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La canonización de Valle-Inclán

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En 2016 se cumplen ciento cincuenta años del nacimiento de don Ramón María del Valle-Inclán, el insigne creador del esperpento, un término que él rescató del habla común para definir sus más arriesgadas interpretaciones de la vida española y que, gracias a él, se ha instalado en nuestras vidas para describir las situaciones a que dan lugar los comportamientos humanos más disparatados. No pasa un solo día sin que alguien a nuestro alrededor utilice la palabra esperpento para describir situaciones grotescas extremas, en particular de la vida política española. En nuestro bachillerato figuró durante años como lectura obligatoria Luces de bohemia. Nada tiene de extraño que el esperpento se haya convertido en palabra habitual entre nosotros. Hoy ya ni eso sería posible: políticos y pedagogos lo han vaciado de contenidos literarios.

El siglo y medio transcurrido desde el nacimiento del escritor gallego ha dado lugar no sólo a su genuina literatura –escrita por un «extravagante», es decir, por alguien que caminaba por el margen de los caminos trillados– sino también a una discusión permanente sobre su alcance, discusión que está completamente abierta en el momento actual, a pocos meses de que sus derechos de autor pasen a dominio público, lo que facilitará que la difusión de su obra se produzca sin las cortapisas con que se ha realizado hasta ahora. Estamos a unos pasos de que se produzca una verdadera conmoción en el mundo valleinclaniano y, a medio plazo, una profunda transformación de su recepción e interpretación. No quiere decir esto que hasta ahora no se haya trabajado en su edición y exégesis. Al contrario, las bibliografías de y sobre Valle-Inclán son ingentes, casi abrumadoras en algunos aspectos, pero hay otros que permanecen sin roturar por diversas circunstancias. La situación resulta, así, paradójica: probablemente sobre ningún escritor español del cambio de siglo se ha escrito más, pero se ha hecho y se hace muchas veces desde posiciones sesgadas y con limitaciones que ahora ya no serán posibles.

En el espacio de pocos meses han llegado a los lectores dos biografías del escritor, que algunos periódicos se han apresurado a considerar como canónicas y hasta definitivas, contrariando a los propios autoresManuel Alberca, La espada y la palabra. Vida de Valle-Inclán, Barcelona, Tusquets, 2015; Joaquín del Valle-Inclán, Ramón del Valle-Inclán. Genial, antiguo y moderno, Barcelona, Espasa, 2015.. Ni lo uno ni lo otro. La propaganda editorial no suele ser muy pudorosa al describir los productos que pone en el mercado y los encomia más allá de lo razonable para venderlos más y mejor. Mucho más ponderada debe ser la actitud de quien reseña y comenta libros, salvo que lo haga prolongando la propia fanfarria propagandística editorial, lo cual es harto frecuente entre nosotros.

Es cierto que estas dos biografías suponen un esfuerzo notable en el manejo de información que las diferencia de otras anteriores. Los autores han tenido acceso al archivo familiar del escritor, un coto que ha estado vedado durante muchos años a los investigadores. Juntos trabajaron en un proyecto común, como señala en su libro Joaquín del Valle-Inclán: «[Manuel] Alberca se limitaba a redactar y este ciudadano realizaba la tarea de documentación e investigación». Pero ahí curiosamente se produce la primera paradoja. Según Joaquín, se separaron porque «por diferencias irreconciliables en la forma de escribir, Manuel Alberca tomó la decisión de publicar por su cuenta, atribuyéndose toda mi labor –y la de otros– con el más completo desparpajo, llegando incluso a citar en los agradecimientos a Carlos del Valle-Inclán Blanco, con quien no tuvo ni siquiera contacto visual».

A la torre edificada por Manuel Alberca –su obra fue galardonada con el XXVII Premio Comillas– se le ha abierto así una peligrosa grieta, que amenaza con reducirla a escombros. Sostiene, además, Joaquín del Valle-Inclán que «se observarán muchas similitudes» entre las dos biografías, dada su larga colaboración y la documentación manejada. Pero, ¿cuál de las dos quedará cómo canónica? Creo que ninguna, por las razones que iré exponiendo.

Ya que hablamos de agradecimientos, resulta curiosa en ambas la escasa presencia de los valleinclanistas que más han contribuido a la exégesis de la obra de don Ramón durante decenios. En la de Joaquín, hasta ocupa más espacio su silencioso perro Lucas que todos ellos. Quizá se deba a que estos biógrafos pretenden levantar un Valle-Inclán de planta nueva: veraz, sin fabulaciones ni leyendas, objetivo. ¿Será cierto que hasta ahora los estudiosos de don Ramón han hecho lo contrario?

