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Mirar sin ver

Dutch. A memoir of Ronald Reagan

EDMUND MORRIS

Harper Collins, Nueva York

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La frecuentación del género biografía y, a mayor abundamiento, un comercio excesivo con él puede acarrear numerosos chascos. Biografías, pues, las menos. Es una profilaxis extremada, sin duda, pero recomendable por al menos dos razones de singular enjundia.

La primera, la querencia, diríase pasión, de tantos biógrafos por el jansenismo, falacia que les lleva a afanarse en demostrar que la vida del personaje al que han dedicado tantos trabajos no podría haber sido de otro modo, coincidiendo así con Cornelius Jansen en que cuando la gracia divina toca a un sujeto nada puede hacer éste por resistirse a ella. A cada quien le arrastra su demonio particular, ya a la grandeza, aunque sea la del fracaso, ya en la mayoría de los casos a una previsible mediocridad. Pero si, al cabo, todo lo que podemos ganar con la lectura de biografías es la vuelta al jansenismo lunfardo de C. F. Vegani en aquello de que contra el destino nadie la talla, conviene preguntarse si para esos viajes hacían falta alforjas.

Además, como en el ajedrez, en las biografías se usa mucho del gambito. Las vidas humanas, por muy singulares e irreductibles que parezcan ser a las demás cada una de ellas, suelen convertirse de la mano de los biógrafos en claros ejemplos de la razón hegeliana, en cualquiera de sus múltiples reencarnaciones explicalotodo, que tanto juego dieron con sus sortilegios durante la pasada centuria. Los freudianos han sido maestros en estas artes. Y así hubo que soportar un largo aguacero en el que toda historia individual era poco más que la prueba del nueve del complejo de Edipo, del éxito o fracaso en el paso de la fase oral a la anal y/o a la genital, de los traumas de infancia, etc. Pero, discípulos no siempre tan aventajados, también ahí estaban por la banda marxista múltiples seguidores de Brecht o de Lukacs para zurcir con mejor o peor maña, en cualquier vida de escritor o artista, igual un roto que un descosido, con sus fieras alusiones a los intereses de clases, a la pequeña burguesía, al imperialismo y demás. O, más cerca aún, el posmodernismo atento siempre a la perversidad polimorfa de la dominación, al patriarcado o a la relegación del Otro. Tal es la segunda razón de enjundia para desconfiar de las biografías.

Pero, con todo, lo más decisivo en el consejo de leer la menor cantidad posible de ellas es que, con demasiada frecuencia, cuando no caen en la falacia jansenista o en el gambito de la explicación unívoca, aquéllas son vehículo para, en su caso, ajustar las cuentas o, las más de las veces, ensalzar a los objetos de su atención, según los gustos y manías del biógrafo. La biografía de Ronald Wilson Reagan, cuadragésimo presidente de Estados Unidos, compuesta por Edmund Morris no es una excepción.

El trabajo de Morris, quien en 1980 ganó un Pulitzer con otra biografía de otro de los grandes pesos republicanos, el presidente Theodor Roosevelt, se ha recibido con notable atención inicial por los medios de prensa y una cierta dosis de sorpresa sobrevenida.

La expectación era lógica. En 1985 se acercaron a Morris algunos asesores del presidente, obviamente portadores de una implícita pero no menos augusta invitación, y le propusieron convertirse en su biógrafo autorizado, punto menos en distinción que la categoría de biógrafo oficial, si es que ésta hubiera existido entre los hábitos de los inquilinos de la Casa Blanca. Su calidad de biógrafo autorizado le dio durante más de tres años un acceso privilegiado a muchos papeles presidenciales, numerosas audiencias privadas con Reagan y los más importantes personajes de su entorno, participación silente en algunas importantes sesiones de trabajo del presidente con sus colaboradores, asistencia a viajes oficiales, confidencias de numerosos personajes encumbrados. Es decir, Morris ha contado para la realización de su trabajo con unos medios que hasta el momento no ha tenido ningún otro biógrafo presidencial anterior. Así que se esperaba con interés el resultado de su obra, pues sería sin lugar a dudas la del testigo más autorizado de la presidencia de Reagan.

La sorpresa sobrevenida de muchos críticos, rayana en el estupor, no tiene tanto que ver con tales inusitadas facilidades, indudablemente nunca vistas antes, cuanto con las técnicas narrativas utilizadas. Sin duda, animar una biografía, aun la del personaje más apasionante, es muy difícil. Hay que aceptar de entrada el peso muerto de la cronología y, como normalmente las fases de su vida previas a aquellas en las que empieza a manifestarse lo que con posterioridad le hará relevante suelen ser tediosas o de escaso interés, el biógrafo tiene grandes dificultades para hacer amenos los años de estudios de su personaje o sus primeros amores, salvo por el sobreentendido ritual de que todo ello fue de gran importancia para el desarrollo posterior del biografiado. Morris intenta a conciencia salvar tales escollos echando mano de recursos literarios que, pese a haber sido harto utilizados entre los novelistas, no habían tenido cabida hasta el momento en el género, tales como contar partes de la historia en formato de guión cinematográfico o de memorándum burocrático o de teatro leído o de crónica periodística.

