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El provocador cortés

Rorty and his Critics

ROBERT B. BRANDOM

Blackwell, Oxford

Verdad y progreso. Escritos filosóficos, vol. 3

RICHARD RORTY

Paidós, Barcelona

Trad. de Ángel Manuel Faerna

400 págs.

3.558 ptas.

El pragmatismo, una versió:antiautoritarisme en ètica i epistemologia

RICHARD RORTY

Eumo, Universidad de Girona

300 págs.

2.211 ptas.

El pragmatismo, una versión.Antiautoritarismo en epistemología y ética

RICHARD RORTY

Ariel, Barcelona

Trad. de Joan Vergés Gifra

302 págs.

2.500 ptas.

Forjar nuestro país. El pensamiento de izquierdas en los Estados Unidos del siglo XX

RICHARD RORTY

Paidós, Barcelona

Trad. y glosario de Ramón del Castillo

176 págs.

1.721 ptas.

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Uno de los rasgos más típicos de la cultura del siglo XX fue el prestigio de los provocadores. Esto es tan cierto que para definir el significado de la palabra «cultura» en dicho siglo, basta con decir que comprendía toda actividad en la que la provocación estaba bien vista y podía fomentarse. La cardiología, el derecho administrativo o la industria siderúrgica no fueron, por ejemplo, actividades hospitalarias para los provocadores, al contrario que la música, el diseño de anuncios o la industria textil. Por eso puede decirse que estas tres últimas cosas son, como todo el mundo sabe, fenómenos culturales y las tres primeras no. Las gentes del siglo XX alabaron en sus pintores y modistas –a menudo con adulación indecorosa– lo que de ninguna manera habrían tolerado a sus fontaneros o a sus notarios. Esto no ha de extrañar, porque una distinción así ha debido de existir casi siempre y en casi todas partes (es la diferencia entre lo que va en serio y lo que no, o entre lo que hay que entender al pie de la letra y lo que debe ir entre comillas), pero nunca hasta el siglo XX se convino en que lo que no va en serio ha de tener más prestigio que lo que sí. Como esta convención no podía tener mucha vigencia en un orden social armonioso, se decidió que semejante prestigio no era un prestigio cualquiera (cabían otros), sino uno específicamente cultural. No hizo falta estipular, porque caía por su propio peso, que el disfrute de los bienes culturales (o sea, la capacidad para tomar en serio lo que no va en serio) tenía que ser asunto de ciertos grupos sociales algo heterogéneos, mas nunca de todos. La principal secuela de esta cultura de la provocación es que su olímpico prestigio ha hecho imposibles por mucho tiempo las provocaciones de verdad. Si la cultura establecida es provocadora, la alternativa tendrá que ser, como ha acabado siendo, convencional y acomodaticia.

Con una definición así de la cultura, no está del todo claro si la filosofía debe ser incluida en ella o no, aunque la respuesta negativa es la más plausible. Uno de los méritos principales de Richard Rorty es el de ser no sólo uno de los pocos, sino también uno de los más esforzados provocadores filosóficos del siglo XX . Muchos filósofos así, y el día menos pensado la filosofía acabará convertida en manifestación cultural. El éxito de Rorty puede calibrarse examinando los dos grupos humanos a los que Rorty tiene más ganas de provocar: los filósofos analíticos y los izquierdistas radicales, ambos en su variedad estadounidense (aunque, si bien se mira, ambos grupos tienden a ser muy universales, o sea, muy estadounidenses). Cuanto más analítico sea un filósofo y cuanto más radical sea un izquierdista, más hostil será a lo que dice Rorty, o si no haga la prueba el discreto lector. Un indicio interesante de esto es que ambos negarán no sólo la especie, sino también el género; Rorty resulta que no es ni un verdadero filósofo ni tampoco, en puridad, un hombre de izquierdas. Para el filósofo anglosajón promedio, Rorty es, desde luego, un relativista, un frívolo y un traidor a la profesión; para el izquierdista alternativo consecuente, un revisionista, un cínico y casi un agente a sueldo. Es natural que a ambos grupos los deje Rorty intranquilos: no en vano, fue hasta los cuarenta y tantos años de edad un filósofo analítico brillante y envidiablemente reconocido, y une además a su familiaridad con las contraculturas radicales americanas de hoy un pedigrí trotsquista por el que muchos serían capaces de pagar hasta el último centavo de la tarjeta de crédito.

