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Santificado sea tu nombre

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Como ya se ha señalado abundantemente, una de las relativas sorpresas que nos ha deparado el final del siglo XX es el vigoroso resurgir de la conciencia religiosa. Sabemos mucho y estamos convencidos de demasiado poco, decía Thomas Stearns Eliot (1888-1965) hace exactamente ochenta años, cuando –a pesar de la carnicería de la Gran Guerra– todavía se mantenía con no demasiadas fisuras la fe en un progreso indefinido, y se consideraba la religión como una reluctante huella de la infancia del género humano. El siglo del positivismo todavía estaba a la vuelta de la esquina.

Y, sin embargo, ya en 1912 Émile Durkheim había subrayado en Las formas elementales de la vida religiosa, un libro que ahora vuelve a leerse con provecho, el carácter instrumental de la religión como herramienta de progreso cultural y cohesión social. En nuestro tiempo la religión y, más aún, la disponibilidad religiosa, ha regresado para convertirse en una especie de seña de identidad, en un tono social del milenio que termina. Si tienen un rato que perder, y son suficientemente ricos para soportar las exacciones con las que la Compañía Telefónica se ha propuesto penalizar el viaje de los internautas, les recomiendo que pregunten por los temas religiosos y afines en los buscadores de la Red. La variedad del material es fabulosa. No pienso tan sólo, claro está, en las religiones más o menos institucionales, en las sectas, en los diferentes avatares de las liturgias de lo sagrado. Me refiero, sobre todo, a una especie de zeitgeist que se expresa en la generalizada sacralización de las más variadas formas de la realidad y que parece haber encontrado en la Red el canal perfecto. Es como si, del mismo modo que el positivismo producía «progreso» y secularización, la postmodernidad estuviera empeñada en un proceso de producción de «religiosidad» retroalimentado globalmente. A estas alturas del siglo ya no sabemos si sabemos mucho, pero necesitamos convencernos de demasiado.

Una de las formas más conspicuas que reviste esa nueva religiosidad se manifiesta en el lenguaje con el que los media se refieren a las celebridades y, como consecuencia, en las formas de culto que contribuyen a crear. En definitiva, las estrellas, las celebridades contemporáneas –de Lady Diana a Leonardo DiCaprio pasando por Kurt Kobain, Sadam Hussein, Monica Lewinsky o el compungido sujeto de sus celebradas felaciones–, son probablemente lo más en común que tienen los distintos barrios de la aldea global en que se ha convertido este planeta; algo sobre lo que chismorrear de uno a otro rincón. En un interesante trabajo publicado en la nueva revista International Journal of Cultural Studies, el profesor australiano John Frow, una de las autoridades mundiales en este campo, se centra en el análisis del culto a Elvis Presley (1935-1977) para examinar las dimensiones religiosas presentes en la moderna concepción de la celebridad y, de modo especial, en la de la celebridad muerta. El fenómeno no es de ahora mismo: piénsese en el culto a Rodolfo Valentino o Eva Perón, o el dispensado a algunos de los más sangrientos dictadores –también estrellas populares–, todos ellos vehiculados a través de los medios de comunicación de masas desarrollados en la primera mitad del siglo. Lo que es distinto ahora es la frecuencia (los media necesitan mitos) y la calidad: en el culto a las estrellas hay a la vez adoración y parodia, una especie de guiño postmoderno a su misma necesidad e intensidad. Frow estudia entre otras cosas el papel y el significado de la veneración a las estrellas muertas en la cultura popular de nuestro tiempo, avanzando que las formas de apoteosis asociadas al moderno star system constituyen un fenómeno de estricto carácter religioso. El análisis junguiano de los mitos está inevitablemente presente en su examen, como también lo está la deuda con el Edgar Morin de Les Stars (1957), un libro verdaderamente precursor.