De hecho, el lector poco avisado llega a pensar que esa pugna por la renovación narrativa del género es la parte de su trabajo que más ha entretenido al autor y la que parece ser para él su contribución más sustanciosa. De otra suerte sería inexplicable que en tan grueso volumen (674 páginas de texto más otras 200 de aparato erudito) haya que esperar hasta la página 302 para que Morris empiece a hablar en serio de la carrera política de Ronald Reagan, que, al cabo, es lo que interesa al lector de la biografía, pues si la de actor hubiera sido la única profesión desarrollada por el luego presidente, serían muchos menos y de otro calibre sus eventuales seguidores. En esa primera parte de su obra, como también en mucha de la que sigue, Morris puja por mostrar que, en el fondo, su sitio, el de Morris, debería ser algún pabellón del buen gusto artístico, una villa paladiana, un panteón cortesano y renacentista, si lo hubiere, para ciudadanos del mundo, cuya entrada le habría ganado su estro literario.

Lo que no está asegurado, pues su idea del buen gusto excede a menudo los límites de la moderación que siempre ha sido reconocida como cualidad principal de aquél. Morris reflexiona así, por ejemplo, sobre la suerte del biógrafo: «Aquel pájaro cantaba no sólo sobre la curva del mundo que me separaba de Reagan en sus trabajos y sus días, sino una y otra vez en el recuerdo de todos nuestros años. Ante todo, supongo, era el suyo un canto de ausencia. La ausencia, ese tormento del biógrafo, un penar por tesoros que no volveremos a encontrar, apenas aliviado por el rescate de algunos pecios, un remo, un sombrero que flota, luego de que todo el resto se haya ido por la borda. Ausencias privadas, también. Tantas "últimas oportunidades". Florecientes esperanzas sin culminación, pechos que no llenaron mis manos, guiones sin filmar y libros inacabados, las cenizas de un matrimonio, un hijo pasado a la clandestinidad» (pág. 5).

Con tanta carrerilla no es admirar que Morris culmine el libro, en un encore por nadie solicitado, con tres poemas propios, uno de ellos inspirado por el forzado viaje presidencial a Bergen-Belsen (mayo 1985) tras haber decidido visitar cerca de allí, en Bitburg, un camposanto donde yacían, entre muchos soldados regulares alemanes, varios pelotones de las Waffen SS. Dice así:

Hier Ruhen 5000 Tote. Todo lo quese pueda decir
O escribir sobre este lugar, habrá dedejar en silencio
Lo indecible, dar a los muertos comprensivos
Descanso del escrito o del sonido aleve.
Esta tierra verde,
Estas flores amargas,
Enervan la capacidad de articular,
Paralizan el corazón, hasta que
Se formulan algunas preguntas, quedas pero cruciales.
¿Quiénes estuvieron aquí? ¿De dónde vinieron y por qué? Si yacen
Transubstanciados, ¿acaso no los
Profano al tomar un puñado de hierba,
Sin siquiera preguntarme si por ventura
Sus raíces no habrán podido enlazara sus dos almas?

Deseo que sin duda conmovería más a las almas bellas, de no haber mediado, por ejemplo, en el ínterin entre el tal viaje y la biografía de Morris, el libro de Daniel Goldhagen sobre los verdugos voluntarios de Hitler, que hace un poco difícil levantar murallas de China entre las SS y otros sectores supuestamente más nobles del ejército alemán de la época y da al traste con la noble esperanza de que las raíces de la hierba recogida por Morris en Bergen-Belsen pueda nunca enlazar a las almas de unos y de otros con las de los judíos allí asesinados.

Pero no son estas sino las menores de entre las innovaciones narrativas de Morris. Como si no hubiera tenido suficiente con la autorización para mirar y remirar por todos los recovecos de la Casa Blanca o de la biblioteca Reagan durante varios años, como si no le bastase para comprenderle su participación observadora en tantas actividades presidenciales, como si, en fin, tuviera que marcar indeleblemente su territorio, Morris decide extender la inmediatez de su mirada también hacia el pasado.