En 1998 aparecieron dos obras importantes de Rorty, prontamente traducidas al castellano. Una es el tercer volumen de sus Philosophical Papers, que lleva por subtítulo Verdad y progresoLos dos primeros volúmenes, de 1991, titulados respectivamente Objectivity, Relativism, and Truth, y Essays on Heidegger and Others, están también traducidos al castellano, ambos por Jorge Vigil en Paidós.; la otra es un robusto y contundente ensayo de crítica cultural y política, titulado en español Forjar nuestro paísAchieving Our Country. Leftist Thoughtin Twentieth-Century America. Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 159 págs.. Un par de años antes, Rorty había pronunciado en la cátedra Ferrater Mora de la Universidad de Girona un ciclo de conferencias que se tradujeron al catalán en 1998El pragmatisme, una versió. Antiautoritarisme en ètica i epistemologia. Traducción de Joan Vergés Gifra. Vic, Eumo, 1998, 273 págs.y al castellano un par de años después, con el título El pragmatismo, una versión. Antiautoritarismo en ética y epistemología (parte del material de las conferencias gerundenses había aparecido en Verdad y progresoLas lecciones novena y décima, dedicadas, respectivamente, a Making It Explicit de Brandom y Mind and World de McDowell, que aparecen en la traducción castellana, y la octava, «La justicia como una lealtad más amplia», recogida en la selección Pragmatismo y política, editada por Rafael del Águila y publicada en 1998 por Paidós. En esta misma selección aparece también «Una visión pragmatista de la racionalidad y la diferencia cultural», que forma parte de la versión original de Truth and Progress y se ha eliminado de la traducción castellana. En 1997 había salido en México (Fondo de Cultura Económica), con el título ¿Esperanza o conocimiento? Una introducción al pragmatismo, la traducción por Eduardo Rabossi de Hoffnung statt Erkenntnis. Eine Einführung in die pragmatische Philosophie.). En 1999 salió en inglés otro libro de Rorty, titulado Philosophy and Social Hope, en el que se recogen veinte artículos y textos breves, el más antiguo de todos de diez años antes. En el verano del 2000, Robert Brandom sacó por su parte una compilación de doce comentarios críticos sobre Rorty, con respuestas de ésteLos colaboradores del volumen son: Habermas, Davidson, Putnam, Dennett, McDowell, Bouveresse, Michael Williams, Allen, Bilgrami, Conant y Ramberg, además del propio Brandom.. Todas estas obras abundan en provocaciones. Cuando la provocación tuvo su era de esplendor, sus ejecutores solían ser gente violenta, desconsiderada y sin ningún tipo de contemplaciones. Aunque había quienes actuaban por su cuenta, lo habitual era que perteneciesen a alguna banda de conjurados, y en bandas así no estaban bien vistos los buenos modales con extraños. Al contrario; las maneras pulidas, corteses y refinadas solían suscitar el sarcasmo o el odio de los provocadores. Era la época en que aún se podía épater le bourgeois, expresión que ahora ya no emplea nadie y no se sabe ni cómo traducir. En algo tenía que notarse que Rorty es un provocador de primera fila, pero de cuarta o quinta generación: es, desde luego, alguien adecuadamente progresista, tolerante, comprensivo, solidario, encantador, feminista, irónico y tierno. Un caballero, en suma. Meterse con Rorty es desagradable porque lo coloca a uno en una tesitura un poco cutre. No sólo le faltas al respeto a todo un señor, sino que encima criticas a alguien que te da cien vueltas en insolencia y si se entera te puede destrozar. Y todo eso para acabar teniendo como aliados a lo más escolástico de la filosofía académica y a lo más cavernario de la extrema izquierda. Es lo que tienen los provocadores: están todo el rato esperando a que te escandalices para poder mostrarte lo impresentable que eres.

