. Aún peor: es difícil distinguir entre las empresas públicas y el Partido Comunista, ya que los militantes de mayor rango son los dirigentes de dichas empresas y también los altos funcionarios del Estado. Si parece que no está avanzándose con suficiente rapidez en la reestructuración empresarial, menos se ha hecho aún en el ámbito redistributivo, como se describirá a continuación.

En segundo lugar, la reforma del sistema financiero es una prioridad absoluta. Los enormes depósitos bancarios –consecuencia de una tasa de ahorro elevadísima, pero también de las restricciones a las salidas de capital, que impiden que los chinos diversifiquen sus inversiones– se utilizan para prestar a las empresas públicas, independientemente de su viabilidad. En los últimos años se ha avanzado sustancialmente en la reestructuración de los grandes bancos públicos, a través de su recapitalización –algo relativamente fácil si se utilizan para ello las enormes reservas internacionales que ha acumulado el país– y de la venta parcial a inversores extranjeros, eso sí, sin permitir control alguno. En cualquier caso, es difícil que la reforma bancaria pueda tener éxito sin que se complete la de las empresas públicas y sin un cambio drástico en el modo de gestionar los bancos que se base en la creación de valor para el accionista, en vez de seguir las consignas del gobierno central o local, o del propio Partido Comunista.

En tercer lugar, la enorme competitividad de la economía china basada en la dualidad de su ventaja comparativa en el interior y en la costa es una gallina de oro que esconde importantes riesgos. De hecho, sólo puede mantenerse gracias a las fuertes restricciones a la movilidad del factor trabajo dentro del propio país. El sistema de empadronamiento obligatorio, conocido como huko, es el instrumento más utilizado para limitar sustancialmente los flujos migratorios. El motivo es que sólo los trabajadores fijos pueden inscribirse y únicamente la inscripción permite acceder a una serie de servicios públicos mínimos, como el acceso a la educación, la sanidad o la pensión por jubilación. Así, los campesinos que llegan a las ciudades y aceptan trabajos en el sector informal tienen condiciones laborales casi tan infrahumanas como las que tenían antes de inmigrar pero, por lo menos, ganan un sueldo superiorJohn Friedmann, en su libro China’s Urban Transition, ofrece una muy buena descripción de esa realidad en el caso de las mujeres del campo que abandonan sus hogares para trabajar a destajo en fábricas textiles.. Los costes sociales y las desigualdades de renta que se derivan de esta realidad son tales que el modelo de economía dual sólo parece factible en un régimen político dictatorial como es el chino y, en cualquier caso, temporalmente. Así, y a pesar de la mejora en las condiciones de vida de la población china en su conjunto, la protesta social –especialmente de los campesinos y de los trabajadores de las empresas públicas en reestructuración– ha seguido aumentando al no aceptar las crecientes desigualdades de renta y al ser cada vez más conscientes de las mismas. Además, la imposibilidad de una protesta institucionalizada –pues la sociedad civil brilla por su ausencia– significa que los marginados no tienen un medio normal para hacerse oír y sólo pueden recurrir a actos de ira. En este sentido, Gordon ChangGordon Chang, The Coming Collapse of China, Nueva York, Arrow Books, 2002, p. 344. argumenta que China se colapsará al no poder proseguir con su apertura económica en un marco de inmovilismo social y político. Aunque Chang escribió su obra en un momento más desfavorable para China –2001 fue un año de recesión mundial–, sigue siendo cierto que flota en China un olor a pólvora de protesta y, llegado el caso, de revolución protagonizada por las capas más marginadas de la población ante el aumento de las desigualdades y los excesos del régimen. No parece que el gobierno chino esté reaccionando con la suficiente presteza ante este peligro, pues los campesinos siguen sin tener acceso al gasto social y, además, cada vez es más frecuente que se vean despojados de las tierras que labran con indemnizaciones irrisorias. Esta política muestra de nuevo que la estrategia de desarrollo por la que ha optado el gobierno chino es la urbanización feroz y, con ello, la destrucción masiva.

El retraso del sector agrícola es un problema muy importante, dado el porcentaje de población involucrada y la competencia exterior que debe afrontar desde la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio en 2001. La mano de obra agrícola está mal formada y mal atendida sanitariamente, lo que la hace muy poco productiva. En realidad, este no es un problema que hayan generado los agricultores –no hay que olvidar que el despegue económico de China en la década de los ochenta empezó en el campo, cuando los campesinos empezaron a vender su cosecha a pesar de la ausencia de propiedad privada–, sino más bien una consecuencia de las trabas impuestas por el sector público al desarrollo agrícola. A mediados de esa década se estabilizaron los precios agrícolas –en su mayoría bajo control directo del Estado–, mientras que no dejaron de subir los precios de los fertilizantes, insecticidas y maquinaria agrícola. La atracción de la ciudad se volvió irresistible y el campo dejó de ser el motor de cambio y del crecimiento para convertirse en una zona olvidada que debía quedarse en lista de espera y ceder el paso al ímpetu desarrollista de las zonas urbanas costeras. El éxodo a las ciudades aminora las tensiones, pero no puede ser la solución, pues en ningún caso podrá absorber la enorme población que aún queda en el campo. La entrada de China en la Organización Mundial del Comercio podría crear presiones adicionales para el éxodo, puesto que los agricultores chinos tendrán que enfrentarse a la competencia del resto del mundo, especialmente de otros paí­ses asiáticos vecinos.

