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Los adioses

SALE EL ESPECTRO

Philip Roth

Mondadori, Barcelona

Trad. de Jordi Fibla

256 pp.

18,90 €

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En la novela Me casé con un comunista (1998), Nathan Zuckerman, el álter ego recurrente de Philip Roth, vive recluido en una cabaña de The Berkshires, abocado a sus labores literarias y «apartado de las diversas actividades que componen por lo común una existencia humana». Sin abundar en razones, Zuckerman explica que «vine aquí porque ya no quiero una historia. Ya tuve mi historia». Para los lectores de Roth, la historia comienza por The Ghost Writer (1979, traducido en 2006 como La visita al maestro), una novela ambientada en los años cincuenta en la que un Zuckerman joven y ambicioso, recién salido de la universidad, visita a su ídolo literario, el cuentista E. I. Lonoff. Roth imagina a Lonoff como a «un gigante de la paciencia y la fortaleza y la abnegación», una sugestiva amalgama de Bernard Malamud y Nathaniel Hawthorne. Zuckerman, al adentrarse en la morada del gran hombre, no tarda en exclamar: «Pureza. Serenidad. Simplicidad. Aislamiento. Toda la concentración y la exuberancia reservada para el agotador, exaltado, trascendente oficio [de escribir]. Miré alrededor y pensé: así viviré algún día».

Mientras Zuckerman se pone a soñar, Roth nos alerta sobre la ironía de fondo. Porque el paraíso al que aspira el novato no es posible ni siquiera para el maestro. Hecha de raciones mínimas, la vida de Lonoff por poco impugna el libre albedrío. Lonoff es un rehén de la exigüidad. Su «escrupulosidad atroz, el cuidado demente y meticuloso de hasta el último detalle» lo eleva como escritor, pero lo condena como hombre. Incluso cuando su matrimonio se derrumba, la abnegación le impide dejar a su esposa por una ex estudiante, Amy Bellette, de la que se ha enamorado a pesar suyo. El drama doméstico llega de todas formas. En la última escena de The Ghost Writer, la esposa de Lonoff, Hope, decide irse, pero no sin antes enfrentarse a Amy: «Esta es la religión del arte, mi joven sucesora: ¡rechazar la vida! Escribir hermosos libros gracias a no vivir. Y tú serás la persona con la que él no viva». Muchos años después, al emular a Lonoff, Zuckerman recrea el problema de la disminución. Y si ni siquiera Lonoff pudo resolverlo, ¿qué posibilidades tiene Zuckerman, ex Wunderkind y playboy, de vivir «sin historia»? ¿Tan efectivo es, en definitiva, el refugio de su arte?

La segunda trilogía de Zuckerman –Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana– no elude estas preguntas, pero las aborda, o ahonda en ellas, situándolas en la periferia de sus preocupaciones dramáticas. Zuckerman pasa de ser el protagonista de las novelas a un narrador testigo que canaliza las experiencias de personajes dislocados como Seymor Levov, Ira Ringold y Coleman Silk. Roth plantea una relación ambigua entre el narrador y su materia. Plagadas de oportunidades perdidas, equivocaciones, vueltas trágicas y desengaños, pero también de una nostalgia áspera y furiosa, las historias en boca de Zuckerman sugieren que, por más que uno le dé la espalda al mundo (y con él a «las consecuencias perdurables del error»), siempre lo rondará «la vida, con toda su desvergonzada impureza». La cabaña del escritor es una cámara de ecos. Y no sólo Zuckerman termina en medio del ruido. Bajo la superficie de las novelas corre una historia subterránea: la de su mortificante decadencia física, de la que ningún aislamiento lo protege. A poco de retirarse a The Berkshires, Zuckerman queda impotente e incontinente tras una operación de próstata.

Así están las cosas al comienzo de Sale el espectro, la entrega final de la saga, ambientada en la semana de las elecciones presidenciales estadounidenses de 2004. Zuckerman lleva once años en su cabaña, sin «mirar un periódico o escuchar las noticias desde el 11-S». Pero al saber de un urólogo que alivia «significativamente» la incontinencia («sobre lo otro no había nada que hacer»), decide ir a consultarlo a Nueva York. De vuelta en la ciudad donde vivió cuando era un «joven vigoroso y saludable», Zuckerman encuentra todo «al mismo tiempo familiar e irreconocible» y se ve a sí mismo como un «impostor», un «fantasma». El motivo del espectro, fértilmente sembrado en el título (Exit Ghost en el original, una cita de Hamlet que remite a The Ghost Writer), da frutos argumentales: el presente entabla una relación inquietante con el pasado.

