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¿Se aprende a escribir?

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UNO

Los que desean ser pianistas van al Conservatorio. Los que desean ser pintores van a Bellas Artes. Los que desean ser bailarines van a la Real Escuela de Danza. ¿Adónde van los que desean ser escritores? Las personas interesadas en la literatura suelen estudiar filología, es decir, lengua y literatura, o bien periodismo, pero como bien sabe cualquier persona mínimamente interesada en los libros, muchos de los mejores escritores que conocemos (y algunos de los más «literarios», por cierto) son o han sido abogados, como Luis Goytisolo, o ingenieros, como Juan Benet, o médicos, como Lobo Antunes, o escultores, como Günter Grass, o diplomáticos, como Jorge Edwards, o arquitectos, como Miquel de Palol, o matemáticos, como Péter Esterházy. Entonces, ¿es que para ser novelista no es necesario estudiar nada en especial? ¿Es que escribir prosa de ficción es algo que depende simplemente del «talento», simple talento combinado con simple práctica a lo largo de simples años?

Hemos utilizado la palabra «escritor» dos veces, y a continuación las palabras «novelista» y «prosa de ficción», y antes de seguir adelante quizá convendría hacer una breve consideración sobre el estatuto de la poesía y su posible enseñanza.Aunque en Estados Unidos los programas de «escritura creativa» abarcan también la creación poética, en mi opinión la poesía es menos susceptible de ser enseñada o aprendida que la prosa de ficción. La razón (sé que este punto de vista irritará a algunos) es que escribir poesía es infinitamente más fácil que escribir novelas: basta con tener musicalidad, ingenio, la capacidad de caer en éxtasis y una vastísima cultura literaria –además de genio, por supuesto, aunque el genio es justamente aquello que no se puede enseñar–. Existen talleres de poesía innumerables, y también libros dedicados a la escritura de poesía, y no cabe duda de que sobre todo los primeros pueden resultar muy útiles y muy estimulantes, pero el verdadero artista no necesita mucho más que soledad, perseverancia e infinitas lecturas (ni siquiera necesita conocer demasiado el mundo) para convertirse en un poeta interesante. Ser un gran poeta es tan difícil y tan raro como ser un buen novelista o un buen cuentista, y el genio poético, como el musical, el pictórico o el narrativo, no se le pueden transmitir al que no los posee pero, de cualquier modo, la técnica de la escritura de poemas no encierra excesivos misterios, o al menos no son misterios que no puedan desvelarse por medio de la lectura experta y atenta de los modelos consagrados.

La ficción es diferente. Como bien saben los que lo han intentado alguna vez, nada hay en el mundo tan difícil como escribir una novela. La idea popular es que lo más difícil es escribir un poema, actividad casi mística y sagrada, y que luego lo más difícil es escribir un breve y tenso relato de unas pocas páginas, que la novela corta es un género también dificilísimo, que las novelas de una extensión normal son relativamente fáciles de escribir y que las novelas muy largas (como suelen serlo los best sellers) son generalmente obra de tontos aplicados,pero la realidad es muy otra. Le cedo la palabra a Joyce Carol Oates: «Los temas más breves requieren tratamientos más breves. No hay nada tan difícil como escribir una novela, como muy bien saben los que lo han intentado alguna vez. Escribir un relato corto es una bendición comparado con la tarea de escribir una novela, incluso una de proporciones normales». Hay un determinado tipo de personas a las que les encanta afirmar que Bartleby el escribiente es la verdadera obra maestra y no Moby Dick, o que las veinte páginas de La dama del perrito son mucho más admirables que las mil de Anna Karenina. Digámoslo por tercera vez, y seguramente no por última en estos párrafos: nada hay en el mundo tan difícil como escribir una novela.

En Writing Without Teachers (Escribirsin profesores), un libro apasionante aparecido por primera vez en 1973, Peter Elbow compara la práctica de la escritura con la de unos seres humanos que intentaran tocar el suelo extendiendo las manos hacia arriba. Estas personas, aprendices de escritores, alumnos de escritura creativa, digamos, desean con todas sus fuerzas tocar el suelo con las manos, pero están convencidos de que para lograrlo han de extender las manos hacia lo alto. Será inútil que el profesor les explique que el suelo no está arriba, sino abajo, porque ellos están convencidos de que sólo levantando los brazos podrán alcanzar su meta. La idea está tan metida en su cabeza que lo único que puede hacer el profesor es proponerles una serie de ejercicios, (por ejemplo, que se abrochen y desabrochen los zapatos varias veces), de modo que los aprendices de escritor puedan comprobar por sí solos, y como por accidente, que para tocar el suelo, efectivamente, es necesario inclinarse y bajar las manos. El hecho es que casi todo el mundo piensa que ya sabe cómo se escribe y que puede imaginar con toda claridad cuáles son las etapas del proceso creativo, y esta es la principal dificultad a la hora de aprender a escribir.