Para Frow, el poder de esas estrellas muertas tiene mucho que ver con una tecnología de la repetición que disemina constantemente la imagen de los nuevos dioses en una serie de copias sin límite que funcionan como iconos. Esas reproducciones pueden ser también humanas, réplicas paródicas, imitadores, lo que los norteamericanos llaman look alike. Si se me permite una evocación personal, leyendo el artículo de Frow he recordado con una extraña mezcla de repugnancia y nostalgia los estrambóticos concursos de imitadores de Elvis que proliferaron en los Estados Unidos durante el tórrido verano de 1997, cuando sus fans conmemoraban el vigésimo aniversario de la muerte del héroe de los zapatos azules de gamuza (Blue Suede Shoes). Aquellos tipos, mitad clones irrisorios, mitad sacerdotes de un culto popular, expresaban a su modo el duelo de buena parte de la nación por la muerte del romántico semidiós. La mayoría eran cuarentones en mala forma física a los que la vida había enseñado ya su rostro más tedioso: por eso casi ninguno podía imitar al joven y rebelde mito de los fifties, sino al monstruoso frankenstein embutido en uniforme de lentejuelas en que se había convertido al final de su existencia, cuando los cócteles de antidepresivos y estimulantes habían hecho su trabajo. Pero lo cierto es que aquellos individuos parecían sentirse partícipes de un rito que orquestaban y jaleaban los media de todo el país.

Siguiendo a Morin, y teniendo en mente a la «princesa muerta cuyo fantasma ronda ahora los estudios culturales», Frow señala la secuencia de fenómenos que acompañan la apoteosis de la estrella: incredulidad ante la noticia de la muerte, formación de leyendas acerca de su supervivencia o de una conspiración asesina, aparición de nociones espirituales acerca de la continuidad de su presencia entre los vivos, y desarrollo de un culto que conecta a vivos (seguidores) y al muerto inmortal. Retrospectivamente la biografía del héroe/heroína se hace más trágica, y se estructura por premoniciones: cada gesto, cada decisión, cada cambio de su vida se carga a posteriori de significado numinoso.

En muchos casos (Elvis, Diana) se edifica un santuario, lo que significa la plena consagración del mito. Graceland (Memphis, Tennessee) es el lugar de peregrinación de los creyentes de Elvis. Althorp (Northamptonshire) el de los de Diana. En el primero los visitantes siguen un itinerario a lo largo del Muro del amor, donde contemplan las inscripciones que dejaron los anteriores peregrinos, para entrar luego en la Jungle Room, presidida por el trono del cantante; el recorrido llega luego a la sala de televisión, donde tres pantallas con diferente orientación permitían al héroe seguir tres partidos de football al mismo tiempo, y termina en el Jardín de la Meditación, donde se encuentra la tumba de Elvis.

Althorp es más fino. Conéctense con la elaborada página web creada por la fundación que preside el hermano de la princesa muerta: nada de kitsch, sino elegante discreción. Un plano general muestra las instalaciones –«cuya lozanía y modernidad son un tributo único a una mujer que cautivó al mundo en su demasiado breve existencia»–, y el camino que deben seguir los peregrinos en su recorrido desde las caballerizas y la vetusta mansión hasta el borde del lago artificial. En una boscosa isla, antes cementerio de los perros de los Spencer, reposan los restos de la Princesa del pueblo.

Al final de la visita pueden adquirirse recuerdos más selectos que los que atiborran las tiendas para turistas del centro de Londres.

REFERENCIAS

JOHN FROW, «Is Elvis, a God?». En International Journal of Cultural Studies, volumen 1, número 2, agosto 1998, Sage Publications, Londres.

ÉMILE DURKHEIM, Las formas elementales de la vida religiosa, Alianza Editorial, El libro de Bolsillo, número 1615, Madrid.

Página Web de Althorp: www.althorp-house.co.uk.

Página Web de Graceland: www.elvis-presley.com.

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Ficha técnica

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