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Philip Roth en su salsa

Roth desencadenado

Claudia Roth Pierpont

Barcelona, Literatura Random House, 2016

Trad. de Inga Pellisa

416 pp. 24,90 €

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En octubre de 2012, Philip Roth anunció en una entrevista concedida a les inRockuptibles que dejaba la literatura. Némesis, su vigésimo sexta novela, que acababa de traducirse al francés, sería la última. Roth contó también que, a poco de terminarla, se había puesto a releer sus libros anteriores de atrás hacia delante, a fin de «saber si había perdido el tiempo escribiendo». ¿El balance? «Hice lo mejor que pude con lo que tenía», dijo, con una frase que había pronunciado el boxeador Joe Louis al final de su carrera. La declaración se ha repetido desde entonces como un melancólico epitafio a la obra completa, pero también puede verse como el comienzo de una rica etapa interpretativa.

Según ha declarado con bastante ironía, actualmente Roth está «al servicio» de su biógrafo oficial, Blake Bailey. Y en su momento apoyó a la periodista Claudia Roth Pierpont en lo relacionado con los detalles biográficos de Roth desencadenado. Para los entusiastas, las malas noticias son que, según cálculos de Bailey, la biografía no estará lista antes de 2022 (comentario de Roth: «Lo ayudaré en todo lo posible, aunque no puedo prometerle seguir vivo»). Pero, entretanto, tenemos el estudio de Pierpont, y por ese lado las cosas no podrían ser mejores. Desde el principio, Pierpont es una cronista vivaz, con un ojo infalible para los detalles reveladores. Como en los perfiles que publica en The New Yorker, se mueve libremente por el territorio fronterizo de la biografía y de la crítica, relacionando las obras con sus fuentes, los personajes con sus modelos y los escenarios de las novelas con sitios reales. Que Roth siempre haya sacado ideas de su vida, o camuflado su identidad por escrito, complica bastante la relación, pero la autora analiza con gran inteligencia el modo en que la experiencia se transforma en arte.

A lo largo de los años, Roth ha generado tanta prensa que la transformación podría rastrearse en hemerotecas, desempolvando entrevistas o reseñas de las publicaciones clave de Estados Unidos. Aunque nunca descuida esa base documental, Pierpont conoce al autor en persona y, como cuenta en el prólogo, lleva una década hablando con él de «libros y de política y de mil otras cosas», con lo que tiene una línea directa con sus opiniones. Ese diálogo es atípicamente fructífero en el estudio. Roth no sólo se ha prestado a conversar «largo y tendido» sobre su obra, sino que a veces asoma como un divertido comentarista de su vida. Por ejemplo, cuando se le menciona su relación con el psicoanálisis, acota que la terapia a que se sometió en los años sesenta fue un «lavado de cerebro», e incluso se explaya: «Como los norcoreanos, el psiquiatra te torturaba y te torturaba con falsas interpretaciones, y cuando paraba te sentías tan agradecido que las aceptas sin más».

Roth rara vez ha aceptado sin más, sin embargo, las interpretaciones sesgadas de sus libros, que empezaron cuando el primero de todos, Goodbye, Columbus (1959), ganó el National Book Award. El autor tenía veintiséis años y una afición al ruido acorde. «¿Qué está haciéndose para silenciar a este hombre?», dijo un rabino de su comunidad. No se trataba sólo de que la voz de Roth no le hacía ninguna gracia. El problema estribaba en la representación de personajes judíos bastante menos que virtuosos, así como en retratos de familias como la que había visto nacer a Roth en Newark (Nueva Jersey) en 1933. Que las costumbres de una minoría sujeta a prejuicios raciales motivaran escenas cómico-satíricas se consideraba, como poco, de mal gusto. Más tarde, en una conferencia sobre «escritores y minorías», Roth debió afrontar la pregunta con trampa de si hubiera escrito el cuento «El defensor de la fe», que presenta a un artero soldado judío, de haberse encontrado en la Alemania nazi. Parte de la respuesta fue que él se encontraba en la democracia estadounidense, pero al cabo aceptaría que, a quince años del Holocausto, era muy pronto para hacer retratos provocadores. Tan mal trago pasó, en cualquier caso, que se prometió: «Nunca más volveré a escribir sobre los judíos».