Todos usamos las palabras y todos contamos, escuchamos y protagonizamos historias; por esa razón, contar historias con palabras por escrito parece una actividad casi tan natural como hablar o cantar (aunque también necesitamos años para aprender a hablar, y más años todavía para aprender la técnica del canto si deseamos hacerlo bien de verdad). Por supuesto, todos sabemos (o deberíamos saber) que para escribir novelas o relatos es necesario tener una amplia cultura y haber leído mucho, y esa es la razón de que muchos aprendices de escritores estudien literatura. No cabe duda de que el estudio sistemático y en profundidad de la tradición literaria es de enorme importancia para un escritor. En mi formación como novelista creo que la experiencia de la universidad fue crucial: especialmente las lecciones de Domingo Ynduráin, el descubrimiento de la literatura del Renacimiento y, sobre todo, de la importancia de la tradición o de la «serie literaria», y también las clases sobre el Quijote de Antonio Rey Hazas, y desde luego los deslumbramientos de la clase de Antonio García Berrio, en la que descubríamos (¡éramos muy jóvenes!) al pseudo Longino y a Bajtin, a Hölderlin y a Blanchot. La experiencia de leer con detalle obras clásicas de la mano de eruditos llenos de experiencia y sutileza le proporciona al aprendiz de escritor acceso a ciertos «secretos» de la literatura que, si no se convierten en displicencia academicista, pueden serle muy útiles a la hora de desarrollar su arte. Sin embargo, y aunque la familiaridad con los clásicos y con la tradición es fundamental para dominar bien el oficio y poder llegar a ser verdaderamente «original» y «moderno», la filología, la historia de la literatura o la teoría de la literatura no nos enseñan ni pueden enseñarnos ni la primera palabra sobre el proceso real de la escritura. Los análisis literarios, ya sean estructurales, hidráulicos (viejo chiste: análisis de las fuentes de un autor o una obra), estilísticos, deconstruccionistas, marxistas o de cualquier otro tipo, nos proporcionan una información a veces fascinante sobre la forma y el sentido de las obras literarias, pero no nos dicen nada en absoluto sobre la forma en que dichas obras fueron creadas. Los escritores y los aprendices de escritor también tienen que analizar y despiezar las obras literarias, pero el tipo de análisis que ellos realizan es de una índole muy diversa al que realiza el crítico, el historiador o el filólogo.

No sé si esto es evidente para todo el mundo. Conozco muchos profesores universitarios que creen que puesto que son capaces de analizar y descomponer una novela en todas sus partes y son capaces de exponer todas las sutilezas de su técnica y los enredos de su estructura en bonitos gráficos que luego explicarán mediante una jerga sofisticada (actante, cronotopo, función, catálisis, segmentación, ley de máximos semánticos, narrador, narratario, extradiegético, intradiegético), serían capaces de escribir cuando se lo propusieran una novela, que sería sin duda una buena novela, aunque quizá no llegara a ser una novela genial. He oído en más de una ocasión a doctos miembros del mundo académico proponerse la tarea de escribir un best seller por divertirse o, simplemente, por ganar dinero, convencidos de que cualquier tonto que conozca la «fórmula» del best seller puede aplicar dicha fórmula con éxito y escribir, por ejemplo, El padrino, Tiburón, El sastre de Panamá o incluso El mundo según Garp. El hecho es que dicha «fórmula» no existe, y que los famosos best sellers (los ejemplos anteriores no están puestos al azar) son a menudo obras de arte mucho más admirables de lo que la crítica académica estaría dispuesta a admitir. Recuerden el ejemplo de Peter Elbow: personas que están convencidas de que para tocar el suelo todo lo que tienen que hacer es extender los brazos hacia arriba.

