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Una novela política

La tribu atribulada. El nacionalismo vasco explicado a mi padre

JON JUARISTI

Espasa Calpe, Madrid, 200 págs.

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En los años en que aún compartíamos cafetería de Facultad ––donde ocasionalmente nos contábamos lecturas recientes, y donde tanto aprendí–, me decía el autor de este libro que uno de los fantasmas que revoloteaba entonces a su alrededor tenía que ver con su incapacidad para escribir una novela. Ya puede licenciar a ese fantasma Jon ––otros habrá sin duda que vengan al quite–, porque aquí tiene su novela. Los bibliotecarios catalogarán sin duda este libro bajo el rubro de ensayo, aunque el de Jon Juaristi es un combinado de carta abierta –a un personaje imaginario que bien podría ser su propio padre–, de relato de familia –en el que presumo que algo tiene que ver Leonardo Sciascia, aunque no se le nombra, o precisamente por ello– y de desenfadado vapuleo inmisericorde (iba a decir a diestra y siniestra, pero el palo se dirige en exclusiva hacia la izquierda). La novela que esconde tiene sus personajes, algunos con nombres sonoros y redondos como el Gran Tragón, el Guardaovejas, la Mutante Calva o Bolo Bolón, y otros con nombres tan prosaicos como Mario Onaindía, Antonio Elorza o Juan Aranzadi.

Si existiera el género –que no lo sé–, podría decirse que la de Juaristi es una novela de opinión, en la que unas vacaciones en la costa croata donde todavía huele a guerra nacionalista, y una misteriosa biblioteca donde se encuentra siempre el libro apropiado, espolean la escritura de esa carta que tarde o temprano todos queremos mandar a nuestro padre. Interpreta en ella la ideología nacionalista con que aquél comulga –y nunca mejor dicho– utilizando un bono de viajes de ida y vuelta por la historia vasca de los últimos ciento y pico años. En El bucle melancólico ya había repasado Juaristi con lupa las historias de nacionalistas entre el Gran Tragón que accionó el starter del movimiento y el Guardaovejas que hoy lo engrasa. Este libro, aunque a alguna no se resiste, parece que quiere dejarse de historias para reducir a un par de entradas la explicación esencial de esa historia vasca del último siglo que trufa el nacionalismo. «De la religión tribal» y «De la guerra tribal» son muy sintomáticamente los dos ejes que, soplada la paja, entiende Juaristi quedan para montar el mecano del movimiento nacionalista. ¡Y esto escribiendo en Croacia!

Sostiene en su primer tratado, el de la religión tribal, que el nacionalismo vasco desde su fundación se entiende mejor como movimiento etnocristiano que como ideología política. No se trata sólo de subrayar una vez más la línea que dice que entre nacionalismo vasco e integrismo católico ha existido históricamente una atracción congénita, sino de elevar el integrismo a categoría esencial del movimiento. Esto requiere un nombre y Juaristi entiende que etnocristianismo le va al pelo porque alude simultáneamente al elevado concepto que el Gran Tragón tuvo de la raza de los euzkos y de la religión única y verdadera, la católica, romana y apostólica. Del apego a lo primero el Guardaovejas sigue rindiendo eficazmente cuentas, aunque respecto de lo segundo ha habido que matizar, y mucho: modernidad obliga, y el nacionalismo siempre ha mantenido una especial relación con la modernidad; ahí está para prueba el lenguaje insólito del lehendakari Ibarretxe.

Puede decirse, por vía de principio general, que si en la tempestuosa historia de España desde 1808 hasta hoy las provincias vascas no se han independizado de España –cada una por sí o en confederación cantábrica–, ha sido porque a sus élites políticas primero y a su ciudadanía luego –cuando ésta ha pintado algo, es decir, entre 1931 y 1936 y desde 1978– no les ha interesado lo más mínimo. En este tiempo lo de las ataduras obligatorias ha funcionado muy precariamente, y todo un continente atestigua que independizarse de España es algo perfectamente viable. Este principio es especialmente aplicable a la actualidad, con España de lleno en un sistema jurídico político europeo –ya no cabe llamarlo internacional– donde las posibilidades para la independencia pura y simple se han multiplicado extraordinariamente. Es, en puridad, el gran «conflicto» del nacionalismo vasco: que la sociedad vasca no quiere constituirse en república independiente de la república monárquicoeuropea española. Madrid no es más que un Don Tancredo, pues el toro a lidiar para el nacionalismo es la sociedad vasca (no digamos ya si somos políticamente correctos y metemos en el saco a sudorientales franceses y a navarros).

Por ello, el nacionalismo busca vencer ese imposible en ámbitos más modestos. Si no se puede colgar la ikurriña de un palo ante la sede de la ONU, al menos puede darse la lata con una selección de fútbol vasca, una federación vasca de pelota, un sistema de telefonía vasco… o una Iglesia vasca. La única pega que puede ponerse a esta retahíla de independencitas vascas es que ninguna se sostiene. Hace falta mucho entusiasmo para creer que el Athletic de Bilbao se plegará a jugar una liga de fútbol sin el Madrid o el Barcelona, o que Euskaltel es una empresa baska y no una empresa española que se ha puesto una chapela para operar más cómodamente en tierra de disfraces. Sin embargo –argumenta Juaristi–, el nacionalismo históricamente ha mimado esa otra encarnación de la independencia no querida por la sociedad vasca, la de la Iglesia vasca, porque en ella le va su esencia etnocristiana, o sea, su esencia sin más.

