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Mirando a los ojos

Encuentros con Samuel Beckett

Charles Juliet

Siruela, Madrid

Trad. de Julia Escobar

88 pp.

10,90 €

Cómo fue. Recuerdos de Samuel Beckett

Anne Atik

Circe, Barcelona

Trad. de Juan Abeleira

172 pp.

13 €

La lupa de Beckett

Jordi Ibáñez Fanés

Antonio Machado Libros, Madrid

262 pp.

18 €

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Es éste un año Beckett: el del centenario de su nacimiento, concretamente. Mes a mes han ido goteando los títulos alusivos, y también algunas traducciones de su obra al castellano. Entre ellos, las cuatro elípticas conversaciones del escritor con Charles Juliet, o su Teatro reunido (Tusquets), con persuasivo epílogo de Jenaro Talens. Además, echando la red un poco más atrás en el tiempo, capturamos el envolvente ensayo de Jordi Ibáñez Fanés, y el libro de recuerdos amistosos firmado por Anne Atik. No se agota aquí la nómina de producciones celebrativas o exegéticas, pero valen éstas como variado muestrario de tonos de abordaje.

Atik, que es la esposa del pintor y retratista Avigdor Arikha, evoca –desde su papel de amiga consorte y casi en forma de diario personal– las visitas que Beckett les hacía, moteadas de anécdotas discretas, frases telegráficas y retazos de poemas que el escritor amaba. El libro de Jordi Ibáñez elabora la trama que une a Beckett con la filosofía de su época, y lo hace intensamente, poniendo de manifiesto los recursos del pensador –es profesor de estética y filosofía en la Universidad Pompeu Fabra– y los recursos del escritor –es autor de la premiada Una vida al carrer–. Juliet recrea la palabra dialogada y el ambiente de las conversaciones con Beckett, con un resultado más cercano al retrato literario que a la trascripción fidedigna. Los tres libros se reparten, así, tres posiciones enunciativas diferentes: la de la espectadora cómplice, la del estudioso subyugado y la del admirador inquisitivo.

Además, los tres abordajes entran en ciertas paradojas que parecen engarzarse entre sí: Atik, vinculada familiarmente el mundo de la pintura, prefiere, para hilvanar su relato, el sentido del oído antes que el de la vista. De modo casi excesivo enumera las recitaciones compartidas y las músicas escuchadas, sólo ocasionalmente nos habla de los gustos pictóricos de Beckett, y, entre sus aficiones, destaca la del juego del ajedrez, que el escritor enseñaba a una de las hijas del matrimonio. Ibáñez –poeta y novelista–, somete los textos literarios beckettianos a una mirada que busca sus ideas sobre la pintura y el arte, el régimen de lo visible en ellos, las relaciones entre visibilidad y escritura, las posiciones de Beckett frente a la pintura, y termina dedicando un capítulo al ajedrez –cuya belleza «no es una experiencia visual»– y a Duchamp, uno de los más conocidos contrincantes de Beckett ante el tablero. Los encuentros con Juliet, en los que esperamos poder degustar la palabra directa del escritor, resultan bastante taciturnos; son, verdaderamente, encuentros más que conversaciones, y, aunque en ellos Beckett ensalce la importancia del oído frente a la vista, lo cierto es que, en el texto, quedan consignados espesos silencios: parece ser –y esto también lo dice Atik– que, a veces, Beckett no articulaba palabra en sus citas o visitas. Prendido también en el trasvase entre el oído y la vista, Juliet aprovecha los vanos de la conversación para observar físicamente al escritor, cuyas posturas, gesto y vestimenta parecen haber imantado no sólo su mirada, sino también la de Atik.

Del libro de esta última sale un personaje algo desvalido y apesadumbrado que algunas tardes se refugiaba en la familia de Avigdor Arikha. Sam –para los amigos– se tuteaba difícilmente incluso con los próximos, siempre trataba de no ser reconocido (un Nobel es un Nobel), bebía whisky y fumaba en abundancia, y mostraba una empatía natural con los niños. Poseía, además, una bondad y una generosidad que no eran compensación de ninguna infancia de privaciones, sino «consecuencia de una compasión visceral que se originaba en sus oídos al escuchar los comentarios que la gente hacía sin darse cuenta sobre su situación y le impulsaba a llevarse directamente la mano al bolsillo». Su aura solitaria no se atenúa ni con las referencias a su familia –a la que se sentía muy unido– ni con los dos breves momentos que Atik concede a su mujer, Suzanne: en uno reseña la distancia hostil de ésta con los amigos de Sam; en otro nos relata que, siendo ya anciano, el escritor se siente culpable e impotente por no poder ayudar a su mujer enferma: pero el caso es que es Beckett quien está recluido en el asilo mientras que a ella la cuidan en casa. El lector percibe muy bien que Atik se muerde la lengua para no hablar de Suzanne.

