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Ira del hijo

Rimbaud el hijo

PIERRE MICHON

Anagrama, Barcelona, 120 págs.

Trad. María Teresa Gallego Urrutia

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Mientras escribe Rimbaud el hijo, Pierre Michon (Cards, 1945) se ve a sí mismo tocado con bonete de seda y dándole vueltas a lo que llama «la Vulgata». La Vulgata viene a ser el compendio de datos, leyendas e interpretaciones que conciernen a Rimbaud; y el bonete de seda es la mitra casera que distingue a los escritores que saben olfatear el genio ajeno pero terminan convirtiendo los brotes del propio en chispas de fuegos artificiales: los que cultivan el brillo y no la brasa. Michon se cala este gorro tan dudosamente glorioso e indica así el poco mérito que ve en su propia escritura. Y sin embargo –o quizás por ello––, Rimbaud el hijo es una apasionante aventura de lectura, a la que, en castellano, contribuye la torneada traducción de María Teresa Gallego Urrutia.

Hasta los 37 años Michon no publica texto alguno, y cuando se estrena lo hace dando a la imprenta un título premonitor: Vidas minúsculas anuncia no sólo su propio contenido sino también lo que será el resto de la obra, incluido este Rimbaud el hijo: piezas cortas de tinte biográfico. Michon persiste libro tras libro en esta fórmula de escritura que, siendo aparentemente sencilla, esconde una arriesgada naturaleza intergenérica. Trabaja anotando en sus cuadernos frases, «unidades sonoras», y no planes o proyectos de desarrollo narrativo, lo cual apunta a un terreno más poético que novelístico. Pero Rimbaud el hijo no es un poema; aunque el texto tenga pulso poético el libro prefiere la indecisión, la indecisión de género y de proyecto, la indecisión como estilo; y en ello se cifra su gran atractivo.

Michon abomina de la novela, y, salvando a Proust y a Faulkner (sobre el que prepara un libro), no duda en calificarla de artificial; estima, de modo reductor, que la acción es el eje esencial de lo novelístico, y la rechaza contraponiéndole la noción de deseo, noción esta que detiene a la escritura en innumerables debates consigo misma y siembra la duda en sus formas y contenidos; así ocurre en Rimbaud el hijo: aunque el texto airea desde el título su entrega biográfica y las primeras páginas delatan el trabajo de documentación con que se ha pertrechado, lo cierto es que las palabras que lo abren eligen el tono de la suposición: «Dicen que Vitalie Rimbaud, de soltera Cuif, mujer del campo y hembra perversa, sufridora y perversa, fue la autora de los días de Rimbaud». Entre vigilancia y emoción, se urde una biografía –por así llamarla– convencida de que «nunca se sabe nada del pasado, se inventa». No puede uno evitar pensar en que tal mezcla tiene algo que ver con la tan traída y llevada «autoficción»: Rimbaud el hijo sería una especie de «biografía-ficción». De hecho, Michon es un biógrafo que dice no creer en la Historia, sino en las apariciones.

El trato con las apariciones es del orden de la presencia, y no de la memoria; Michon, más que del contenido de los libros, ve salir a Rimbaud de sus fotografías, y en particular del retrato que le hizo Carjat en París. De él extrae materia de vida, como si la imagen poseyera un fondo pluridimensional; pero la aparición es luz que no disipa las sombras, por eso no se sale de esta lectura con certezas, con visiones claras sobre el poeta o con datos descubiertos; ni siquiera hay un relato hilado de acontecimientos, y la vida rocambolesca del Rimbaud adulto casi ni se nombra. Este es libro para un lector que se sepa esa Vulgata previa y otras paralelas, no para el lector de biografías al uso.

No sólo de la fotografía de Carjat surge la aparición; ésta viene también de la mano de otras figuras: la de la madre, «la tangible hembra de rechazo y desastre», y la del padre ausente, que destilan en la poesía del niño Rimbaud el «impecable desposorio de la Corneta y los padrenuestros». Otra imagen fijada por las sales de plata a la que se interroga es la del poeta Georges Izambard que, como profesor en Charleville, conoció los versos, el afecto y finalmente las burlas de Rimbaud. Izambard opinaba que la poesía era lengua engalanada como novia, o si no, en Baudelaire, maquillada prostituta de altos vuelos, y en todo caso un «hada buena», nunca «una campesina renegrida que cava un agujero en el que la lengua se introduce de forma desmesurada y vibra». Pero Rimbaud sentía la poesía precisamente como si fuera un «hada mala» confusamente encarnada en su madre, una lengua-madre vibrante que «se metió de un salto en el hijo, en ese tabuco oscuro y siempre cerrado que llevamos dentro». Para Michon, que trenza en estas páginas inciertos aspectos biográficos con reflexiones poéticas de discreto sesgo psicoanalítico, la gestación de la lengua poética de Rimbaud debe mucho al «hada mala», y a ella vuelve a menudo a lo largo de su libro. No en vano ha escogido por título Rimbaud el hijo.

Otro poeta más con retrato al que el libro acude es Théodore de Banville. Banville, en la imaginación de Michon, lleva también bonete de seda cuando recibe los versos del joven Rimbaud y se convierte en su primer lector de calidad; y aunque era un poeta medroso que se había quedado ya sin rima interior, su honradez supo reconocer en el jovenzuelo la rima oscura «en la que percuten entre sí la ira y la caridad, el rencor infinito y la misericordia, cada una de ellas en diferente mano, separadas, intactas, irreconciliables, enemigas juradas». Suponiendo este pensamiento a Banville (y en otras muchas ocasiones), Michon entrevera en su ya complejo texto hebras del género del ensayo literario. Y el lector está cada vez más convencido de que la vida que a este libro interesa, más que la de Rimbaud, es la de la propia escritura.

Del rostro y el sombrero derby de Verlaine se levanta una lucha de poéticas. Michon cuenta en un huracanado y magistral capítulo la confusa y tensa pasión de la pareja, su competitividad de «videntes» regada por el ajenjo, el desgaste mutuo de sus respectivas «cantarelas órficas», la imposibilidad de que los dos fueran a un tiempo «el verso en persona». Rimbaud, que era más hijo de la ira que Verlaine, que odiaba a todos los maestros, pudo con él; y el episodio de los arenques y el tiro con el que despechadamente Verlaine hirió a Rimbaud, se explica más por esta pugna de vida poética que por la de los amores difíciles.

Aún hay más poetas y más retratos, pero Michon llega a la página cien y parece oír el gong de cierre (o esta vida dejaría de ser minúscula), y despide a Rimbaud con la misma premura con que éste abandonó la poesía: «dejó como quien dice de existir cuando el Verbo se desmoronó». La aparición de Rimbaud, o, mejor dicho, la vida de su escritura, deja de surgir de las fotografías de estos poetas que Michon ha utilizado como trampantojo literario. El autor se quita el bonete de seda y abandona el artificio; se sienta frente a esos poemas que para él son un evangelio –Una temporada en el infierno–, y de la lectura surge de nuevo Rimbaud, pero esta vez más carnal, más humano; duerme y llora, en la oscuridad llama a la madre y al padre, para quienes ideó una lengua poética que se le antoja huera. Los poemas componen así una figura de hijo; hijo sin más, sinónimo de poeta. El poeta, dice Michon, es un hijo que tiene la jactancia de convertirse en hijo perpetuo: hijo de una madre, pero además hijo de su propia obra. Quizá, si Rimbaud dejó de escribir, fue porque, en su extrema rebeldía, quiso romper con toda filiación y no reconocer ni en su propia poesía una ira que pudiera compararse a la de su vida.

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Ficha técnica

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