DOS

En Estados Unidos, los jóvenes que quieren dedicarse a la literatura van a la universidad y estudian escritura creativa. Los programas de escritura creativa, que pueden ir dirigidos a la escritura de ficción, de poesía o de teatro, o incluso a la práctica de géneros concretos (literatura infantil, novelas de terror, novela negra) son, por lo general, parte del Departamento de Inglés de la universidad correspondiente, es decir, lo que para nosotros sería el Departamento de Lengua y Literatura. Del mismo modo que hoy un estudiante de filología se especializa en lengua o en literatura, y luego uno de lengua se dirige más bien hacia la historia de la lengua, la semántica o la fonética, o uno de literatura se decanta por la teoría de la literatura, la literatura del siglo de oro o la literatura comparada, unos hipotéticos estudios de escritura creativa dentro de la universidad española deberían proporcionar, quizá, una tercera rama dirigida a escritores en ciernes, que estudiarían, así, asignaturas de lengua y sobre todo de historia y teoría de la literatura, y se especializarían progresivamente en alguna rama de escritura creativa.Todo esto resulta, de cualquier modo, bastante utópico, porque el sistema educativo español ha tenido siempre una aversión y una desconfianza crónicas hacia las actividades artísticas, y todavía hoy, por ejemplo, un título del Conservatorio es equivalente, a efectos prácticos, a una licenciatura (de otro modo, los titulados del Conservatorio no podrían, por ejemplo, dar clase de música en enseñanza media pero sí los licenciados en químicas, en derecho o en sociología), pero no es en realidad un título universitario, y lo mismo sucede con la titulación de bailarines y actores.

El programa de escritura creativa más antiguo de Estados Unidos es el de la Universidad de Iowa, que se ha convertido, en cierto modo, en modelo y referencia de todos los demás.Kurt Vonnegut, James Salter, John Irving, Denis Johnson y José Donoso, entre muchos otros, han enseñado en Iowa, de cuyas aulas han surgido nada menos que una docena de premios Pulitzer (por ejemplo, los otorgados a Michael Cunningham en novela y Mark Strand en poesía, ambos en 1999) y numerosos National Book Awards, los galardones literarios de mayor prestigio de Estados Unidos. El programa se llama «Taller de Escritores de Iowa», y de acuerdo con el texto de presentación de su página web, su objetivo es «proporcionarle al escritor con talento una oportunidad para trabajar y aprender con prosistas y poetas consagrados» (la cursiva es mía). No me resisto a transcribir el resto del texto: «Aunque estamos en parte de acuerdo con la insistente idea popular de que no es posible enseñar a escribir, nosotros fundamentamos nuestra razón de ser en la idea de que el talento se puede desarrollar, y vemos nuestras posibilidades y limitaciones como escuela a la luz de esa idea. Si uno puede "aprender" a tocar el violín o a pintar, entonces uno puede "aprender" a escribir, aunque no existe ninguna técnica inducida de forma externa que asegure que uno llegue a hacerlo bien».

Uno de los muchos alumnos que pasaron por el Taller de Escritores de Iowa fue el novelista y autor de relatos cortos Wallace Stegner, que no es muy conocido en España pero que tiene un estatuto casi legendario en su país, y que más tarde (en 1946) fundaría en Stanford el segundo programa de escritura creativa de la historia académica estadounidense. El programa «Wallace Stegner», tal como se lo conoce desde entonces, sigue siendo uno de los más famosos y apreciados, y tiene como objetivo principal, en palabras de Stegner, «proporcionarle al talento literario la oportunidad de definirse a sí mismo, y crecer, y madurar, gracias a la guía y el estímulo de espíritus afines». Es evidente, pues, que el propósito de la enseñanza de escritura creativa no es «enseñar a escribir» a nadie, sino estimular y guiar el talento, que es exactamente lo mismo que sucede en cualquier enseñanza artística, donde se da por sentado que un estudiante de ballet o de violín ha de poseer ciertas «condiciones», sin las cuales todo esfuerzo por parte de profesor y alumno será inútil y decepcionante.

Son muchos los escritores estadounidenses que han participado en programas de escritura creativa y son muchos, también, los que enseñan en ellos.Tobias Wolff, Ken Kesey y Scott Turow, por ejemplo, enseñan en Stanford, mientras que John Barth convirtió durante muchos años el programa de escritura creativa de la universidad Johns Hopkins de Baltimore en una especie de laboratorio de alquimia de escritura experimental y ficción posmoderna. En la Universidad de Columbia enseñaron Pearl S. Buck, Susan Sontag o Grace Paley, y fueron alumnos (abróchense los cinturones) Carson McCullers y J. D. Salinger. El novelista John Gardner fue profesor en Binghampton y antes en el Chico State College de California, donde tuvo un alumno llamado Raymond Carver que, con el tiempo, llegaría a ser autor de célebres libros de relatos y también, por cierto, profesor de escritura creativa en diversas universidades (Goddard College, en Vermont; Universidad de Syracuse, en Nueva York, etc.) hasta que un premio en forma de beca vitalicia le liberó de obligaciones ajenas a la creación. Incluso un mito de la contracultura como William Burroughs ha sido profesor de escritura creativa y ha escrito ensayos apasionantes sobre el tema. La peculiar fascinación de este tipo de enseñanza y las peculiares relaciones que se establecen entre estudiantes y profesores, todos chorreando talento, encanto, ego y palabras polisílabas, ha sido magníficamente recogida en la novela Wonderboys de Michael Chabon, y también en películas como Storytelling de Todd Solondz (donde vemos el lado oscuro) o Conociendo aForrester de Gus van Sant.