Roth no sólo se ha prestado a conversar «largo y tendido» sobre su obra, sino que a veces asoma como un divertido comentarista de su vida

La promesa duró en esencia dos novelas: Deudas y dolores (1962) y Cuando ella era buena (1962), que Pierpont considera, acertadamente, reñidas con los fuertes del autor. Jugando con el título original de la primera, Letting Go («Soltarse»), afirma que en ellas Roth hizo todo lo posible por «no soltarse». Ambos libros parecen algo encorsetados en la tradición norteamericana de los dilemas morales, las observaciones de circunstancia y los arcos narrativos amplios. Y no tienen, por cierto, un solo personaje judío. La gran influencia era Henry James, uno de los héroes insospechados del autor, y el resultado se emparentó con obras de escritores como Richard Yates, William Maxwell o John Updike. Es obvio que Roth podría haber seguido en esta línea, aun cuando la recepción de las dos novelas fue tibia, pero imaginarlo como un escritor dueño de buenas maneras (y cuasiprotestante) sería entrar en lo que él mismo llamó una «contravida». La realidad apunta a la novela que publicó a continuación, una sátira alborotadora, atrevida y plenamente judeonorteamericana, como es El mal de Portnoy (1969).

Roth la llamó una «explosión». No cabe duda de que la voz desaforada de Portnoy, un treintañero que se descarga ante su psicoanalista, liberó al autor de todo corsé narrativo. Compuesta de digresiones y más chistes por minuto que un monólogo de Woody Allen, la novela satiriza las diferencias generacionales de una familia judía, la identidad vacilante del hijo y la sucesión vodevilesca de sus impulsos sexuales, concentrados en la asechanza de shiksas. Aunque suene fantástico, y sea graciosísimo, las reacciones no fueron unánimemente positivas. «El escritor se regodea en la obscenidad», escribió en su reseña nada menos que Gershom Scholem. Y hasta agregó en clave de advertencia: «He aquí el libro que han estado esperando los antisemitas». El temor implícito era que la comedia confirmara prejuicios de lo más serios, pero a Roth no se le escapó el hecho de que exasperar a una figura como Scholem era, intelectualmente hablando, un privilegio. Lejos de haber escarmentado con Goodbye, Columbus, se reinventó como antagonista de susceptibilidades solemnes, vinieran del campo que vinieran.

Cuánto había de sublimación personal en el antagonismo público es una pregunta que Pierpont no encara directamente, aunque sí vincula la liberación literaria de Portnoy con el final del matrimonio de Roth y su primera esposa, Margaret Williams, que murió en un accidente en 1968. «Puede que […] haya sido el matrimonio literario más dolorosamente destructivo y con una influencia más duradera desde el de Scott y Zelda [Fitzgerald]», escribe Pierpont. Y lo sórdido del trasfondo avala la opinión. Roth aceptó casarse cuando Margaret le dijo que estaba embarazada, aunque a condición de que abortase. Como es de esperar, la unión empezó con muy mal pie, pero luego se reveló que la gestación había sido ficticia y que Margaret le había comprado orina a una mendiga embarazada para falsificar los resultados de un análisis (o eso dijo después, y eso repite Roth). A Roth el episodio le pareció tan dramático que durante años buscó incluirlo en una novela, y en efecto lo hizo, tras la muerte de Margaret, en Mi vida como hombre (1974). La convivencia en sí tuvo efectos de más largo alcance: en la autobiografía Los hechos (1988), Roth sugiere que su primera esposa fue su «mejor profesora de escritura» por las trabas que le puso.