Resulta curiosa en ambas la escasa presencia de los valleinclanistas que más han contribuido a la exégesis de la obra de don Ramón

Cuando se parte de planteamientos biográficos justicieros, después hay que mantener el tipo y sólo hay una manera de hacerlo: conociendo muy bien los entresijos del biografiado, reconociendo deudas, haciendo cuidadoso balance de lo sabido. Pero no es esto lo que encontramos. No ya la bibliografía fundamental sobre Valle-Inclán, sino ni siquiera los estudios biográficos anteriores son repasados con detenimiento suficiente al trazar las coordenadas donde quieren situarse los nuevos biógrafos. Bastan unas pinceladas sobre Francisco Madrid, Melchor Fernández Almagro (convertido en Manuel en algún momento por Alberca) o Ramón Gómez de la Serna. Faltan otros autores de biografías de conjunto o lo que, en mi opinión, es mucho más importante: autores de monografías relevantes sobre episodios concretos que han ido dotando de densidad al análisis de la trayectoria de don Ramón.

Toda biografía que se construye sobre otras anteriores debe evaluar estas y situarlas con precisión. Fernández Almagro escribió la suya en los comienzos de la posguerra, tratando de construir una imagen tradicionalista de don Ramón, que no era muy distinta a la impulsada por Josefina Blanco, quien trataba de adaptarse a la nueva situación política, ocultando que fue pensionada por la República aunque en los primeros días de la Guerra Civil temía que «los Albertis» la pasearan por la Casa de Campo (son palabras suyas en carta a Luis Ruiz Contreras). También por entonces, en 1944, Ramón Gómez de la Serna escribió su biografía, donde lo más llamativo es el anecdotario recogido –hasta se le responsabiliza aquí de la pervivencia de un infame anecdotario sobre don Ramón–, pero su motivación verdaderamente importante al escribir la vida del literato era otra: la defensa de la profesión de escritor en España, donde serlo resultaba un empeño heroico, como demostraban para él los casos de Azorín y Valle-Inclán, a cuya rueda se colocaba, para reivindicar no sólo tal oficio, sino su propia trayectoria en días difíciles en que sobrevivía enjaretando biografías de escritores por encargo. Anécdotas hay, y también greguerías, en la biografía de Ramón, pero el hilo conductor profundo es otro. No es una biografía humorística, como sostiene Alberca. Nuestros biógrafos se quedan en la cáscara, no han entendido su meollo.

Biografías como la de Francisco Umbral merecen escasa consideración: utilizó descaradamente a Larra, García Lorca o Valle-Inclán para construirse su propia cara. Picoteó aquí y allá. Vistos los picotazos, visto el pájaro. Otras biografías, como la de Juan Antonio Hormigón, están llenas de materiales en bruto que hay que clasificar y depurar. Pero ahí están y debían ser más y mejor evaluadas. No ignoradas.

Con relación a Valle-Inclán, es preferible por el momento leer más investigaciones sobre episodios y momentos concretos que las biografías de conjunto disponibles: la esmerada reconstrucción de sus andanzas por América hecha por Virginia Garlitz; la documentada exposición de sus relaciones con Cipriano Rivas Cherif que tejieron con paciencia Juan Aguilera y Manuel Aznar; la minuciosa reconstrucción de los estrenos en vida de don Ramón llevada a cabo por Antonio Gago Rodó; la monografía de Amparo de Juan Bolufer y Javier Serrano Alonso sobre Valle-Inclán, candidato republicano por el partido radical en 1931; la ponderada reconstrucción de su paso por la Academia de Roma llevada a cabo por el equipo de la Cátedra Valle-Inclán de la Universidad de Santiago de Compostela; la relación con el pintor Juan de Echevarría, analizada por Dru Dougherty: son apenas algunos ejemplos entre muchos posibles. Es cuando menos sorprendente lo poco que de estas investigaciones se aprovecha en estas dos biografías tan afanosamente empeñadas en construirse sobre sí mismas.

Insisten los biógrafos en que se apoyan en información extraída de la prensa de la época, pero resulta difícil adivinar cómo la evalúan y categorizan y por qué no se recuerda a quienes la utilizaron antes. Es evidente que no tiene el mismo valor un suelto o una información generalista que un artículo reposado y denso como los de Andrenio (Eduardo Gómez de Baquero) o Ramón Pérez de Ayala. Aquí casi todo se nivela, sin diferenciar entre aquellos lectores cualificados, y hasta ideales, y otros meramente plumíferos afanados en llenar el pozo sin fondo de los periódicos.

Cualquiera que esté familiarizado con la compleja literatura de don Ramón y con los materiales de todo tipo que la rodean y que versan sobre el escritor y sobre su fortuna tanto en vida como después –verdaderas montañas de papel–, se percata enseguida de los grandes huecos que presentan estos dos libros, unos nacidos de la manera de entender el género biográfico sus autores, otros menos justificables. Es muy insatisfactoria la información que se ofrece sobre la relación de don Ramón con el sistema de producción teatral de su tiempo, desde su presencia en el Teatro Artístico impulsado por Benavente a otras aventuras posteriores, o a su difícil relación con las empresas teatrales comerciales y con los teatros oficiales.