Y el pasado significa ante todo Amy Bellette, con quien Zuckerman se cruza en el hospital. Bellette, una anciana de setenta y seis años, a la que le acaban de extirpar un tumor cerebral y cuyo cráneo afeitado muestra «una sinuosa cicatriz quirúrgica», es caracterizada por Zuckerman como «alguien cuya existencia –tan rica en promesas y expectativas cuando la conocí– obviamente había ido muy mal». En un principio, Zuckerman se mantiene distante. Pero «la pasión de amplificar del novelista» lo lleva a elaborar toda suerte de hipótesis sobre los cinco años que Amy pasó con Lonoff después de la partida de Hope, e incluso sobre la existencia de una novela inédita o inconclusa, en la que el cuentista habría trabajado hasta su muerte a los sesenta y un años. «¿Cuál era la historia de esos cinco años?» La pregunta parece despertar a Zuckerman de su sueño ascético. Esa noche, compra por primera vez en años The New York Review of Books y ve un aviso en el que una pareja de escritores jóvenes ofrece intercambiar su apartamento por una residencia rural. «Ideal por un año». Zuckerman llama sin dudarlo, incluso a sabiendas de que, al «invitar a lo inesperado», está cometiendo un grave error. Pero el error es uno de los motores de Roth. Como se dice memorablemente en Pastoral americana: «Vivir es equivocarse sobre los demás, equivocarse una y otra y otra vez y, pensándolo detenidamente, equivocarse de nuevo. Así sabemos que estamos vivos: nos equivocamos».

Al encontrarse con la pareja, Jamie Logan y Billy Davidoff, Zuckerman siente que ella ejerce «una potente atracción gravitacional sobre el fantasma de mi deseo». El escritor se enfrenta al fantasma, como tantas otras veces, escribiendo, aunque sabe que no hay exorcismo posible. De vuelta en el hotel, Zuckerman imagina diálogos entre él y Jamie, vertiéndolos en «una obra de teatro sobre el deseo y la tentación y el flirteo y la agonía», donde los personajes son ÉL y ELLA. «Quise minimizar la pérdida», escribe Zuckerman, «esforzándome por simular que el deseo se había calmado de forma natural, hasta que entré en contacto durante apenas una hora con una treintañera hermosa, privilegiada, inteligente, segura de sí misma […] y experimenté el amargo desamparo de un hombre viejo estafado, que se muere por estar de nuevo entero». La quimera senil recuerda una fantasía de juventud. En el tercer capítulo de The Ghost Writer, Zuckerman había urdido una historia en la que Amy Bellette, con su leve acento de inmigrante, era en realidad Anne Frank, que había sobrevivido pero decidía ocultar su experiencia, hasta que el amor de Zuckerman le devolvía su verdadera identidad.

Si Amy representa un pasado inquieto y Jamie la agitación del presente, hay una tercera línea argumental que las une. Al día siguiente del encuentro con la pareja, Zuckerman recibe una llamada de un tal Richard Kliman, amigo y ex novio de Jamie. Kliman, un ambicioso crítico de veintiocho años, está escribiendo una biografía de Lonoff y quiere entrevistar a quien fuera un discípulo no declarado. Desde un principio, el roce entre los dos hombres es conflictivo. Kliman, que aparece «con una salud salvaje y armado hasta los dientes de tiempo», cree poseer la clave para explicar el misterio de la vida de Lonoff: una hipotética relación incestuosa del escritor con su hermanastra durante su adolescencia. Y su novela inconclusa, según Kliman, que ha visto parte del manuscrito, explora aquella relación. Lonoff, al abandonar Nueva York por un retiro rural, habría estado en realidad escondiéndose. Una biografía que pusiera la historia en perspectiva rescataría al escritor cuyo olvido es un «escándalo cultural». Zuckerman responde: «rescate a través de la deshonra». Y no sólo niega, por absurda, la hipótesis, sino además su valor intelectual. «El fisgoneo amarillista que se llama a sí mismo investigación», dice Zuckerman, es «la más baja de las ocupaciones literarias». Kliman responde: «¿Y qué hay del fisgoneo salvaje que se llama a sí mismo ficción?».

Zuckerman que, como su creador, es un escritor hondamente autobiográfico, más tarde le dice a Jamie: «Existe lo que no es así y revela lo que es así: eso es la ficción; y existe lo que no es así y simplemente no es así: eso es Kliman». Pero Roth, o la novela en su conjunto, matiza el juicio. Uno recuerda, además, la escena de The Ghost Writer en que Zuckerman consideraba a Lonoff como el autor «que había escapado» y, más aún, veía en su renuencia a vivir en Nueva York una clave de su obra: «Cuando uno admira un escritor», decía el aprendiz, «se le despierta la curiosidad. Busca su secreto». Es decir, que Zuckerman se había dejado seducir por un «espíritu de investigación» no muy distinto del de Kliman. ¿Puede argumentarse que el biógrafo reduce la obra a la vida, mientras que el novelista apela a la complejidad de ambas, a elaboraciones, fusiones de experiencia y fabulación? Quizás. Pero la indeterminación de la novela es significativa. Y tampoco el antagonismo de Zuckerman está exento de interés personal.