Morris nació en Kenia muchos años después de que Ronald Reagan lo hiciese en Tampico, Illinois, en 1911. Más aún, no emigró a Estados Unidos hasta 1968, cuando ya Reagan había ganado por primera vez la gobernación del estado de California. Sin embargo, el lector de su obra se encuentra en ella con un narrador que, en primera persona, sigue a Reagan de cerca ya en sus primeros años de universidad. El narrador, que es Morris, pero obviamente no puede ser Morris, le observa en diversas peripecias de su vida en Eureka College, le ve jugar al fútbol americano, admira sus primeros pasos como actor en la representación de un dramita vanguardista de Edna St. Vincent Millay llamado Aria da capo en el que Reagan, Dutch para los amigos, interpretaba a un pastor de nombre Tirsis, le ve encauzar una protesta escolar o aprecia su valor y buena forma física en su puesto de vigilante de la bahía fluvial de Lowell Park.

Cuando su vida inventada lleva a Morris a dejar Eureka, el deseo de no perder de vista a Reagan, de estar lo más cerca posible de él, sigue vivo y, como se halla a mucha distancia, el trabajo de detective privado se encomienda a otro curioso, un mutuo compañero de estudios de nombre Paul Rae que seguirá al intrépido bañero sin fatigarse nunca, como si no hubiera tenido en la vida otro quehacer que el de olisquear su rastro. Rae, que en la ficción de Morris será un caricato y periodista relativamente conocido (hasta el punto de que el autor cita sus columnas en numerosas notas de su libro a pesar de que en una nota del editor se advierte sin equívocos que todo su material se atiene estrictamente a las fuentes), responde a su vocación de gacetillero con una persistente inclinación por el antiguo colega de universidad cuya razón se aclara sólo cuando su presencia ya no es necesaria. Rae, un contrapunto del ascenso reaganiano con pujos de intelectual, distante y cáustico, morirá al tiempo del triunfo presidencial de una extraña enfermedad que, según Morris, bien pudo haber sido sida.

La misma técnica exigirá que el narrador tenga un hijo que es algo así como la encarnación de la izquierda. Al igual que su padre, el muchacho tiene el don de la oportunidad, de estar siempre en todas partes en el momento oportuno. En Port Huron, para participar en la elaboración del manifiesto de la SDS (Students for a Democratic Society); en París, en mayo del 68; en Argelia, donde en una estancia con el Peace Corps se hace en mala hora con un ejemplar del libro famoso de Franz Fanon, lo que le sirve para dar una murga importante a papá y al sufrido lector; en Chicago, cargándose la Convención Demócrata de 1968, y, sí, señor, lo ha adivinado usted, colaborando como extra en Zabriskie Point de Antonioni, lo que es de seguro la peor de sus terribles trapacerías. Uno no puede por menos de simpatizar con el sufrido padre cuando Morris decide quitárselo de en medio tras aquella ocupación del People's Park en Berkeley, a la que siguió una dura represión del entonces gobernador de California, no otro que Ronald Reagan. El muchacho se arrebata y se hace weatherman, nombre con que se autodesignaba orgullosamente un escaso grupo de activistas de finales de los sesenta. Eso que llevamos ganado, pues a partir de ahí rompe sus relaciones con la familia y nadie vuelve a saber de él. Lamentablemente, hasta entonces, su interés por Reagan era tan igual de exagerado como el de Paul Rae y lo vertía en numerosos mensajes a la familia en los que no se hablaba de otra cosa.

En fin, Dios aprieta pero no ahoga y dado que en su fresco de la América de los sesenta Morris presta escasa atención al movimiento de los derechos civiles nos hemos librado de aquel cuñado negro suyo que tantas ganas tenía de dar su opinión sobre el entonces gobernador de California y luego presidente de Estados Unidos. Aunque más vale que no tomemos su santo nombre en vano, no vaya a ser que las casas editoriales, agotado el filón de esas novelas históricas donde para tomar las aguas de Bath se juntaban Casanova, Dick Turpin y Mme. du Deffand, colegas en sus años tardíos de una tertulia ilustrada, y en éstas se pasaba por allí Immanuel Kant, recién llegado de Escocia, de jugar al whist con David Hume y Adam Smith, y entre todos discutían los fundamentos de la religión dentro de los límites de la pura razón y aclaraban un robo de joyas muy comentado en The Tatler y The Spectator, las casas editoriales, digo, nos tupan ahora con incontables biografías noveladas a lo Morris.

Llegados a este punto, hay quien se pregunta si los asesores de Reagan que eligieron a Morris como biógrafo autorizado no cometieron un error garrafal. Al respecto las escuelas de pensamiento son varias, pero no parece aventurado apuntarse a la de quienes creen que la cosa ha resultado muy bien. La técnica morrisiana de mirarlo todo sin ver nada permite que la agitada vida política de Reagan acabe con un fundido en negro, sin permitir una verdadera discusión. A pesar del pote de intelectual fino que se da Morris, la verdad es que tan pronto abre la boca para hablar de política, sus meditaciones emocionan tanto como su poesía.