El artista atenazado por una mujer, o por las mujeres en general, no es una figura que despierte simpatías en el mundo moderno, y Roth pronto encontró un segundo enemigo en el feminismo. Como bien señala Pierpont, en sus libros hay personajes femeninos de todo tipo, pero la argumentación adversa puede responder –y ha respondido– que las mujeres rothianas suelen ser sólo antagonistas de los hombres, como si no tuvieran nada mejor de que ocuparse. Personajes como Peter Tarnopol o David Kepesh, además, no se caracterizan por su sensibilidad en cuestiones de género. Y mientras Portnoy o El profesor del deseo (1977) examinan, según la frase de otra novela, «las minucias insolentes del deseo masculino», en general se toman poco en cuenta los deseos femeninos. Indiscutiblemente, Roth no es Margaret Atwood. Pero la defensa de las obras, si hiciera falta, sería muy sencilla: ¿y con eso qué? Atwood tampoco es Roth. Entre los temas centrales de este último están las taras y las tribulaciones de la masculinidad, y un novelista tiene derecho a elegir sus temas más allá de los ideales sociales de la época. En sentido literario, la mejor acusación que puede hacerse a un libro revanchista como Mi vida como hombre es la de no ser muy bueno, pues el monótono ajuste de cuentas opaca la polifonía del autor.

A Roth le costó más o menos una década repetir el éxito de Portnoy. Después de novelas atípicas como Nuestra pandilla (1971), El pecho (1972) y La gran novela americana (1973) –«tres indiscutibles tostones», a decir de Martin Amis–, la renovación llegó al filo de los años ochenta con The Ghost Writer (1979), un título espléndido y polisémico que en castellano ha sido imperdonablemente cambiado por el chato La visita al maestro (el libro, para colmo, se tradujo en 2007, cuando la expresión «escritor fantasma» ya estaba muy extendida en nuestra lengua). Comparándolo con El gran Gatsby y con La casa del profesor, de Willa Cather, Pierpont lo llama «uno de esos libros singulares, inevitablemente breves, inescrutablemente musicales y prácticamente perfectos de nuestra literatura». Los adverbios le juegan un poco en contra a la contundencia que deberían tener los adjetivos, pero el juicio no es hiperbólico. Cabe subrayar, además, que la novela inicia una serie que se extenderá hasta Sale el fantasma (2007), quizá la última importante del autor. El vínculo entre los extremos y otras siete novelas es el personaje de Nathan Zuckerman, una especie de alter ego que, como Roth, nace en Newark en 1933, es judío y, rizando el rizo, escribe novelas complicadamente egocéntricas. Al abrir el cauce a la autobiografía, el personaje enriquece el diálogo de la obra con toda la literatura.

De entrada, Roth dedicaría mucha energía a las recapitulaciones. La visita al maestro recrea los problemas que rodearon la acogida de Goodbye, Columbus y da al joven Zuckerman un éxito polémico comparable. Ahora es el escritor ficticio el hombre al que quieren silenciar. Al empezar la novela, Zuckerman ha recibido una carta de un rabino que no sólo le pregunta si hubiera escrito determinado cuento en la Alemania nazi, sino que además le recomienda, a fin de reconectar con su comunidad, ir a ver un musical de Broadway sobre la vida de Ana Frank. La vulgaridad de esta propuesta solivianta especialmente al artista cachorro, que busca una voz con la altura intelectual apropiada. Y la visita al maestro del título, un escritor imaginario llamado E. I. Lonoff (léase Bernard Malamud), forma parte de esa búsqueda de un modelo que realmente pueda admirar, una figura de autoridad libre de devociones impuestas. Zuckerman mira la casa de Lonoff y exclama: «Pureza. Serenidad. Simplicidad. Aislamiento. Toda la concentración y la exuberancia reservada para el oficio agotador, exaltado, trascendente [del arte]».