Aunque sus reflexiones sobre el etnocristianismo son en mi opinión las más valiosas del libro, creo que deben llevarse algo más allá. Juaristi abre boca con una reflexión que debería recuperarse tras su larga cambiada que saca a la Iglesia vasca del refugio del caballo metafórico. En unas páginas preliminares que no llevan título ni figuran en el índice –es decir, que es como si no existieran para el libro– se recuerda el conjunto del lema histórico del PNV –aún hoy oficial– de Jaungoikoa eta Lagi-Zarra (Dios y Ley Vieja, trasunto del Dios, Rey [Patria] y Fueros carlistón) para liquidar sin miramiento alguno su segunda parte: «Lo cierto es que la Tribu no tenía Ley alguna, ni Vieja, ni Nueva. Jamás la tuvo. La Tribu fue fundada contra la Ley… La Tribu es una Tribu nihilista» (pág. 13). Ahí, sin embargo, creo que está la razón por la que el etnocristianismo vasco busca desesperadamente una Iglesia: porque nace y permanece al margen de la cultura política de la constitución, de las españolas por supuesto, pero también, y sobre todo, de la vasca que nunca ideó siquiera.

El segundo tratado de este libro no tiene mucho que ver con su título, «De la guerra tribal». Contiene una zurra soberana a buena parte de los que en un pasado bien reciente podrían haberse dicho, sin riesgo de ser desmentidos, amigos políticos del autor. Le toca primero a Juan Aranzadi, pues se la tenía bien ganada desde la publicación de su último libro, El escudo de Arquíloco. De la crítica al postulado principal del mismo –frente al terrorismo nacionalista, la postura más inteligente y éticamente coherente es poner tierra por medio– surge el argumento más interesante de este segundo tratado: la crítica a la resistencia como forma de resistencia frente a la resistencia. Coincide Juaristi en el diagnóstico, que no en la prescripción, con Aranzadi sosteniendo que es estúpido pensar en organizar un movimiento de resistencia frente al terrorismo nacionalista, porque éste forma parte a su vez de una resistencia en la que, cada cual a su modo, participan los nacionalistas y los terroristas nacionalistas.

El tufo a resistencia que disgusta a Juaristi en los grupos que han surgido desde julio de 1997 –sobre todo Foro Ermua y ¡Basta Ya!– lo achaca a la procedencia de buena parte de sus promotores de una izquierda que se permitió el lujo de tener por lema de campaña ni más ni menos que «La fuerza de la razón». No por kantiano, sino por nostálgico de la resistencia que protagonizó, entre otros, junto al autor de este libro, a Mario Onaindía le toca encajar el chorreo dirigido al partido que lideró en los ochenta, Euskadiko Ezkerra, más otra propina por opiniones actuales. La crítica de posiciones de la izquierda vasca de finales de los setenta, y hasta la desaparición de Euskadiko Ezkerra, bien podría haberla conjugado el autor en primera persona del plural. Respecto de las actuales posiciones de Mario Onaindía, creo que son mucho más complejas y atrevidas de lo que la crítica de Juaristi deja ver.

Entre otros, Onaindía ha defendido con determinación algo en lo que muy justamente insiste, casi tercamente, Juaristi: los símbolos importan, y mucho. Hacer dejación de ellos, concediendo que hay algunos que son inocuos y como naturales a la comunidad vasca y otros, igualmente legales y legítimos, que molestan y «provocan» es un primer paso que lleva a admitir que Ibarretxe tiene razón con lo del «contencioso» –que ahora se dice «conflicto», más fino– incesante desde 1839 y del que el terrorismo nacionalista es, ¡vaya por Dios!, una «expresión violenta». Puedo certificar que la bandera española y la vasca pueden compartir mástil sin que aparezca una fuerza de choque que queme la primera, pero he tenido que llegar hasta la universidad de Nevada en Reno para creerlo. En el País Vasco imposibilita esa coexistencia el hecho de que, junto a su símbolo, hay una nación proscrita, la española, para empezar por el propio poder público, el Gobierno vasco, y de remate por quienes, ya al calor del ejemplo, como poco sacuden una paliza a quien ose combinar rojo y amarillo. «Creo que los símbolos son la piedra de toque», afirma al final del libro Juaristi, convencido de que la actitud del resistente que no tiene tiempo para ellos es justamente la menos apropiada para organizar la protesta civil contra el terrorismo nacionalista.

En la atmósfera que crea Juaristi para escribir este texto mixto de confesiones de paseante solitario y carta desde la montaña, se permite varias satisfacciones, de las que no es a buen seguro la menor, como buen enfant terrible, poner patas abajo lugares tan comúnmente arraigados como el de la «resistencia vasca» frente a ETA. Los de la prensa van a tener que ir pensando en otra estampilla.

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