De hecho, parece que Sam tampoco hablaba nunca de ella en las cálidas veladas en casa de esta familia. Allí se comparten gustos artísticos, se bebe, se charla, pero sobre todo se recita. Beckett está dotado de una memoria prodigiosa y admirable, y el libro se convierte así en un breviario de sus gustos literarios: Yeats, Apollinaire, Rabelais, Du Bellay, Racine, Flaubert, Nerval, Louise Labé, Rimbaud, Mallarmé, Pierre-Jean Jouve, Éluard, Breton, Duras, Robbe-Grillet, Shakespeare, Milton, Goethe, Hölderlin, Heine, Trakl, Dante, Montale, Leopardi, Schopenhauer, Cioran, Sor Juana Inés de la Cruz o la Biblia. Beckett no solía dar grandes explicaciones teóricas sobre tales gustos en estas reuniones, sino que se limitaba a manifestar «sus impresiones o reacciones físicamente»: un reflejo, quizá, de su pasión y al mismo tiempo de sus recelos frente a la erudición (es posible que también por esas fechas ya considerara pedante su propio estudio de juventud sobre Proust). Resulta curioso que la frase suya más subrayada por Atik sea ésta: «Hay que volver a la ignorancia». Sin llegar a cuajar en saber teórico, las declamaciones compartidas excitan, sin embargo, observaciones que pudieran desembocar en una poética corporal; Beckett recitaba «canturreando por lo bajo», «como si fueran poemas tonales» o «como un Lied»; aconsejaba a los actores dar poco color a la voz, un ritmo lento y continuo que tradujera «la estructura de la frase, el ritmo y la musicalidad de las palabras entre sí»; y, ante la sugerencia de que el pulso y la respiración pudieran intervenir en la génesis de un determinado ritmo poé­tico, calificaba el suyo de «jadeante».

La voluntad reductora de la expresividad de la voz recitativa guarda relación con el bilingüismo literario de Beckett. Atik señala su aguda intuición para las lenguas que no dominaba, como el hebreo, y en las que, sin embargo, podía percibir si la traducción del ritmo era justa o no. Este tipo de contacto primero con una lengua revela lo que el escritor busca en ella: una palpitación rítmica –según confía a Juliet– no teñida por los «automatismos inherentes a su utilización», y que conserve «el perfume de lo extraño». Por esa razón, Beckett confiesa haber empezado a escribir en francés, por esa razón también lo ha abandonado: «Ahora escribe en inglés porque esta lengua se ha convertido para él en la lengua extranjera», declara Juliet en 1977. El movimiento reductor es una constante en el escritor: lo atestigua la actividad de corrección de sus textos (cuando la primera escritura no surge suficientemente «adelgazada»), lo corrobora la conocida opinión crítica que enfrenta la abundancia acumulativa de Joyce y Proust a la «parvedad» de Beckett. Pero la «reducción» y el «extrañamiento» de las lenguas no son meros ejercicios de empobrecimiento, sino que buscan algo; algo así como un contacto de orden físico con las palabras propiciado por su naturaleza más desnuda.
 

Mal visto, mal dicho es uno de los títulos de la trilogía de Beckett que completan Compañía y Rumbo a peor (reseñado este último en estas páginas bajo el título «Poética del fracaso» en diciembre de 2001). «Mal visto, mal dicho» es, asimismo, la fórmula de la relación entre la percepción visual y el lenguaje que dicha trilogía explora, y es, también, el motivo que –implícita o explícitamente– escande las doscientas cincuenta páginas de reflexión del libro de Ibáñez: en su comienzo se refiere ya al «sentido» como «una secuencia en la que lo dominante es la dificultad de decir eso que vemos superpuesta a la de ver eso que decimos». El denso estudio despliega esta secuencia en dos partes –«El texto invisible» y «La lupa apócrifa. Beckett y las imágenes»– seguida de una tercera, a modo de colofón y juego, que titula «Beckett y Duchamp. Un problema de ajedrez». No se trata, pues, estrictamente de una reflexión sobre la obra literaria, sino de una reflexión que, nutrida de filosofía y estudios visuales, «sobreinscribe», desdobla, completa, agujerea, articula y desarticula las posiciones confesadas o deducibles de Beckett frente a la imagen y la pintura, las posiciones de la crítica sobre el peso de lo escópico en el texto beckettiano, las posiciones de la modernidad o la posmodernidad respecto de lo visual y lo textual. El texto de Ibáñez contempla así un asunto teó­rico que atraviesa los debates actuales sobre la naturaleza del arte y sobre los límites de la representación.