La divisa se parece notablemente a una frase célebre de Flaubert que –cuenta Pierpont– Roth descubrió pegada sobre el escritorio de su amigo William Styron: «Sé regular y ordinario como un burgués en la vida, a fin de ser violento y original en tus obras». Pero ni Zuckerman ni su creador se muestran muy compenetrados con el ámbito monacal. En un momento, el primero piensa en la descripción que hace Isaac Babel del escritor judío como un hombre con «el otoño en el corazón» y «las gafas sobre la nariz»; luego agrega: «y con sangre en el pene». No es de sorprender, pues, que le atraiga un segundo modelo de escritor, el también imaginario Felix Abravanel, al que Lonoff asocia con «esposas guapísimas, amantes guapísimas, pensiones alimenticias tamaño deuda nacional, expediciones polares, reportajes desde la trinchera, amigos famosos, enemigos famosos» y demás. Muchos reconocieron en esa figura a Saul Bellow, y al parecer a Bellow no le gustó nada reconocerse, pero lo más significativo no son las claves ocultas, sino la evidencia de vasos comunicantes. He aquí una novela que conecta con muy diversas maneras de formar parte de la tradición literaria judía norteamericana. Y no sólo norteamericana. Retomando la referencia del principio a Ana Frank, Zuckerman imagina a la muchacha como una refugiada anónima que habría llegado a Estados Unidos en los años cincuenta. Así, Roth se apropia de la indiscutible «santa» (su palabra) de la literatura judía europea. (Se desconoce la reacción de Gershom Scholem.)

Si lo anterior suena vertiginoso, las apariciones posteriores de Zuckerman crean un torbellino adicional de autobiografía encubierta. Zuckerman desencadenado (1981), por ejemplo, cuenta las experiencias del personaje después de que publique una novela llamada Carnovsky, que recuerda notablemente a Portnoy y le permite a Roth examinar la experiencia del éxito. Zuckerman no sólo aparece en dos secuelas y en La contravida (1986), una especie de multinovela en que los mismos personajes tienen cuatro destinos diferentes, sino que toma la palabra en el epílogo de Los hechos, criticando la autobiografía del autor y tratándolo de ingenuo. Desde luego, inventarse un crítico recalcitrante puede ser una forma retorcida de hacer autocrítica o inocularse contra críticas ajenas. Pero los lectores no sabemos cuánto de Roth hay en ese Zuckerman, ni cuánto se parecen ambos en los demás casos. ¿Es el otro un alter ego o más bien un Doppelgänger?¿Es la invención un mapa de la realidad? ¿Cabe siquiera hacerse la pregunta?

En su entrevista para The Paris Review, que estuvo a cargo de alguien que vive de hacérsela, la biógrafa Hermione Lee, Roth se opone a la idea de que la obra sea un reflejo fiel de la vida: «Crear una biografía falsa, una historia falsa, pergeñar una existencia medio imaginaria con el drama de mi vida es mi vida. Tiene que haber algo placentero en el oficio, y helo ahí. Llevar un disfraz. Interpretar un personaje. Hacerse pasar por quien uno no es. Simular». Más o menos por la misma época, en un ensayo sobre Malamud publicado como necrológica en The New York Times, Roth hablaba de la capacidad que puede tener un escritor de transformarse en sus personajes, una habilidad que llama la «libertad conferida por las máscaras». Zuckerman, sin duda, se la conferiría a él. Y en la entrevista con Lee hay una idea complementaría: «No hace falta abandonar tu biografía por completo para llevar a cabo una suplantación. Puede ser más interesante no abandonarla. Distorsionas tu biografía, la caricaturizas, la parodias, la torturas y la subviertes».