¿Cuál es la situación en España? Rebuscando en Internet, uno puede encontrar talleres de creación literaria en los cursos de verano de alguna universidad, por ejemplo la de Gerona. La de Las Palmas de Gran Canaria ofrece un curso de doctorado titulado «Escritura creativa, aprendizaje y perfeccionamiento» que pertenece al Departamento de Didácticas Especiales, y la de Alicante, cursos de escritura creativa dentro de sus programas especiales para mayores de cincuenta años,de los cuales, por cierto (y me parece que este dato resulta bastante significativo), quedan expresamente excluidos los alumnos matriculados en los cursos regulares de la universidad. La enseñanza de la escritura creativa en España se ve restringida, pues, a escuelas privadas, muchas de las cuales ofrecen también, o exclusivamente, cursos y talleres por Internet. Uno de los talleres más antiguos y prestigiosos es el de Clara Obligado (www.escrituracreativa.com), una escritora argentina afincada en Madrid desde 1976 y que fundó su taller en 1980, y por el cual han pasado escritores que luego han ganado premios como el Planeta, el Azorín, el Ateneo de Sevilla y el Adonais, y otro con bastante solera son los talleres de escritura creativa Fuentetaja (www.fuentetajaliteraria.com), asociados con la editorial del mismo nombre, que ofrece una interesantísima colección de títulos relacionados con el aprendizaje del escritor. El más famoso de todos es, sin duda, el vinculado a la Escuela de Letras de Madrid (www.escueladeletras.com), dirigida por Juan Carlos Suñén, y en cuyo claustro encontramos nombres como los de José María Guelbenzu, Antonio Muñoz Molina, Rosa Regás o Luis Mateo Díez, mientras que escritores tan prestigiosos como Jesús Ferrero, Juan Cruz o Pepa Roma, entre muchos otros, imparten los talleres respectivos. Hay muchos otros: Silvia Adela Kohan, autora de innumerables títulos sobre el tema y directora de la revista Escribir y publicar creó los Grafein Talleres de Escritura en 1975 y enseña actualmente en el Taller de Escritura Literaria (www.escritores.org/taller); la Escuela de Escritores de Madrid (www.escueladeescritores.com) ofrece un curso de novela de nueve meses de duración y uno de relatos de seis meses; el taller Aula de Creación (www.auladecreacion.com) edita la revista El Gran Juego, mientras que el Taller de Escritura de Madrid (www.tallerdeescritura.com) muestra una nutrida lista de publicaciones de alumnos del taller en editoriales de primera fila.

TRES

La bibliografía en español sobre el tema ha crecido muchísimo en los últimos años, aunque de los títulos extranjeros se ha preferido, por lo general, traducir más los libros de escritores más famosos que los manuales más célebres. Merece la pena asomarse a El oficio de escritor, de Ana Ayuso, que es una incontenible galería de comentarios de escritores de distintas épocas y lugares sobre el arte de escribir y contiene, entre muchas otras cosas, el maravilloso decálogo del escritor de Stephen Vizinczey. La lectura de este libro resulta curiosamente apasionante y conmovedora, y presenta un retrato muy exacto de lo que supone el trabajo del escritor: una locura interminable, una pasión enfermiza, una obsesión, una droga, en fin, que proporciona a sus adictos placeres inconcebibles al lado de sufrimientos infernales. Lean, por ejemplo, la cita de Natalia Ginzburg en la página 176, donde describe la forma en que una imagen vista al azar por la calle (un carrito con un espejo encima con marco dorado) se convierte para ella en un secreto motor placentero para escribir, y la forma en que guarda la imagen en su memoria durante tanto tiempo que al final la imagen muere en ella y ya no puede utilizarla.