Después de estudios como los de Antonio Gago Rodó, es exigible mayor rigor al respecto. No parece que haya noticia alguna de que el Teatro de los Niños hiciera gira alguna o que la escena segunda de Luces de bohemia fuera suprimida por la censura en la revista España (1920), tal como sostiene Manuel Alberca sin aducir documento alguno. Más bien parece que el Teatro de los Niños limitó sus trabajos a Madrid (no era una compañía profesional) y que la escena mencionada forma parte de la ampliación del esperpento en 1924 al ser editado como libro.

La supuesta objetividad de la cronología deja de ser tal cuando se soslayan episodios significativos. Todo biógrafo es responsable de aquello que selecciona y también de lo que obvia. Aquí se obvian –o se atenúan, hasta convertirlos en obviedades– episodios fundamentales. Para Joaquín del Valle-Inclán, por ejemplo, el viaje de su abuelo a las trincheras durante la Primera Guerra Mundial es irrelevante frente a sus amistades taurinas de aquellos años. Aminorar su activismo político durante los años de la Segunda República parece otra de sus preocupaciones. Basta comparar lo que escribe con las páginas que dedica Alberca a estos asuntos para comprobarlo.

Durante decenios, la vida familiar del escritor ha sido un misterio impenetrable. En los últimos años han comenzado a descorrerse cortinas y a penetrar algo de luz. Alberca deja entreabiertas estas cortinas, pero Joaquín del Valle-Inclán vuelve a cerrar filas en torno al sigilo de la vida familiar del escritor que Josefina Blanco –ya no viuda, como ella pretendía, puesto que su divorcio en 1932 le dio otra condición legal– impuso en los años de la posguerra. El giro comenzó el día después de la muerte del escritor, cuando tomó posesión de la gestión de sus obras: era el posible pan de sus hijos, dos de los cuales, sin embargo, andaban buscándose la vida fuera de España (María Beatriz y Jaime), mientras que con otra no mantenía precisamente buenas relaciones: Concepción, casada con Jerónimo Toledano, quien tuvo serios enfrentamientos familiares, lo que dio lugar a situaciones violentas que necesitarían ser aclaradas.

La economía del escritor continúa sin clarificarse. Por más que se pretenda presentarlo alejado de la bohemia, hay episodios relevantes que invitan a ser prudentes: que tuviera que acudir a la beneficencia de la Fundación San Gaspar en 1903, pongo por caso. Tardó años en disfrutar de una buena posición económica y cuando la alcanzó, el crac de 1929 volvió a destrozarla completamente. Falta mucho por precisar en esta dirección, aunque vayan cuantificándose las tiradas de sus libros y se hagan voluntariosos cálculos de ingresos que, por el momento, no resultan convincentes.

Una y otra biografías son completamente planas en la interpretación de la obra literaria de don Ramón. Se trata de una consecuencia inevitable de la pretendida objetividad de los datos cronológicos –pura falacia, como se ha visto, sea intencional o no–, que lleva a olvidar el aspecto fundamental de la biografía de un escritor: su literatura. A mí, como lector interesado en tratar de descifrar, para entenderlo, el mundo de Valle-Inclán, es por este lado por donde estas dos biografías me suscitan más dudas. Se ha hecho un enorme esfuerzo en las últimas décadas para interpretar el complejo mundo de las creaciones valleinclanianas, que se han traducido no sólo en su condición de escritor canónico imprescindible de la literatura en lengua española del siglo XX, sino en el gran escritor simbolista, equivalente en nuestra lengua a los grandes escritores occidentales del mismo período. Ha costado mucho limpiarlo de adherencias partidistas y de lecturas ideológicas de urgencia para que ahora lo encontremos restituido a horizontes ya superados. Obviar el trabajo de varias generaciones de valleinclanistas –que haberlos, los hay, y muy buenos, pese a quien pese– va en contra del sentido común y acaba dando lugar a escritos chatos, cuando lo necesario en la biografía de un gran escritor es que punce en sus escritos y anime al lector a buscarlos, ofreciendo claves incitantes.