En definitiva, Roth advierte que la novela autobiográfica no es un código que pueda descifrarse suplantando un nombre por otro (ni siquiera el roman à clef es tan simple). Pero también es cierto que sus enmascaramientos a menudo se parecen a una forma de provocación. En este sentido, una de sus novelas más desconcertantes es Engaño (1990): nada de lo que cuenta es verificable, pero da la impresión de que todo es autobiográfico. Sus escenas pueden leerse, de hecho, como una desafío al fisgoneo amarillista que pretender escarbar en la ficción en busca de trufas de realidad. Bastante atípicamente, en un escritor dado a las oraciones sinuosas y la prosa expansiva, la historia está casi enteramente contada con diálogos, y no fue sólo por sus temas por lo que algunos críticos la compararon con la obra de Harold Pinter Traición. Tenemos únicamente voces. Y, como en Pinter, las voces multiplican los malentendidos. ¿A quién pertenecen? Nada menos que a un escritor llamado «Philip» y a varias mujeres con las que ha tenido aventuras. Las conversaciones son claramente poscoitales o, en los mejores casos, como puntualiza Pierpont, «pre-re-coitales». Pero hay una inestabilidad permanente con respecto a quién habla, y los niveles de realidad se mezclan hasta el punto de que, cuando la esposa de «Philip» le pide explicaciones acerca de unas notas en las que aparecen charlas con otra mujer, se refiere a ciertas conversaciones que acabamos de leer. Escribe Pierpont: «La imaginación […] es el tema del libro tanto como lo es el adulterio». Elevando la intriga al cuadrado, «Philip» responde así a la sospecha de que los diálogos de sus cuadernos son «reales»: «Escribo ficción y me dicen que es autobiografía. Escribo autobiografía y me dicen que es ficción, así que si yo soy tan pavo y ellos son tan listos, que decidan ellos qué es qué». ¿Nosotros somos «ellos»?

Una lectora que no lo tuvo fácil a la hora de decidir fue la actriz inglesa Claire Bloom, que llevaba varios años en pareja con Roth y que más tarde se casaría con él. Pierpont cuenta que, en el primer borrador, Roth incluso le había dado al personaje femenino principal el nombre de Claire; como cabía esperar, cuando se lo dio a leer a Bloom, ella puso el grito en el cielo. A regañadientes, Roth accedió a cambiar el nombre e hicieron las paces. Pero el episodio es bastante revelador en cuanto a la escasa sensibilidad del autor. Bloom aún se acordaba de ello con disgusto en sus memorias de 1996, Leaving a Doll’s House, publicadas dos años después de divorciarse de Roth, en las que se despachaba con un retrato muy poco halagüeño de su exmarido. Roth, por cierto, no sólo se puso furioso al leer el libro, sino que hasta se las agarró con el reseñista de The New York Review of Books por osar resumirlo de la siguiente manera: «Claire Bloom, como agraviada exesposa de Philip Roth, muestra que este fue, al tiempo que su matrimonio se desmoronaba rápidamente, neurasténico hasta el punto de la hospitalización, adúltero, cruelmente egoísta y vengativo en lo tocante al dinero». En opinión de Roth, que respondió con una carta a la publicación, debería haberse escrito: «Claire Bloom […] alega que…». El reseñista era John Updike.

«No volvió a hablar a Updike nunca más», apunta Pierpont, y en esa frase se adivina la extraña convivencia del escritor que retuerce su vida hasta extremos barrocos y el ego herido que no perdona un solo verbo polémico. Más aún, el mismo novelista que había querido jugar con el nombre de su exesposa en una historia de infidelidades encubiertas (Pierpont confirma relaciones extramaritales) se planteó llevar a Bloom a juicio por difamación. Pierpont no se pronuncia al respecto, pero no es difícil detectar aquí una especie de doblez, o mala fe, en la imaginación del novelista. Socavar la realidad, utilizar la propia experiencia, reformular con más o menos distorsiones lo vivido estaría bien; sugerir que así pasaron las cosas constituiría una ofensa. ¿Hay una diferencia? El sentido común dice que no mucha. Pero es típico de Roth impugnar el sentido común, y no es improbable que justificara la diferencia en términos legalistas como los que propuso en su momento Philippe Lejeune al hablar de «pactos de lectura». Si mi pacto con el lector presupone que así pasaron las cosas, tengo que poder demostrarlo (de ahí lo de «alega»); si no presupone nada por el estilo, puedo decir todo lo que se me ocurra. Ya lo saben: si quieren difamar a alguien, escriban una novela.