De manera que lo mejor que puede hacerse con quien se propone escandalizar es decirle que, en realidad, cabe ser mucho más provocador y que lo suyo linda con la pacatería. No es que quiera acusar de esto último a Rorty, pero me parece que sus escritos de los últimos años no son criticables por exceso de audacia, sino más bien por defecto. Señalaré tres tesis suyas que en su conjunto creo que proporcionan un hilo conductor de lo más destacado de estos libros y artículos. La primera es política: su curiosa doctrina según la cual los males de la izquierda se curan con un poco de orgullo nacional. Las otras dos son filosóficas: la defensa de cierta idea de progreso más bien desmesurada y la afirmación de que la adecuación de medios a fines proporciona una buena alternativa a las creencias metafísicas tradicionales. Estas dos últimas están conectadas entre sí porque el progreso se mide sobre todo por la mejora de los medios de que se dispone para lograr lo que se quiere y lo están con la primera porque la lealtad a las comunidades de pertenencia, progresivamente ensanchada, constituye, según Rorty, el mejor medio para lograr una sociedad que merezca la pena.

La teoría rortiana del orgullo nacional es sobremanera inquietante. Esto no quita para que Forjar nuestro país sea un magnífico alegato contra la izquierda cultural estadounidense y un alegato cargado de muy buenas razones. Rorty cree que la izquierda se ha convertido en un grupo de presión académico y que ha cambiado las fábricas y la calle por los departamentos de humanidades. El libro argumenta bien contra las modas radicales de los Estados Unidos y apunta a una cuestión que merece discutirse; durante las últimas décadas, la izquierda de ese país ha abjurado tanto de su identidad nacional que ser de izquierdas equivale aproximadamente a pensar que los Estados Unidos son una aberración de la historia. Para que la izquierda vuelva de los campus a los comités de empresa y a los barrios pobres, es preciso, según Rorty, que recupere el sueño americano (el de Whitman o Dewey) de una nación llamada a traer al mundo la democracia radical. Él aboga nada menos que por restablecer el orgullo nacional estadounidense, y esto es desde luego piedra de escándalo para cualquier intelectual europeo que se precie. Aquí Rorty funciona como un provocador, hay que reconocerlo, aunque sea un provocador un poco kitsch. Pero lo que habría que preguntarse es si para el norteamericano medio la tesis también resulta escandalosa, y lo que me temo es que no. Que los habitantes de una nación tengan mucho orgullo nacional puede ser bueno o malo, sobre todo, según las razones que den en pro de su orgullo. Es verdad que puede haberlas muy nobles, como las de Whitman o Dewey, pero también lo es que esas razones son las menos frecuentes. Y lo son, desde luego, en los Estados Unidos de hoy día, una nación mucho más amrlia que sus departamentos universitarios de inglés o de estudios culturales.