«Kliman y Jamie», escribe, tenían «el efecto de despertar la virilidad en mí de nuevo, la virilidad de la mente y del espíritu y del deseo y de la voluntad de estar de nuevo entre la gente y dar batalla de nuevo y poseer a una mujer de nuevo y sentir el placer del poder de nuevo. Todo regresa: ¡el hombre viril vivo una vez más! Sólo que ya no hay virilidad. Lo único que hay es la brevedad de las expectativas». Zuckerman sabe que, indefectiblemente, perderá la contienda: su oponente está «armado hasta los dientes de tiempo». Pero además Zuckerman descubre que está perdiendo sus facultades mentales. La disputa por fijar el significado de la obra de Lonoff es, dolorosamente, una batalla por apuntalar una conciencia en erosión. Zuckerman, después de hablar con Amy Bellette, quien confirma las sospechas de Kliman, se niega a aceptar su versión y, característicamente, fabula que Lonoff estaba escribiendo una ficción inspirada en la vida de Nathaniel Hawthorne. Es como si el novelista incurable quisiera establecer la supremacía de la ficción sobre la biografía imaginando una historia más interesante de la que los hechos acreditan.

La novela anterior de Roth, Elegía, conmemoraba a un hombre anónimo de setenta y dos años, dos veces operado del corazón y tres veces divorciado, que soñaba hasta el fin de su vida con una última oportunidad sexual, un «último gran revuelo de todo». Zuckerman se suma a estos personajes que ven la finitud personal con indignación metafísica, negándose a sí mismos la calma tradicionalmente asociada con la vejez. Y la obra de Roth ahonda en su propia relación con la vejez. Retrospectivamente, es evidente que el registro expresivo de los últimos años ha ido ampliándose hacia lo que Henry James –en el cuento «The Middle Years», que Zuckerman lee en The Ghost Writer– llamó una «manera final». Puestos a marcar un comienzo, el hito ineludible es El teatro de Sabbath (1995), otra novela en la que uno de los «animales moribundos» de Roth anda suelto por Nueva York, envejecido y, según la frase de Yeats, «enfermo de deseo». El teatro introdujo una furia renovada, una fresca rebeldía. Esta etapa, la de un Roth tardío, tiene poco que ver con la sabiduría o la aceptación. Edward W. Said, en On Late Style, habla del «período tardío no como armonía y resolución, sino como intransigencia, dificultad y contradicción irresuelta». La fórmula es apta para Roth.

No es en la superficie verbal, sin embargo, donde aparece la resistencia. Ahora más que nunca, Roth escribe en una prosa relajada, coloquial, siempre inteligible, apenas agitada por observaciones aforísticas («el bumerang emocional de la relación erótica»; «la quimera del acuerdo humano»). Como el propio Zuckerman dice hablando de las obras tardías: «La profundidad se alcanza» gracias a «la pureza de los sentimientos sobre la muerte y la separación y la pérdida». O, en palabras atribuidas a Lonoff: «El fin es tan enorme que es su propia poesía. Requiere poca retórica. Di las cosas claramente». La intransigencia, la robustez, se manifiesta entonces en los temas. Roth dice mucho sobre la decadencia del cuerpo, la pérdida de la «virilidad intelectual» y la desintegración general que precede al fin, pero además se niega a proporcionar el consuelo metafísico de una conclusión. Las novelas recientes, significativa e incómodamente, no concluyen, sino que se detienen sin que los inmensos problemas planteados encuentren un cierre. Zuckerman vuelve a The Berkshires, y «el deseo y la tentación y la agonía» siguen intactos. A la narración la impulsa no el motor de dos tiempos de obstáculo y resolución, sino el músculo del conflicto individual.

Said observa que el estilo tardío es «una forma de exilio»: «reside en, pero curiosamente apartado de, el presente». El estilo tardío, en este sentido, incorpora sus propios accidentes históricos. En Sale el espectro, como en otras obras de Roth, la conciencia del pasado aparece alegorizada en Zuckerman, una figura en cuyo final está su comienzo. Pero puede verse además en la escritura misma de Roth, siempre alerta a la fuerza de la ironía y la reformulación. Roth sigue a Yeats, uno de los autores a los que alude con frecuencia, en la idea de que, mientras que de la discusión con los demás surge la retórica, el verdadero arte surge de la discusión con uno mismo. Y Sale el espectro es una novela fructíferamente autoalusiva. Hay una inflexión proustiana en el modo en que se remite a la obra anterior del autor. El libro es, como cada volumen de Proust, autónomo en un sentido argumental; pero el conjunto trasciende la trama. Con sus resonancias internas, alcanza una expresividad que va más allá de cada situación en particular. Sale el espectro puede pensarse como el Tiempo recobrado en la saga de Zuckerman, aunque una de sus ideas centrales es precisamente que el tiempo nunca se recobra. Esta es la última novela de Zuckerman, y con ella se extingue la voz de un personaje que ha ocupado nueve libros y tres décadas. Si hay un consuelo, es que la voz de Roth sigue gozando de una «salud salvaje». 

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Ficha técnica

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