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rn rn BUROCRACIA Y TERRORISMO

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ABRIL ROJO

Santiago Roncagliolo

Alfaguara, Madrid

328 pp.

19,50 €

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No se descubre ningún continente al afirmar que algunas obras acrecientan su valor cuanto más fácilmente se insertan en la actual novelística, quiero decir, cuanto más fielmente reflejan un modelo y unos temas que han logrado resonancia y éxito. Se diría que la abundancia de «grandes obras actuales» hace innecesario emplazar la propia obra en una tradición remota. Es más práctico, por lo que se ve, remedar los procedimientos de los autores vivos –siempre próximos, gracias a la ubicuidad mediática– que aprender del magisterio de los autores muertos, cuya autoridad ha sido suplantada, precisamente, por esos «grandes autores vivos» que hoy detentan el reconocimiento literario. La tradición deviene así en adscripción a lo inmediato.A este sufragio –muy eficaz para publicitar la obra– se inscriben los autores emergentes, a sabiendas de que, de este modo, incentivan mejor la proyección de su nombre. La consecuencia es una novelística sin apenas historia, estrictamente contemporánea.

Al recoger el Premio Alfaguara otorgado a Abril rojo, Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) declaró que su novela debe su forma a los «maestros de la violencia» Ian McEwan, Coetzee, Bolaño y Tabucchi –éste por el lado gris de la cotidianidad, en concreto por Sostiene Pereira– y a películas de asesinos múltiples del tipo El silencio de los corderos y Seven. Aunque la topografía dibujada por el autor no siempre coincide con el territorio de su obra, en este caso sí concuerdan.Así que Roncagliolo es plenamente consciente del lugar en que debe situarse Abril rojo.

La mezcla de densidad literaria y argumento cinematográfico –con su intriga de asesino encubierto– está aquí insertada en el marco político de unas turbias elecciones en Ayacucho (Perú) y la presencia, no por crepuscular menos trágica, del terrorismo de Sendero Luminoso. El abril del título corresponde a la Semana Santa de 2000, y el rojo a la sangre derramada de las víctimas. La figura inocente, honesta, desinformada, que requiere la confrontación del mal absoluto con el bien maltratado –para revelar al lector que también él es inocente, honesto y desinformado, pero que cambiará al leer la novela–, recae en un fiscal muy devoto de la retórica del ordenamiento jurídico, cuya progresiva asimilación del horror conforma la didáctica que asoma en Abril rojo, reflejo de la repugnancia general que suscita la violencia, cuando se difumina la causa política que la nutre y se trueca en artimañas de psicópata.

Ciertamente, aunque con escenario político y atmósfera electoral, Abril rojo es un thriller de la vieja escuela, que apenas difiere del precepto a que nos tiene acostumbrados el género, excepto por el uso coloquial peruano, que tiene su antecedente en Lituma en los Andes, de Vargas Llosa. Nada nuevo. Sin embargo, poco hay que oponer a la destreza de Roncagliolo para urdir muy hábilmente una fábula que permite mostrar la deformación a que puede llegar un país que, al tener que combatir un terrorismo de ideología delirante, se contagió de ese mismo delirio, del que no ha podido desprenderse y que aún persiste, como un trauma no superado, en los sustratos más oscuros de su conciencia social.Y éste es, sin duda, el mérito mayor que cabe destacar.

Como en todo buen thriller, hay un protagonista absoluto –los otros personajes actúan, en mayor o menor grado, de figurantes de su proceso de degradación, de la candidez al delirio–, al que seguimos página a página, desde su atolondrado celo profesional en su calidad de fiscal, hasta la alarma que le suscita admitir que acaso sea él mismo, con su investigación, quien está propiciando que la aparición de un cadáver calcinado, en principio un caso aislado, origine una sucesión de cadáveres, brutalmente asesinados, que tiene en conjunto las trazas de una metódica masacre.

Apegado servilmente al Código Civil, y confiando con tenacidad de funcionario en que se cumplan los procedimientos jurídicos, el fiscal Félix Chacaltana Saldívar (que así se le nombra profusamente, remedando su denuedo burócrata) irá introduciéndose en una trama que rastreará hasta el límite las implicaciones delirantes que provocó la guerra –ya concluida, pero aún onerosa– entre el ejército de Perú y los terroristas de Sendero Luminoso. El fiscal afanoso, pero inepto, que trata de ajustar la realidad a los reglamentos administrativos, se confronta aquí con la brutalidad del estamento militar, y ambos con la celebración agónica de una Semana Santa que convoca la muerte, los fantasmas del pasado inmediato y el mito andino que propone el retorno de Tupac Amaru, descuartizado por los españoles, cuyos fragmentos dispersos, según la creencia popular, «están creciendo para unirse». Este mito crea un sustrato narrativo de inquietante eclosión que queda, sin embargo, en mera mención, aunque el autor lo aprovecha para justificar el móvil de los crímenes.

Como tantos thrillers, Abril rojo flojea en la explicación de la razón criminal.Y si esto, en un thriller puramente policial, se acepta por imperativo del género, resulta inconsistente en una novela con pretensión de radiografía política. Muy al final, el atolondrado fiscal leerá, sin entender, los papeles del asesino múltiple. Su reflexión («En el caos no hay error, y en esos papeles ni siquiera la sintaxis tenía sentido») apunta a que el desorden es el origen del mal. Es decir, que no se va más allá de las convenciones tópicas del thriller.También a Santiago Roncagliolo, como a tantos buenos escritores, le ha vencido la seducción del éxito. A partir de esta novela, su nombre ya se oye con enérgico vigor mediático, pero en detrimento –hay que decirlo– de una indagación más compleja en formas literarias no previsibles, esas formas que ciertos lectores ya se cansan de esperar.

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Ficha técnica

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