Un primer grupo de libros estaría formado por aquellos en que los propios escritores hablan sobre su oficio: los cursos de literatura europea y literatura rusa de Nabokov; El arte de la novela, de Milan Kundera; Suspense. Cómose escribe una novela de intriga,de Patricia Highsmith;Cómo se cuenta un cuento, del taller de García Márquez (que describe realmente el trabajo de un taller de guiones, pero resulta muy interesante en cualquier caso por la forma en que las historias se transforman ante nuestros ojos y cambian de sentido y de énfasis a lo largo del proceso creativo), o Cartas a un joven novelista,de Vargas Llosa, donde el gran escritor peruano afirma (parece una tontería) que «la raíz de todas las historias es la experiencia de quien las inventa», aunque este libro no resulta tan intenso como sus anteriores ensayos, dedicados a García Márquez (García Márquez: historia de un deicidio) y a Flaubert ( La orgía perpetua). En este apartado entraría también un libro tan inteligente y sensible como El arte de la ficción, de David Lodge, que llegó a convertirse en un inesperado éxito de ventas, y también obras tan variadas como los ensayos de William Burroughs ( TheAdding Machine), en los que propone a sus alumnos ejercicios tan curiosos como, por ejemplo, hacer «viajes en color» cuando van por la calle o viajes sensoriales con los ojos cerrados mediante asociaciones imaginativas, o Zenen el arte de escribir, de Ray Bradbury, donde el autor se pregunta, por ejemplo, «¿qué se aprende escribiendo?», y da la única respuesta que merece la pena: «Primero y principal, uno recuerda que está vivo, y que eso es un privilegio, no un derecho», y proporciona, además, esta lista de palabras clave dentro del proceso creativo: «trabajo», «relajación», «no pensar», «amor» (que es un sinónimo de «trabajo» y viene a cerrar el círculo).

Mención aparte merecen las entrevistas de la Paris Review, recogidas en varios tomos por la editorial Penguin y traducidas en numerosos volúmenes por la editorial argentina El Ateneo. La Paris Review, que ha logrado recuperarse del revés sufrido en el año 2003 con la desaparición de su principal editor e inspirador, George Plimpton, es una revista de creación literaria que se publica en Nueva York desde 1953, y uno de cuyos principales atractivos son las entrevistas realizadas a escritores como Truman Capote, William Faulkner, Georges Simenon,Vladimir Nabokov, Saul Bellow, Joyce Carol Oates (de cuya entrevista, por cierto, procede la cita de más arriba) o Ian McEwan, entre muchos otros, tituladas colectivamente «El arte de la ficción» y centradas específicamente en la trayectoria literaria y en el proceso creativo de cada autor. Es evidente que no hallaremos aquí ninguna exposición sistemática, pero sí un verdadero tesoro de sugerencias y epifanías, como la que nos proporciona Kingsley Amis (por ejemplo) cuando dice que Woodehouse entendió incluso mejor que Shakespeare que cualquier efecto cómico ha de dejarle algo al lector incluso en el caso de que la comedia se pierda, o esta otra de John Cheever, que es oro puro, y viene a desmontar alguno de los conceptos más caros a los talleres y manuales de escritura creativa: «Yo no trabajo con tramas. Trabajo con intuición, aprensión, sueños, conceptos.A mí los personajes y los acontecimientos me vienen al mismo tiempo. La trama implica narración y un montón de basura. La trama es el intento calculado de sostener el interés del lector sacrificando las propias convicciones morales».

El segundo grupo estaría compuesto por los libros cuyo objeto es la creatividad, algunos de ellos dedicados a resolver ese problema de que tanto se habla, el bloqueo del escritor (yo, ciertamente, no conozco a ningún escritor que padezca tan absurdo síndrome), y otros centrados en la liberación de la expresividad por medio de la palabra escrita, en ocasiones con enfoques próximos a la autoayuda o a la terapia. Uno de los más famosos y también de los más curiosos es Writing the NaturalWay, de Gabriele Lusser Rico, un libro pletórico de imágenes interesantes y curiosos ejercicios, que proporciona técnicas para liberar el lado derecho del cerebro, que funciona por diseños, imágenes y patrones musicales y rítmicos, por oposición al lado izquierdo, que funciona mediante signos, conceptos y explicaciones razonadas. Hay muchos otros: Aprende a escribir con ambos hemisferios del cerebro, de Henriette Anne Klauser, por ejemplo, contiene (p. 140) una descripción fascinante y totalmente exacta y realista del proceso creativo, mientras que Cultiva tu talento literario, de Thaisa Frank y Dorothy Wall, identifica la «voz» del escritor con la voz propia y personal de cada uno, con lo cual salimos del terreno de la literatura para entrar, realmente, en el de la psicología. Este tipo de libros bienintencionados insisten en que todo el mundo tiene talento y todo el mundo puede desarrollarlo. Esto es totalmente cierto, y una de las tareas del aprendiz de escritor y del escritor consagrado es, precisamente, desarrollar no sólo el «talento», sino también la memoria, la atención, e incluso, como recomienda John Gardner, la inteligencia. El problema es poner el énfasis más en la «expresión personal» que en la construcción de la obra, una idea que resulta especialmente perniciosa para los aprendices de escritor que todavía no han comprendido que uno de los mayores placeres de ser escritor estriba, precisamente, en no ser uno mismo.A pesar de todo, el libro de Frank y Wall contiene innumerables ejercicios utilísimos para fomentar la creatividad, romper bloqueos y lograr recuperar la frescura que es necesaria para la creación, como por ejemplo, escribir «con» distintas partes del cuerpo, tales como los pulmones, el diafragma o el corazón –una idea, por cierto, que proviene de una carta de Mallarmé a Eugène Lefèvre del 17 de mayo de 1867–.Algo parecido puede decirse de Escritura creativa:técnicas para liberar la inspiración, de Louis Timbal-Duclaux, que proporciona un par de curiosos tests para comprobar cómo funcionan los hemisferios cerebrales y averiguar, además, qué hemisferios o lóbulos cerebrales son más activos en cada persona, y ofrece decenas y decenas de sugerencias y pequeñas «técnicas» para estimular la creatividad. Quizá podríamos incluir en este grupo el ya citado Writing Without Teachers, de Peter Elbow, que contiene una de las mejores descripciones que conozco del proceso de la escritura, y una de cuyas ideas principales es que resulta inútil planear exhaustivamente lo que se va a escribir (como suele hacerse en algunos talleres y como suelen aconsejar siempre los manuales de escritura), porque un escritor siempre descubre lo que quiere decir en el proceso mismo de la escritura.