Curiosamente, el siguiente libro de Roth, Operación Shylock (1993), le da más vueltas «al pacto de lectura» de las que previeron siquiera los cultores de la autoficción; en el subtítulo, se presenta bajo la rúbrica de una confesión, y su personaje principal se llama Philip Roth (y está casado con una Claire). Pero la verdad de lo que se dice nunca queda clara. Michiko Kakutani, crítica para The New York Times, lo definió en el título de su reseña como «un Roth dentro de Roth dentro de un Roth», y eso captura el efecto de muñecas rusas que produce el libro. La historia va del escritor Philip Roth, quien en medio de un colapso nervioso se entera de que, en Israel, un hombre está haciéndose pasar por él para promover una ideología llamada «diasporismo». Cuando el primer Philip Roth decide salir en su busca, razona que la mejor manera de neutralizar al impostor es usurpar la identidad usurpada, por lo que al poco tiempo tenemos, como adelanta Kakutani, un Philip Roth al cubo. La novela ofrece también una veta política y, en el prólogo, un tal «P. R.» confiesa que ha trabajado para el Mosad, los servicios de inteligencia exterior de Israel; pero Kakutani lleva razón al quejarse del «solipsismo, la repetitividad y el interés obsesivo por sí mismo» del autor. No es sólo que el lector acabe alienado; con este nivel de egocentrismo, donde rara vez decae la cháchara autorreferencial, acaba exhausto.

El conflicto de Roth contra Bloom acerca de la ficción se resolvió en 1994 más o menos como el de Kramer contra Kramer: con un divorcio. Pero el conflicto de Roth contra Roth, el torbellino autobiográfico que no dejaba pasar material nuevo al menos desde El profesor del deseo, encontró una salida gracias a un personaje que nadie podía confundir con Roth y con el que Roth nunca querría ser confundido. Ese personaje es Mickey Sabbath, el vitalista salvaje, cínico y erotómano que protagoniza la fabulosa El teatro de Sabbath (1995), una novela que inaugura los temas de la enfermedad y la muerte que harán eclosión en la etapa posterior. Con sesenta y dos años, Sabbath, un artista popular venido a menos, ha debido renunciar a su oficio de titiritero por la artritis, ha perdido a su amante por un cáncer, ha sido expulsado de la universidad donde enseñaba por un escándalo sexual con una alumna y se encuentra en el punto en el que sólo quiere morir, pero no puede. En ese contexto personal, que en Roth suele chocar contra todo un mundo, Sabbath pasa tres días delirantes en Nueva York, vagando como una especie de Rey Lear con la cabeza hecha una tormenta. La novela es furiosa y directa, magnánima y conmovedora. Y esas cualidades se extienden durante gran parte de esta etapa. Uno recuerda que, en La visita al maestro, Zuckerman descubría la siguiente frase en el relato de Henry James “The Middle Years”: «¡Una segunda oportunidad! ¡He ahí la ilusión! Nunca habría más que una». Pero en la década de los noventa Roth sí la tuvo.

Las últimas novelas de Roth se leen más como elegías por el país de su infancia que como cuadros del presente

También, de hecho, la tuvo Zuckerman. Después de las novelas que lo mostraban en su quehacer de escritor, el personaje reapareció en una segunda trilogía: Pastoral americana (1997), Me casé con un comunista (1998) y La mancha humana (2000). Pero lo más interesante es que lo hizo por una puerta lateral, a la manera de un narrador testigo en la línea de los de James. No en vano Zuckerman afirma que ya no le interesa su propia historia: más allá de la esfera del yo, descubre un material mucho más fascinante. Y el nombre de «trilogía estadounidense», como se llamó retrospectivamente a las tres novelas, nos alerta sobre la dimensión histórico-política a que se abren. Dicho sin mucho detalle, los temas habituales de Roth se suman ahora a las deudas y dolores de toda una generación, examinada a través de tres personajes que afrontan, cada uno a su manera, las injusticias del siglo XX estadounidense. Seymour Levov, un atleta brillante que tenía un gran futuro, se convierte en el padre de una terrorista contracultural que acaba matando a dos hombres con una bomba; Ira Ringold, un comunista obsesionado por la justicia, encuentra a su peor enemigo en su mujer, que simpatiza con el macarthismo; Coleman Silk, un profesor de origen negro que se hace pasar por blanco toda su vida adulta, es falsamente acusado de racismo en una universidad donde impera el dogma de la corrección política. De sólo perfilar los personajes, se intuyen los enormes conflictos con que entroncan, pero las novelas encuentran sitio para su complejidad, desplegando multitud de detalles y un renovado ímpetu realista.