En un primer momento se aborda «la desaparición del campo visual implícito en el texto» de Beckett mediante la destrucción de la retórica o mediante la saturación de literalidad. Estos «ejercicios de borrado» conducen, según Ibáñez, a una escritura de apariciones y desapariciones fugaces en la que se lee una voluntad de extinción, y que desembocaría en la salida fuera del lenguaje y la autodisolución de la obra. Pero es este penúltimo paso, sostenido de manera indefinida, el que se escenifica en Molloy, Malone muere y El innombrable, donde el lenguaje trata de apoyarse en la dificultosa percepción visual, mientras la visibilidad remedia la inevitable disolución de la apariencia agarrándose al lenguaje. De este análisis, el lector puede deducir que, en esta escritura, el hecho mismo de decir resulta más importante que lo que se dice. Y que la fuerza enunciativa es lo que sostiene a un texto que escenifica sin cesar su propio final sin ser capaz de acabar consigo mismo. Por esta vía –aunque Ibáñez no lo haga explícito– queda confirmada la inscripción de la obra de Beckett dentro de la órbita de las últimas vanguardias literarias del siglo XX, y, de paso, queda también definitivamente rescatada de etiquetas poco favorecedoras, como la de «teatro del absurdo».

El ensayista Ibáñez deja ver estrategias de narrador al abordar el segundo capítulo con una anécdota (apócrifa) de la biografía de Beckett: parece ser que éste –miope– se dirigió un día con una lupa al Louvre a fin de observar con ella los cuadros de los impresio­nistas. La lupa –que se suma con naturalidad a la parafernalia de paraguas, bastones y piedras de los personajes beckettianos– es capaz de «deconstruir la visión en la misma acción de mirar», y le sirve al autor para postular que Beckett trataba de constatar la imposibilidad de ir «más allá de los límites donde la mirada se constituía a sí misma como fracaso», al tiempo que trataba de ver «la figura misma de lo imposible atrapada en su propio desvanecerse». La anécdota se presta así a ser metáfora de los procesos inquisitivos en torno a la visibilidad que propone el desarrollo teórico de Ibáñez, quien acude a Adorno, Sartre o Merleau-Ponty, además de a las propias consideraciones de Beckett sobre el acto creativo pictórico (Tres diálogos con Georges Duthuit) y sobre la pintura de Van Velde.

La última parte del libro se construye en torno a un guiño lingüístico que concierne a dos términos homófonos en francés: échec, fracaso, y échecs, ajedrez. Intercambiando sus significantes, los significados de estos dos términos permiten pensar, por ejemplo, que la máxima de Beckett –«ser artista es atreverse a fracasar como nadie más se atreve a ello»– pudiera haber dictado a Duchamp su abandono del arte visual (su atrevimiento a ese modo de fracaso) y su subsiguiente dedicación en exclusiva al ajedrez. O quizás es que comprendió que el ajedrez, ese juego abocado al fracaso –a las tablas– cuando ambos contrincantes juegan a la perfección, deviene en símbolo de la mirada que proporciona la lupa sobre el arte; una mirada que –empeñada en llegar al más perfecto grado de visión posible– constata al cabo que «la visión fracasa siempre en la imagen».

Habla Ibáñez de la soledad del rey en el ajedrez: todo depende de él aunque apenas tiene capacidad de maniobra: por eso está siempre en el centro de toda derrota en el tablero. El rey es, pues, la figura del fracaso, la figura del artista, si aplicamos la máxima de Beckett. Y, precisamente en este año, acaba de aparecer la edición española de Cuerpos del rey, de Pierre Michon (Anagrama); el libro se abre con una fotografía de Samuel Beckett y un título: «Los dos cuerpos del rey», en referencia al «cuerpo eterno, dinástico, que el texto entroniza y consagra» y al «cuerpo mortal, funcional, relativo, el andrajo, que se encamina a la carroña». Dice Michon que el fotógrafo, Lütfi Özkök, se dedica a retratar simultá­nea­mente el «cuerpo del Autor» y el saccus merdae, una operación mágica que aquí propicia la hermosura rugosa y etérea de Beckett, un regio noli me tangere que, en su caso, le viene de nacimiento. Atik y Juliet, a menudo espectadores subyugados por la elegancia ensimismada y taciturna de ese rostro, no dejarían de estar de acuerdo. Ibáñez añadiría quizá que en la soledad de este cuerpo de rey se lee el fracaso extremo que constituye al artista; y que en esos ojos transparentes se abisma la visibilidad, su destrucción y, al tiempo, su imposibilidad de final. 

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