Hay otro grupo de libros que resultan muy útiles, aunque muchos escritores literarios, no digamos ya si están publicados o incluso «consagrados», los considerarán indignos de su talento. Son los dirigidos a los escritores de eso que en inglés se llama «no ficción», es decir, a los autores de reportajes, libros de texto, artículos de viajes y, en general, ese tipo de literatura que solemos asociar con The NewYorker y que se mueve en un terreno indeterminado (un magnífico ejemplo serían los artículos y libros de Oliver Sacks) entre lo «literario» y lo no literario. El manual de Cassany La cocinade la escritura está en esa línea. Es un libro muy elemental, pero resulta muy útil porque nos obliga a pensar en géneros de «no ficción» a los que en España nunca se ha prestado excesiva atención y porque establece unos principios (pensar por párrafos, ordenación, claridad) que el joven artista furioso tiende a despreciar, cuando no a ignorar del todo. En este apartado conozco dos libros excelentes en inglés: Simple& Direct.A Rhetoric for Writers, de Jacques Barzun, y sobre todo On Writing Well, de William Zinsser, una fuente inagotable de sugerencias y estrategias para escribir con claridad, interés, ingenio y humor sobre casi cualquier tema, y que servirán (al menos) para disipar esa idea común de que escribir un artículo, una columna o un reportaje es algo que un escritor con experiencia hace en un par de horas.

No me resisto a reseñar aquí, un poco en tierra de nadie, un libro totalmente loco y disparatado pero que me resulta, a pesar de todo, totalmente fascinante. Es obra de un misterioso «Equipo de expertos 2100» (autores también de libros sobre curación con hierbas medicinales, aprendizaje de guitarra, cómo acertar a las quinielas, inglés comercial, potenciamiento de la memoria, mantenimiento de piscinas, explotación moderna de cabras y ovejas o las profecías de Nostradamus), y propone ejercicios de todas clases para desarrollar en ocasiones habilidades que uno no sabía que nadie pudiera tener ni mucho menos necesitar. Muchas de las sugerencias (y de los textos elegidos) son absolutamente geniales, no sólo como posibles ejercicios para un taller de escritura, sino como estímulos o puntos de reflexión para la creación o, en muchos casos, como simple lectura de deleite. Se titula, modestamente, Cómo redactar con eficacia y estilo, pero sus ejemplos provienen de Musil y de Faulkner, de Roussel y de Kafka.

Otro grupo por el que deberemos pasar corriendo de puntillas es el de los manuales: manuales para describir personajes, para escribir diálogos, para organizar el relato, para planificar novelas, para suspense. Es indudable que estos libros están llenos de ideas inteligentes y en ocasiones muy inteligentes, pero no veo cómo pueden serle de utilidad al joven escritor, a no ser que acompañe la lectura de dichos manuales con la asistencia a los talleres con los que suelen estar relacionados. Otra razón de mi desconfianza es que, con notables excepciones (que corresponden a los casos en que los autores son escritores que han demostrado que saben hacer lo que pretenden enseñar), estos libros tienden a ser demasiado teóricos y a estar escritos de manera razonable y utilizando el sentido común, y uno no puede por menos de pensar, al hojearlos, que se trata en realidad de manuales que explican que para tocar el suelo lo que hay que hacer es elevar los brazos hacia el cielo lo más posible. ¿Es verdaderamente importante que la primera frase «atrape la atención del lector»? ¿Habrá un lector tan bobo y tan impaciente que abandone un libro sólo tras la lectura de una frase? ¿Es importante de verdad hacer un esquema antes de escribir un cuento? (Uno de los mandamientos del decálogo del cuentista de Horacio Quiroga reza «No empieces a escribir sin saber desde la primera página adónde vas», un pésimo consejo que no creo que ni el propio Horacio Quiroga observara nunca.) Es verdad que el punto de vista es quizá la clave de todo pero, ¿tiene uno que «decidir» cuál es el punto de vista «en función de lo que quiere contar»? Este tipo de análisis y de técnicas se parecen al famoso ensayo «La filosofía de la composición» de Poe, donde el autor de Annabel Lee realiza una reconstrucción del proceso creativo racionalizándola hasta tal punto que la creación de un poema acaba por convertirse en una especie de juego deductivo más propio de Arsenio Lupin que de un verdadero poeta. En mi humilde opinión, «La filosofía de la composición» de Poe es un texto humorístico, una gran broma –que puede resultar una broma muy pesada para los que se la tomen en serio–.