El desarrollo de las zonas agrícolas requiere enormes inversiones en infraestructuras, especialmente en materia de equipamiento hidráulico, que chocan con el ya muy maltratado medio ambiente. La misma dinámica que explica el éxito económico de China es la que está detrás de la degradación medioambiental. El crecimiento salvaje ha devastado los bosques y secado o contaminado los ríos. La construcción de gigantescos embalses para trasvasar los recursos hidráulicos ha modificado sustancialmente la geografía en algunas zonas del país y, con ello, el ecosistema. La desertificación ha ido extendiéndose, con lo que las inundaciones cada vez son mas frecuentesElizabeth Z. Economy, The River Runs Black. The Environmental Challenge to China’s Future, Ithaca, Cornell University Press, 2004, p. 228.. Los costes de la indiferencia por el medio ambiente no hacen más que aumentar: se han reducido las superficies cultivables, aumentando el precio de los productos agrícolas e incentivando el éxodo rural. Además, no parece que el gobierno chino haya tomado –ni vaya a tomar en breve– soluciones para el futuro, en la medida en que sigue persiguiéndose un elevado crecimiento a cualquier precio.

Por otro lado, el éxito de las políticas de planificación familiar a lo largo de los años setenta, y en especial del hijo único, incuba uno de los principales problemas que deberá afrontar China en un futuro cercano: en concreto, hacer frente a una pirámide generacional invertida en la que pocos jóvenes tendrán que mantener a muchos ancianos. Adicionalmente, un efecto secundario nefasto de la política del hijo único es el aumento significativo de la práctica del aborto selectivo según el sexo del feto, así como del abandono y del infanticidio femenino. Por tanto, la pirámide poblacional no sólo está invirtiéndose, sino que está estrechándose peligrosamente en el lado femenino. Ambos factores pueden tener consecuencias sociales y económicas devastadoras si se llevan al extremo.

La euforia que está viviendo China en los últimos tiempos está haciendo resurgir un nacionalismo exacerbado, especialmente en lo que se refiere a Taiwán. Taiwán representa para Pekín la humillación de una conquista incompleta que, además, ha triunfado económicamente. El rápido desarrollo de Taiwán obedece fundamentalmente a su voluntad de supervivencia y a un modelo acertado basado en las exportaciones de productos informáticos. El creciente peso de China en la economía mundial ha favorecido la hostilidad con la que Pekín trata a Taiwán, especialmente tras la inesperada victoria de los independentistas en 2001, pues piensa que Estados Unidos se mostrará reacio a enfrentarse con un país tan poderoso como China.

Por último, la ineludible transición hacia un régimen democrático –a medida que se afianza la apertura económica y la mejora en las condiciones de vida de la población– plantea numerosas incertidumbres, especialmente tras los trágicos sucesos de Tiannamen en 1989. La posición de las autoridades en torno a la introducción de un régimen más democrático, es decir, con representación popular y equilibrio de poderes, no puede despacharse como de puro y simple rechazo ya que, aunque el poder político quiere conservar su monopolio y ventajas a toda costa, es sensible a las mutaciones de la sociedad y al viento democrático que sopla desde el resto del mundo. Lo que es cierto es que el Partido Comunista chino quiere ganar tiempo para poder colocarse en la mejor posición posible para empezar una carrera con nuevas reglas del juego. Para ello necesita edificar un Estado aún más fuerte, capaz de impulsar políticas públicas en las principales áreas de interés –económica, social y territorial– que sigan controlando el destino del país, a pesar del mayor peso del sector privado y, en última instancia, de la representación popular. En cualquier caso, incluso esta preparación puede descarrilar por la dificultad que supone la limitación de los privilegios de la clase dirigente, entendiendo por ella no sólo los líderes del Partido Comunista, sino también del ejército y de las empre­sas públicas. La lentitud con la que están reestructurándose las empresas públicas es prueba de ello. Además, no parece que el Partido Comunista pretenda abandonar el recurso a una jerarquía secreta del poder y al uso del terror, con las consecuencias perversas que puede tener sobre el desarrollo económico.

En conclusión, no hay duda de que China es –y será– una economía importante a nivel mundial pero, para poder desbancar a Estados Unidos como primera economía mundial, China tendrá que conseguir llegar a ser una economía de mercado sin mayores sobresaltos. Pero el país no podrá mantener indefinidamente una economía de mercado sin democratizarse, lo que plantea aún más incertidumbres sobre el futuro. Las experiencias de los países del Este y de la antigua Unión Soviética muestran lo costosa que puede llegar a ser dicha transición. Esto no quiere decir, sin embargo, que a China no pueda esperarle un futuro brillante en el largo plazo, pues cuenta con importantes ventajas respecto a la mayoría de países emergentes, siendo la mayor de ellas una población enorme interesada por superarse, por dar formación a sus hijos y, por tanto, por acumular riqueza y capital humano. Mientras tanto, lo que está claro es que la emergencia de China como potencia económica se basa en su apertura, y que esa apertura está cambiando el orden económico y monetario internacional. 

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