Porque, para los fines democrático-igualitarios que se propone Rorty, quizá sea más aconsejable mitigar un poco el orgullo nacional de la mayor parte de los estadounidenses que hacérselo recobrar a sus minorías izquierdistas. Lleva razón el libro en que no se puede ir muy lejos con la idea de que el propio país es una malformación (algo que puede aplicarse también, dicho sea de paso, a la mayor parte de la izquierda española, cuyo acto reflejo más frecuente es ponerse del lado de los nacionalistas centrífugos, sin que importe la índole de éstos). La única alternativa a pensar que soy un canalla no es creer que sólo dejaré de serlo si ando todo el día enorgullecido de quién soy. Para creer en el orgullo nacional hay que creer en cosas muy desagradables y sobre todo muy rancias, una de las cuales es que hay una suerte de vocación íntima en cuyo cumplimiento consiste la expresión profunda de la personalidad de un pueblo. Resulta que si uno es un buen estadounidense –en cierta variedad un poco rara del buen estadounidense–, ya con eso es al mismo tiempo un rojo ejemplar. ¿No es esto, aparte de kitsch, un tanto esencialista? ¿O ahora resulta que no existe el modo como las cosas son en sí mismas, pero sí el modo como lo son las naciones? La maniobra de Rorty es tan enrevesada que casi parece metafísica. ¿Por qué para pasar del ensimismamiento cultural al activismo social y político hay que dar un rodeo tan formidable por el orgullo nacional? ¿No se corre el riesgo innecesario de que mucha gente decida instalarse en algún punto del rodeo sin llegar a la meta? Cabe sospechar que éste sería el efecto más verosímil del robustecimiento nacional recomendado por Rorty, lo que convertiría a la maniobra en algo no muy brillante desde el punto de vista pragmáticoDebe notarse que para el lector español –quizá también para el estadounidense– las abundantísimas referencias y alusiones históricas de Rorty resultan de lo más opaco; de ahí lo imprescindible del glosario con que Ramón del Castillo ha acompañado a su traducción, y que no sé si debería incorporarse a la propia edición en inglés..

Muchos metafísicos pasados creyeron que la estructura profunda de la historia es la de un proceso que se va desarrollando (a veces sin que nadie se dé cuenta) de menor a mayor perfección; algo está bien cuando puede situarse después de un adelanto en ese proceso y está mal cuando implica una vuelta atrás (destinada, seguramente, a corregirse después). En realidad, ningún metafísico creyó nunca algo tan simple como esto. Sólo gracias a las vulgarizaciones de algunas obras de Leibniz, de Kant o de Hegel existe semejante «idea del progreso», que es la que Rorty parece dar por buena demasiado a menudo, aunque su héroe no sea ninguno de los anteriores sino más bien Darwin. El lugar en donde puede verse esto con más claridad es el artículo «La justicia como una lealtad más amplia» y también el titulado «Ética sin obligaciones universalesLecciones octava y séptima, respectivamente, de El pragmatismo. Una versión.». Para Rorty, los problemas que suscitan los derechos humanos pueden ventilarse muy bien ensanchando progresivamente la extensión de nuestras lealtades. De ordinario, respetamos del todo los derechos de nuestros familiares y allegados, muchas veces también los de nuestros vecinos y a veces también los de nuestros conciudadanos; una solución parece caer por su propio peso: si poco a poco se va ampliando el tamaño del grupo de personas con las que nos sentimos ligados, a quienes cuidamos y de quienes nos compadecemos, el único problema es de tiempo y dde grado, pero está bastante claro cuál es la meta. Bastante claro, eso sí, con tal de que se tenga una confianza más bien ciega en el progreso, o sea, si uno se queda con lo peor de la metafísica ilustrada. Lo que sabemos del progreso, sin embargo, nos lleva a pensar que raras veces es acumulativo; cuando se progresa en algo, se pierde por un lado lo que se ha ganado por otro. A veces encontramos hallazgos novedosos que nos satisfacen especialmente, pero esos casos nos suelen obligar a renunciar a cosas viejas con las que lo nuevo no encaja. Las lealtades, por ejemplo, no pueden irse ampliando de forma progresiva como si siempre cupiera encontrar una muñeca rusa más grande en la que insertar las anteriores. Son muñecas un poco raras que a veces se rompen cuando se las introduce en una nueva, y esto que les pasa a las lealtades le ocurre también a casi todo lo que puede progresar.