Pensemos en el volumen Escribir, de Enrique Páez, por ejemplo. El libro es un verdadero tesoro de sugerencias, lecturas recomendadas y puntos sobre los que reflexionar, y abarca casi todos los aspectos posibles del arte literario, desde la forma de escribir el primer párrafo hasta la composición de cuentos de fantasmas, desde la forma de usar los adverbios hasta la presentación de originales. Sin embargo, uno se pregunta (sin duda es una pregunta insolente) cómo es posible que Enrique Páez sepa de verdad sobre tantas cosas y cómo es posible, por ejemplo, que sea capaz de explicar cómo se escribe una novela negra, una novela de «realismo sucio» o un relato «experimental», cuando en la práctica pocos autores de un género podrían pasar con éxito a otro. Por otra parte, la sugerencia de ir a un café con un amigo y escribir en silencio «durante una hora» parece muy divertida, y yo lamento mucho no haber hecho nunca nada parecido en mi vida, pero puede darle al aprendiz de escritor una visión dramáticamente errónea de la verdadera naturaleza del trabajo de un escritor.
 

Stein on Writing, de Sol Stein, es, por el contrario, un libro muy práctico. En el capítulo «Los secretos del buen diálogo», por ejemplo, el autor, que ha publicado nueve novelas y tiene además amplia experiencia como dramaturgo y editor de escritores de primera fila, escribe lo siguiente: «Cuando termine usted de leer este capítulo sabrá más sobre el diálogo que el noventa por ciento de los escritores publicados». El tono del libro, como vemos, puede resultar un poco molesto, pero uno se ve obligado a admitir que Stein tiene razón, y que hay cosas que explica en ese capítulo que a la mayoría de los escritores les cuesta muchos años descubrir por sí mismos, si es que llegan a hacerlo alguna vez. Por lo que a mí respecta, creo que leer ese capítulo en el momento adecuado me habría ahorrado muchos años de esfuerzos perdidos y centenares de páginas tiradas a la papelera.

