Buscar

Profeta Kipling

La vida imperial de Rudyard Kipling

DAVID GILMOUR

Seix Barral, Barcelona, 472 págs.

Trad. de Diego Valverde

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Tras su muerte en enero de 1936, en vísperas de la contienda que pondría fin al mundo colonial, no ha hecho sino crecer la figura de Rudyard Kipling como imperialista trasnochado, el energúmeno que utilizó su poderosa influencia de escritor para extender un credo de paternalismo y vasallaje por los dominios ingleses, desde la India hasta Sudáfrica pasando por Canadá y Australia. Antigualla rancia para sus mismas filas al acabar la guerra de 1914, desde el punto de vista marxista Kipling habría sido el vocero de la llamada «superestructura ideológica» del capitalismo más conservador, aquel que arrasaba el mundo con su fuerza triunfante, voraz, indiferente a la desigualdad y la injusticia que creaba a su paso. Ni siquiera tuvo la decencia de apoyar el libre cambio, que era la única política económica internacional que, al menos en teoría, iba a conseguir la mayoría de edad productiva de las colonias. Todo eso es cierto, en mayor o menor medida. Pero hay, por supuesto, matices, e incluso una manera diferente de considerar el desarrollo de la historia y el papel de Kipling en ella, precisamente a la vista de los últimos acontecimientos mundiales.

En el fondo, y prescindiendo de las razones económicas y estratégicas, de la brutalidad de los medios y la anacronía de los fines, hoy el papel de los Estados Unidos en Irak es parecido, salvando las distancias, al de Inglaterra en la India de los tiempos en que el autor de Kim hacía un retrato in situ del Imperio: enderezar un país «atrasado» que no ha sabido gobernarse por sí solo, reconstruir sus instituciones e incluso sus puentes, aunque muchos los hayan destruido los mismos ingenieros que ahora los levantan. Sin entrar en la ética y la estética de la actuación americana, no hay duda de que la raíz de la invasión encuentra sentido en aquella decimonónica obligación colonial, deber ineludible, a veces sangriento, siempre amargo a pesar de algunos pequeños beneficios locales; aquella «cruz» que la potencia más civilizada de cualquier época –los romanos en un tiempo, los ingleses después, ahora los americanos–, se ve compelida a portar quiera o no; aquella responsabilidad política y humana que Kipling, uno de los escasos poetas que supo interpretar «el latido de la multitud» del que hablaba Mandelstam, llevaba a todas partes, fuese Ciudad del Cabo o Calcuta, Vermont o Sussex, Rodesia o Hong Kong: la vieja carga del hombre blanco.

Kipling no era racista. Ni siquiera fue un espíritu aristócrata que desprecia a quienes les toca hacer de siervos o soldados. Al contrario, siempre defendió a los peones de la guerra y ridiculizó a sus oficiales, a sus generales, a los políticos que escurrían el bulto y que se llenaban de palabras hueras. Entraba en las tabernas y viajaba jornadas enteras en tren para escuchar testimonios de personas que ya nadie recuerda. Tampoco era un idealista, no más allá de su alma de poeta. Fue el bardo más pragmático y aferrado al espíritu de su tiempo después de Shakespeare. Se equivocó muchas veces en sus análisis de la política británica. Pero acertó en lo esencial. Su angustiada advertencia de que la retirada de Inglaterra de la India y de Sudáfrica llevaría a males todavía peores que el propio imperialismo, se cumplió. La península indostánica se convertiría en un baño de sangre, una guerra de castas y religiones, hasta que el país se partió en dos. Todavía hoy la frontera entre India y Pakistán es el lugar más explosivo del mundo. Lo mismo podemos decir de Sudáfrica. Kipling advertía contra el racismo de los africáners, la puritana aristocracia blanca que acabaría engullendo el movimiento bóer. Y en lo que concierne a Palestina, Kipling no estaba lejos de las ideas de Lawrence.

Es por esto que el libro de David Gilmour, La vida imperial de Rudyard Kipling, resulta ahora instructivo, tanto por revelar la verdadera «vocación imperial» de Kipling como por entender las raíces profundas de la misión norteamericana y británica en Irak. Se le tildará de paternalista e ingenuo, pero cuando nuestro hombre hacía de reportero en Lahore no resaltaba los beneficios materiales de la expansión inglesa en la vasta península (pocos, en realidad), sino el «espíritu de servicio» de aquellos hombres que arriesgaban sus vidas para mejorar las de una población marcada por la desigualdad, el atraso, la violencia, el absurdo. ¿Misioneros del progreso, la voz de la conciencia del hombre blanco? Sí, si tenemos en cuenta que la fuerza británica en la India jamás fue ni de lejos suficiente para administrar someramente el país, menos aún dominarlo. Mientras Conrad nos señala la perversión extrema del colonialismo, Kipling es el cronista de su realidad cotidiana, de los esfuerzos por erigir unas bases que sirvan para paliar las enfermedades, mejorar los cultivos, disminuir la arbitrariedad de caciques y reyezuelos. En muchos cuentos y poemas, el escritor angloindio muestra aquella realidad difusa del imperio, la pesadez de la «carga», la dificultad de los expatriados para mantener su identidad, como ese funcionario aislado en plena selva entre miles de nativos desarrapados que se viste cada noche para cenar.

La vida de Kipling fue un dechado de contradicciones. Era amigo personal de Jorge V, pero nunca aceptó un honor oficial. Profeta del «mal alemán» que nadie quería ver hacía 1904, antidemócrata «constitucional» (pero no fascista: fue el primero que vio la amenaza de Hitler y escribió contra él), antisufragista, antiamericano y antijudío, fustigador de irlandeses y de «arribistas» como Gandhi, el escritor angloindio sólo se afilió a un partido en toda su vida: el suyo, Kipling. Mientras que su obra y su legado son coherentes, su ansiedad por responder a los acontecimientos y expresar sus emociones hace que la calidad resulte irregular. Si cantó los fastos del Imperio fue porque había nacido y crecido en su ambiente, no en Cambridge ni en Oxford, como la mayoría de los políticos a los que odiaba.

Y lo más importante de todo es que entendió a la perfección lo que se ha llamado después «choque de civilizaciones». Para él, el Imperio Británico tenía la función de sembrar en tierra virgen las semillas de la civilización occidental con el fin de acercar las culturas, de extender el «progreso», de evitar la brecha irreconciliable. Profeta con mala uva, de palabras duras y agresivas, de opiniones insoportables, Kipling asumió el destino habitual de los agoreros de ser denostados por casi todo el mundo. Pero, como dice Gilmour, «él sabía lo que iba a pasar». Supo que el Káiser provocaría la guerra y Hitler otra aún peor; supo que vendría el apartheid en Sudáfrica y la lucha entre hindúes y musulmanes en la India. Siempre consideró a los Estados Unidos una sociedad rústica y atrasada, y a Francia una civilización «por lo menos contemporánea» a la inglesa. El ataque a Manhattan y el nuevo saqueo de Bagdad, fruto de décadas de torpezas americanas en Oriente Medio, no le hubieran sorprendido en absoluto.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

4 '
0

Compartir

También de interés.

Sombras y asombros de la impostura