Así pinta el clima intelectual de los cincuenta y los sesenta: «Temíamos no sólo la marcha rastrera hacia el Oeste de la cultura televisiva que se originaba en Nueva York, sino también la eventual expansión mundial de una ideología repelente promulgada en Moscú… Paranoia y ocultación se convirtieron en la norma americana… El jazz abandonó la melodía. El diseño se tornó anticuado y depresivo… Las grandes empresas comenzaron a controlarlo todo y la expresión ejecutivo entró en el lenguaje cotidiano… Los ejecutivos comenzaron a imitar el uniforme IBM, trajes oscuros y corbatas negras y estrechas… La cultura corporativa engendró monolitismo» (págs. 285-286). La presidencia de Carter (1976-1980) se define como «ese estado de autointrospección que los alemanes llaman Innigkeit… obsesión por los recursos nacionales supuestamente menguantes; perspectivas mermadas, yendo desde la cancelación de los vuelos supersónicos hasta el pasar la cuenta a los huéspedes de la Casa Blanca; apagones del alumbrado público; jerseys desabotonados; hemorroides confesadas; derechos humanos exigidos; el Canal de Panamá entregado» (pág. 406). Los años de mandato del piadoso bautista sureño no habrán sido los más brillantes de la historia americana reciente, pero sin duda cualquier intento de análisis merece algo más de reflexión.

Ahora bien, en medio de este cuadro impresionista, las críticas a Reagan o desaparecen o son juzgadas irrelevantes por el autor. Al menos eso se deduce de sus observaciones al paso. Un ejemplo. Durante sus años de Hollywood, entre 1937 y 1954, fecha esta última en que comienza a trabajar en televisión en un programa patrocinado por General Electric que le convertiría en una de las grandes estrellas del nuevo medio, Reagan nos es presentado como un idealista dispuesto a cambiar el mundo. Hasta el punto de que Morris alienta el rumor de que coqueteó seriamente con la idea de convertirse en miembro del partido comunista o de alguna de sus organizaciones pantalla, aunque los responsables del partido no quisieron admitirle por considerarle material poco seguro. Sin embargo, los hechos probados muestran una imagen diferente, incluso desde casi el comienzo de esa etapa. No solamente el presidente de la organización sindical de los actores de los estudios (SAG) de Hollywood, es decir, el mismo Reagan aparece testificando contra varios de sus colegas en las sesiones de 1951 del comité McCarthy, sino que desde bastante antes, desde 1947 y quizá desde 1943, bajo el nombre cifrado de T-10, se había convertido en un informador del FBI. Morris no esquiva lo que a estas alturas es un hecho bien documentado, pero con un brindis a lo complicado de la situación política del momento, omite establecer diferencias entre defender, con toda legitimidad, posiciones anticomunistas y convertirse en delator.

Otro ejemplo en el llamado asunto Irán-Contra, esa brillante operación en la que altos representantes de la administración Reagan decidieron vender armas subrepticiamente al gobierno de Irán y emplear los beneficios en financiar a la guerrilla antisandinista contraria al gobierno de Nicaragua, dos delitos por falta de uno. La investigación del Congreso pudo a duras penas salvar la responsabilidad presidencial en el incidente, aunque todo apuntaba a que el impulso había sido soberano. Una vez más, Morris no deniega la impresión indeleble de la implicación directa de Reagan, «pero mi sospecha, valga lo que valga, es que Dutch autorizó la transferencia [de fondos a la Contra] sin entender en sus detalles las leyes que estaba subvirtiendo» (pág. 615). Una idea esta de «señor juez, en realidad no sabía que lo que hacía estaba prohibido» tan original que uno se pregunta cómo en tantos siglos de jurisprudencia nunca se le había ocurrido antes a ningún abogado defensor para justificar los actos de su defendido.

Y así podría desgranarse un rosario inacabable en el que so capa de una distancia intelectual para la que incluso el cinismo no es un extraño compañero de cama, Morris busca siempre el mejor encuadre de cámara para su personaje. Si hemos de achacarlo a la estudiada frivolidad con la que se enfrenta a estos turbios asuntos de la política, a su espontáneo conservadurismo ante casi todo o a una fascinación personal con el personaje es irrelevante en este punto. Lo esencial es que el último paso de Reagan por los estudios transcurre bajo una iluminación tan fuerte que garantiza el que no podamos verlo.

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