Me gustaría comentar en último lugar los que son, para mí, los libros más importantes escritos nunca sobre el arte de escribir novelas. Se trata de El arte de la ficción y Para ser novelista, de John Gardner. Son libros breves, escritos con un estilo sencillo y sin el menor bagaje teórico y que no contienen grandes «revelaciones» sentimentales, ni recetas mágicas, ni decálogos, ni «trucos que siempre funcionan». Los he recomendado muchas veces a muchos tipos de lectores y he comprobado con sorpresa que nunca provocan una respuesta muy entusiasta, seguramente porque no dicen lo que el lector espera que digan y, posiblemente, porque sólo un novelista de profesión puede disfrutarlos verdaderamente en lo que valen. El arte de laficción es, simplemente, la cosa más parecida a un manual práctico para escribir novelas que el lector podrá encontrar nunca. Un escritor, dice John Gardner, por poner sólo un ejemplo de flecha que señala en la dirección correcta en medio de un bosque lleno de caminos erróneos o que no llevan a ninguna parte, un escritor, dice, no escribe para «expresar su punto de vista» o «expresarse a sí mismo», sino para innovar en un género. El libro propone numerosos ejercicios cuya utilidad, como es lógico, sólo podríamos comprobar en la práctica del taller, pero creo que cualquier persona que haya tenido que enfrentarse de verdad con los problemas que supone escribir una novela encontrará en este libro sugerencias y orientaciones que valen su peso en oro. El otro libro, Para ser novelista, es todavía mejor. Ignoro si existen libros sobre otras profesiones que resulten tan enriquecedores, tan tranquilizadores, tan calmantes, tan estimulantes, tan iluminadores como éste puede resultar para un novelista. Leyendo Para ser novelista uno comprende que muchos de sus problemas y miserias, miedos y complejos, obsesiones y vacíos, provienen no de algún oscuro estigma genético o de alguna horrible lesión del fondo de la psique, sino de la propia naturaleza del trabajo de escribir. Sin el menor victimismo, Gardner habla de lo difícil que es escribir una novela, de las características psíquicas y vitales que son necesarias o que resultan inevitables para un escritor y de la sensación que acompañará durante muchos años al joven escritor de estar decepcionando y engañando a su familia. No conozco ningún otro libro que insista tanto sobre lo importante que es para un escritor contar con el apoyo de amigos, familiares o profesores, y tampoco ningún otro que le sugiera al escritor o al escritor en ciernes que si no tiene amigos que le animen lo que tiene que hacer es buscar otros amigos. Gardner recoge la cita de Fitzgerald de que en todo novelista «hay un campesino» y afirma que una cosa común entre los novelistas es «el gusto por lo monumental». Explica con naturalidad que a los escritores les producen una enorme irritación las novelas malas, que consideran «una afrenta a su honor» y que les enfurece el éxito incomprensible que alcanzan a menudo obras pésimas. Afirma que el talento verbal puede ser un gran obstáculo para un novelista. Afirma que si uno no es capaz de observar y comprender a los demás a fin de crear personajes muy variados, lo que debe hacer es observarse e intentar conocerse bien a sí mismo, y que de aquí resultan dos tipos de escritores: uno del tipo de Tolstói o Dickens, que pueden escribir aparentemente sobre cualquier persona, y otro del tipo de Nabokov o Céline (no puedo comprender por qué pone en este apartado también a Proust, uno de los mayores creadores de personajes de la historia de la novela), que escriben siempre desde el punto de vista de un narrador obsesivo.Afirma que uno de los rasgos del novelista es la inteligencia, un tipo especial de inteligencia que tiene que ver con la perspicacia y con la observación, y que si uno no posee esa inteligencia lo único que puede hacer es desarrollarla «replanteándose las cosas». Explica la creación literaria como un estado similar al trance, y afirma que el escritor ha de desarrollar una técnica para entrar a voluntad en ese estado de trance.Afirma, en fin, que lo que necesita un escritor cuando está dentro del proceso de composición de una novela, proceso de reescritura incesante, de caminos perdidos y encontrados y vueltos a perder, proceso en el que de pronto nada tiene sentido y nada funciona y todo parece imposible, es «tener fe», y que esa fe proviene de los «éxitos ocasionales», esas páginas o fragmentos que de pronto funcionan y de pronto se iluminan con los colores de la verdadera literatura en medio del fárrago de páginas inservibles. Escribe que cuando un escritor experimenta esa sensación, la de encontrar en medio de un montón de páginas oscuras, reiterativas, imprecisas y carentes de ritmo una página, o quizá un párrafo, que tiene vida y es verdaderamente literatura, está ya enganchado de por vida, y que seguirá intentando una y otra vez lograr esa misma sensación, hacerla más prolongada y darle coherencia, y que si tiene la perseverancia necesaria y es, como decía Fitzgerald, «un campesino», logrará finalmente coronar con éxito su tarea.

No tiene sentido plantearse si es posible o no enseñar a escribir. ¿Cómo no va a ser posible enseñar algo que es necesario aprender? Enseñar a escribir no sólo es posible, sino que es necesario. La práctica con un profesor experto puede ahorrarle al aprendiz con talento muchos años de esfuerzos perdidos y, desde luego, convertirle en un escritor mucho mejor mucho más rápidamente. La enseñanza de la escritura no es de tipo intelectual, y no consiste en la adquisición y retención de información, datos ni conceptos. Tampoco consiste en aprender una serie de «técnicas» bien definidas, como por ejemplo en el ballet.Yo la veo más parecida al aprendizaje del compositor, que más allá del aprendizaje sistemático de armonía, contrapunto, orquestación, etc., ha de adentrarse en un terreno muy variable donde resulta clave la elección de un profesor cuya estética resulte atrayente, o al aprendizaje del actor, donde no existe «una» técnica, sino muchas, cada una creación personal de un maestro singularmente perceptivo (Lee Strasberg, Meisner, Grotowsky, Uta Hagen, David Mamet, Arianne Mnouchkine…). Suponer que los escritores no tienen que aprender su oficio es, en el fondo, suponer que los escritores no tienen oficio, y que escribir novelas es, como pescar o coleccionar sellos, una especie de afición de los domingos que no puede ser tomada en serio. Seguir pensando una cosa así en una sociedad donde los diseñadores de logos industriales asisten a carísimas escuelas de renombre internacional, donde los disc-jockeys son profesionales altamente cualificados y sólidamente remunerados, y donde los ídolos de la canción para quinceañeras reciben miles de horas de clase para aprender a hacer lo que hacen, resulta más que curioso.

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Ficha técnica

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