Pierpont hace un análisis particularmente iluminador en relación con el contexto histórico, que coincide con la era Clinton y un espíritu general que Roth llamó, precisamente en La mancha humana, «el éxtasis de la gazmoñería». Una de las observaciones más afiladas de la crítica es que estas novelas se oponen a «la fantasía de la pureza» que tantas penas le causó al país desde que los puritanos desembarcaron del Mayflower. Escribe Pierpont que para el autor dicha fantasía, que vemos renovarse una y otra vez «en la extrema izquierda antibelicista, la extrema derecha anticomunista y la inmensa mayoría hipócritamente puritana, es detestable». Roth, cuando le pregunta por ello, acota: «Pero esa es la gran bendición de Estados Unidos […]. Es una sociedad radicalmente impura». Estemos o no de acuerdo en el diagnóstico, lo innegable es que sus novelas de madurez acogen la impureza, las mezclas de discursos, los cruces de clases y muy diversas visiones personales. Como señala Pierpont, incluso se empeñan en dejar entrar «lo repugnante», aquello a lo que una sociedad da la espalda al constituirse.

En este último sentido, no es sólo por morbo crepuscular por lo que las obras posteriores –cuatro novelas breves reunidas más tarde en el volumen titulado Némesis– se concentran en la enfermedad, la decadencia física, la demencia y la muerte. También ahí hay una veta política. Roth nos recuerda que Estados Unidos –y el resto de Occidente– son una sociedad que, de la publicación de Goodbye, Columbus a esta parte, se ha soltado de manera incalculable al abordar el sexo, pero que demuestra la misma incomodidad que entonces ante la idea de la muerte. Escribir sobre aquello de lo que no quiere hablarse sigue siendo efectivo. Pero también es un poco cierto que, como él mismo dijo en la entrevista que citaba al principio, Roth está algo desconectado de los Estados Unidos de hoy: sus últimas novelas se leen más como elegías por el país de su infancia que como cuadros del presente.

Claudia Roth Pierpont, que sabe tomarle el pulso a la realidad contemporánea e histórica, ha escrito un estudio lleno de observaciones perspicaces, fruto de una honda comprensión de la obra de Roth y un trato íntimo con la comunidad y el país que la inspiraron. Si cabe una crítica, se relaciona, no con ese saber, sino con cierta monotonía en la presentación. Cada capítulo se ocupa de un libro, cada libro suscita una recuento, y a veces es como si leyéramos una reseña tras otra, o incluso una reseña de reseñas, en ausencia de la estructura integral que se espera de un estudio panorámico. Pero la relectura implícita es siempre placentera. Quienes añoren (me incluyo) el rito anual o bienal de recibir «la nueva de Roth», se encontrarán aquí en muy buena compañía. Y quienes se pregunten (lo hago de nuevo) cómo lleva el escritor la vida después de la escritura recibirán una respuesta alentadora: «Al principio, no sabía qué hacer. Después de terminar Némesis, se encontró, por primera vez en más de medio siglo, desligado (como dice Zuckerman de Lonoff) de su talento. Hizo una lista de posibles temas para un libro, pero ninguno lo atraía. Tenía miedo de caer en una depresión, de sufrir si no estaba ocupado, de ser incapaz de lidiar con la vida si no aplicaba diariamente sus energías a la página escrita. Pero no ocurrió nada de esto. Se quedó solamente sorprendido al descubrir que se sentía libre».

Martín Schifino es traductor y crítico literario.

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