Estamos, por tanto, muy lejos de esa pretendida biografía canónica de Valle-Inclán. Las dos citadas son trabajos voluntariosos, pero insuficientes para cualquiera que haya transitado demoradamente por la vida y las obras de don Ramón. Deshacer el copioso anecdotario que rodea a su figura no debe llevar a la invención de otro. La creación de una imagen del escritor no justifica que se llegue a negar incluso la existencia de algún documento empecinadamente, convirtiéndolo en invención porque no se ajusta al argumentario trazado a priori. Es el caso de una carta suya enviada a Luis Ruiz Contreras el 27 de julio de 1932, que transcribió con errores Melchor Fernández Almagro en su biografía y en la que don Ramón se mostraba en una situación económica desesperada. ¿Será suficiente su reproducción facsímil de sus primeras cuartillas junto a estas líneas? Pues ahí van. ¿A quién sino a don Ramón podía ocurrírsele una carta tan estupenda en su desmesura? Ni aun así convencerá de su existencia a Joaquín del Valle-Inclán. Otra cuestión bien distinta es que se lea e interprete literalmente sin entender ni su estrategia ni sus propósitos. La carta está ahí. No parece que sea invención de ningún ingenio posterior.

Otro tanto cabe decir acerca de cuál ha sido a la gestión de la obra del escritor por sus legítimos herederos, algunos de los cuales han acumulado la parte de otros. Poca luz se encontrará en estos escritos sobre esta gestión, que iluminaría no pocos aspectos de su recepción. Puede decirse que aquí esto no importaba, pero no es argumento válido, ya que lo inutiliza el hecho de que se ha entrado a saco en el archivo familiar con buen criterio, pero utilizándolo selectivamente. Y selectiva y determinante ha sido su gestión en la difusión de la obra de don Ramón desde su muerte. Es inevitable que hoy miremos no sólo la trayectoria vital de don Ramón hasta su muerte el 5 de enero de 1936, sino todo lo acontecido después, porque determina en gran medida la imagen que hoy se tiene en el mundo hispánico de este genial escritor.

En los últimos años se ha popularizado entre nosotros la discusión sobre el canon literario y su construcción: por qué y cómo algunos escritores logran superar su tiempo y se convierten en clásicos. Nadie discute que Valle-Inclán está en camino de convertirse en uno de los clásicos imprescindibles de la literatura en lengua española del siglo XX, pero su canonización debe hacerse sobre todo a partir de sus valores estéticos y literarios. Canonizar a un escritor extravagante como lo fue don Ramón, sometiéndolo a la angostura de un traje cosido con meros datos cronológicos y obviando la complejidad de su mundo literario, es tratar de poner puertas al campo y hacerle un flaco favor. Tiene que ver más con una utilización metafórica de la primera acepción que tiene en nuestra lengua la palabra canonizar –declarar solemnemente santo y poner en el catálogo de ellos a un siervo de Dios, ya beatificado– que con lo que se entiende en la historia literaria por la construcción del canon: un ahondamiento en el mundo estético de un escritor que lo convierte en modélico. La canonización de Valle-Inclán que proponen estas dos biografías tiene que ver más con la que intentó su exesposa Josefina Blanco en los primeros años de la posguerra que con la que pacientemente van construyendo los muchos y buenos estudiosos con que cuenta don Ramón en todo el mundo.

Contar vidas ajenas es un arte difícil. Y por eso precisamente es un arte apasionante. El biógrafo debe encontrar un equilibrio entre el apasionamiento desmedido y la distancia fría. En estas biografías no se ha encontrado ese punto de equilibrio, sobre todo en la de Joaquín del Valle-Inclán, empeñado en dar palmetazos innecesarios. La elegancia del biógrafo redunda siempre en beneficio del biografiado. Esto lo sabe mejor que nadie el perro Lucas. Y de ahí su aire ya no sé si distraído o preocupado.

Estamos lejos de la biografía canónica de Valle-Inclán y cada vez más lejos aún de su canonización tradicionalista. Lo que ya nadie discute es su posición inamovible en las letras españolas del pasado siglo. Ramón María del Valle-Inclán fue nuestro gran escritor simbolista y resiste la comparación con los más grandes escritores de aquel movimiento europeo que transformó la escritura literaria más exigente. Ese es su verdadero espacio y los esfuerzos de todos sus estudiosos debieran converger a fin de situarlo en su canon.

Jesús Rubio Jiménez es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Zaragoza. Algunos de sus últimos libros son Valle-Inclán, caricaturista moderno. Nueva lectura de «Luces de Bohemia» (Madrid, Fundamentos, 2006), La fama póstuma de Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer (Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2009), Cipriano Muñoz y Manzano, Conde de la Viñaza. Biógrafo y crítico de Goya (Zaragoza, Fundación Goya, 2011), Ramón del Valle-Inclán y Josefina Blanco. El pedestal de los sueños (Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2011), Augusto Ferrán Forniés, traductor. De las nieblas del Rin a la claridad meridional (Madrid, Escolar y Mayo, 2015) y Algunas hojas de mi libro de horas (Pueyo de Marguillén, Papeles de casa Vigo, 2015). Ha preparado ediciones de Martes de carnaval, Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte y Tablado de marionetas, de Valle-Inclán.

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