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Renglón de desahuciados

Poetas del novecientos. Entre el modernismo y la vanguardia (Antología)

JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN

Fundación Central Hispano, Madrid, 2 vols.

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La historia, incluso la historia de la literatura, que se supone trata de creadores geniales y demás singularidades, no suele mostrarse considerada con rarezas ni excepciones. El relato de lo que aconteció ha de ejecutar una reducción drástica de pormenores, que simplifica, amputa y anula en nombre de la coherencia del conjunto. El esfuerzo creador de toda una vida, incluso del mejor y más afortunado talento, acaba en un parrafito de una enciclopedia que, ironizaba Borges, había de rebautizarlo José Luis. Cuando renombres y prestigios deslumbrantes quedan establecidos, dejan en la sombra un descarte masivo de raros, mediocres, huidizos u olvidados, que no cuentan en la historia quizá porque no la cuentan, aunque contribuyesen como el que más a hacerla. Pero, de ordinario, al lector de poesía la historia –aunque sea historia de la poesía– le sobra. ¿Qué importan las páginas de esa enciclopedia para el goce estético?

Pocos períodos tienen en la historia de la poesía española un canon tan definido como el que precede a la guerra civil: la preeminencia del grupo del 27, esa docena escasa de poetas reunidos por su relación amistosa, unas mínimas coincidencias teóricas y las páginas de la Antología de 1932, ha desbancado a un número notable de creadores contemporáneos suyos. En su prólogo a esta antología, José Luis García Martín cifra en casi trescientos los nacidos entre 1890 y 1910 que «publicaron en editoriales reconocidas y en revistas de amplia difusión o prestigio» y consiguieron, por tanto, cierto renombre en su día, pero a los que casi nadie recuerda ya (pág. ix). El contraste de cifras entre los pocos escogidos y el raudal de los excluidos adquiere tintes de cataclismo e invita de inmediato a remediar lo tajante de la selección. Es empeño añejo, emprendido con similar tesón por descontentos con los criterios que definen el canon, vindicadores de autores relegados o simples lectores curiosos o disconformes.

Poetas del novecientos quiere sumarse a esa tradición que cuestiona el canon del 27, suscitada por la solidez incontrastable del grupo. Reúne informaciones básicas sobre una cuarentena larga de poetas nacidos en ese período y una selección de sus versos. Todos ellos coinciden sólo en que no figuran en esa primera fila de los elegidos (que es aquí la de los elegidos por Diego en 1932 más que por la historia, pues se cuentan en ella lo mismo Moreno Villa o Larrea que Lorca o Cernuda), aunque las razones que explican ese infortunio son tan diversas como sus biografías y sus obras. Los hay que, por su muerte prematura, no tuvieron ocasión de lograr quizá una creación de más entidad: Fernando Fortún, Ciria y Escalante o Bacarisse. Otros eludieron durante buena parte de sus vidas dar publicidad a sus versos, como Vighi, Luis Pimentel, Piñer o Basilio Fernández. Algunos (Ernestina de Champourcin, Domenchina, Antonio Espina o Josefina de la Torre) figuraron en la segunda Antología de Diego en 1934, sin lograr por ello el renombre que consiguieron los incluidos en la de 1932. A otros se les conoce por una obra que oscurece la que compusieron en verso, como los prosistas Rosa Chacel y José Bergamín o el pintor Ramón Gaya. Algunos, en fin, sólo alcanzaron cierto renombre transitorio por estar ligados a revistas como las editadas por el ultraísmo (así, Guillermo de Torre, Lasso de la Vega, Adriano del Valle o Lucía Sánchez Saornil) o la sevillana Mediodía (Romero Murube, Porlán, Rafael Laffón o Juan Sierra).

Una recopilación de esta índole puede justificarse desde cualquiera de las perspectivas de cuestionamiento del canon apuntadas o incluso desde otras menos obvias. El estudioso que prefiera una historia menos esquemática no encontrará quizá en ella nombres del todo ignorados, pero agradecerá los datos biográficos y sobre todo las bibliografías poéticas de cada autor, minuciosamente consignadas en las notas que anteceden a los poemas seleccionados. Para él, la abundancia enciclopédica de tal compilación es un buen útil de trabajo.

El lector que busca disfrutar otras expresiones poéticas y al que importa ante todo el logro expresivo y la hondura humana de cada poema, es decir, el acierto estético que obliga a elegirlo, puede quedar, en cambio, desconcertado por los criterios de la selección, que oscila con frecuencia entre recuperar el valor poético o destacar la simple curiosidad bibliográfica o biográfica. El propio antólogo reconoce que en algunos casos «quizá el aire de época difumina demasiado los valores estéticos» (pág. xx). Poco más que esos aires traen, por ejemplo, los poemas de Guillermo de Torre, que mueven a risa. También deben de soplar a favor del mediocre Rogelio Buendía, al que se concede tanto espacio como a su antiguo compañero de filas ultraístas Pedro Garfias, poeta notable; o del estrafalario Lasso de la Vega, que dispone de mucho más que cualquier otro, incluidos poetas de entidad como Piñer, Pimentel, Muñoz Rojas o Bergamín. Esta fluctuación desconcertante entre lo poético y lo que parece sólo informativo disminuye la talla del libro, que, al jerarquizar implícitamente los autores en nombre de vagas notoriedades de entre especialistas, adquiere el aspecto de una galería de curiosidades, de anecdotario de versificadores al margen de la historia, que en nada modifica ésta y apenas la completa.

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