Pero me parece que, si hay alguna, la principal tesis filosófica del Rorty de estos últimos años es que el progreso se mide precisamente por la creciente adecuación entre los medios y los fines. La palabra «adecuación» es buena para esto, pero también podría decirse «correspondencia ». El éxito de las acciones humanas sobreviene cuando los medios se muestran adecuados o se corresponden con los fines, mientras que el fracaso es simplemente la falta de adecuación o de correspondencia. Esto es muy conocido, muy antiguo y ciertamente muy metafísico, aunque los pragmatistas clásicos coquetearon bastante con ello. Es tan metafísico que está cortado por el mismo patrón de la gran respuesta tradicional a la más grande de las preguntas metafísicas: la doctrina de la verdad como correspondencia o adecuación entre la mente y la cosa, o entre la mente y la realidad, o entre el lenguaje y la realidad. Pero ya va siendo hora de extender a la adecuación entre medios y fines el rechazo de la teoría de la verdad como correspondencia. Es cierto que los humanos nos proponemos fines y buscamos medios con que satisfacerlos, pero los medios que buscamos (y que muchas veces terminamos encontrando) redefinen muchas veces nuestros propósitosPueden leerse muchos escritos de Dewey como defensas de la sustitución de la correspondencia proposiciones-hechos por el ajuste medios-fines. Sin embargo, las tesis de Dewey son bastante más sutiles. Véase, por ejemplo, el célebre «Proposiciones, asertabilidad garantizada y verdad» (en La miseria de la epistemología, ed. Ángel Manuel Faerna, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, págs. 133- 155, especialmente la pág. 146, con una nota del traductor asaz instructiva). También la convincente exposición de Ramón del Castillo, Conocimiento y acción. El giro pragmático de la filosofía. Madrid, UNED, 1995, págs. 166-170, especialmente nota 20, o el capítulo 7.º del John Dewey de Sidney Hook (Barcelona, Paidós, 2000).. Cabe pensar incluso que los redefinen casi siempre. No somos, además, criaturas con un único fin, y ni siquiera con fines inequívocamente jerarquizados. Nuestra acción apunta a una maraña bastante desordenada de propósitos para los cuales hay cosas que son medios, pero el modo como echamos mano de los medios crea nuevos fines (a veces los medios se vuelven fines), y todo vuelve a comenzar. Aquí no hay progreso, salvo buena y mala fortuna en los mejores y los peores momentos y, en todo lo demás, arreglos más o menos brillantes o chapuceros, con predominio de estos últimos. Al igual que las oraciones no se acoplan con hechos —o eso repite Rorty cada dos o tres páginas—, tampoco los medios se aparean siempre con fines exteriores a ellos y preexistentes. ¿No pecan también lo suyo de esencialistas quienes creen que los fines están ahí fuera esperando medios que los satisfagan? Y lo que vale para medios y fines vale también, creo, para otra pareja muy estimada por Rorty, la constituida por los problemas y sus soluciones. La verdad es que esto resulta de un pragmatismo un poco añejo, porque un rasgo muy notable de los problemas humanos estriba en que raramente se resuelven conforme al tipo de solución que se había imaginado; muchos de ellos, de hecho, no se resuelven nunca sin que eso constituya señal de fracaso. A menudo los problemas sirven para darse cuenta de que es mejor dejarlos y cambiarlos por otros que encontrarles una solución, y a veces para comprender que cualquier solución sería peor que la falta de soluciones. Rorty, que parece dar a menudo por supuestas ideas como las anteriores, no cesa, sin embargo, de proclamar que la resolución de problemas es la medida de todo éxito.

Me parece que si el provocador cortés se retractara de su inmoderado apego a la noción ilustrada de progreso y no fuera tan conservador en sus ideas sobre la relación entre medios y fines y entre problemas y soluciones, sería un provocador más robusto y consecuente, y también más peligroso. No le vendría mal, desde luego, tener un poco más de ironía sobre su propio país, aunque no sé si la ironía se contará entre las virtudes propiamente nacionales. Rorty rechaza el legado de la metafísica occidental, pero se queda con tres hijuelas que no son las mejores. Es, desde luego, muy poco pragmático quedarse con lo menos valioso de una herencia. A la mayor parte de sus adversarios les gustaría ver a Rorty arrepentido de tanto exceso antiesencialista; él hace bien en no dar su brazo a torcer, pero haría mejor aún si se tomara menos en serio el personaje y la tradición que ha inventado en los últimos veinticinco años. Con Rorty no hay que caer en la provocación, sino procurar devolvérsela.

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