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Recetas para una mala digestión

THE INHERITANCE: THE WORLD OBAMA CONFRONTS AND THE CHALLENGES TO AMERICAN POWER

David Sanger

Harmony Books, Nueva York

POWER RULES: HOW COMMON SENSE CAN RESCUE AMERICAN FOREIGN POLICY

Leslie H. Gelb

Harper, Nueva York

FROM COLONY TO SUPERPOWER: US FOREIGN RELATIONS SINCE 1776

George C. Herring

Oxford University Press, Oxford

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Hay dos grandes paradojas en la política exterior norteamericana. La segunda, la más familiar, se resume en la proporción inversa entre cañones y mantequilla. Como otros imperios anteriores –la España de los Habsburgo o la Inglaterra posvictoriana vienen a la mente–, Estados Unidos se enfrenta con una distancia creciente entre sus esperadas obligaciones internacionales y la progresiva limitación de sus medios. Baste recordar que el déficit fiscal previsto para el ejercicio 2009 estuvo en torno al billón y medio de dólares, ascendiendo al 11,2% del PIB. Tanto Bush Jr. como Obama le han metido un buen tiento a la tarjeta de crédito federal para pagar el salvamento del sistema crediticio y hacer más llevadera la crisis económica. El nuevo presidente decidió además impulsar un programa adicional de estímulo económico, crear un seguro universal de salud y proponer la limitación de emisiones de carbono mediante permisos cotizables (cap & trade). En los próximos diez años, hasta 2019, se espera un aumento del déficit de otros nueve billones. Aunque se cumplan las previsiones gubernamentales sobre las que se basa el presupuesto de 2010, que prometen rebajarlo, lo que es poco creíble, hay déficit y más déficit en el horizonte. Resulta difícil creer que Estados Unidos pueda mantener así su actual papel de garante del sistema internacional.

La primera paradoja pasa más inadvertida. Estados Unidos ha levantado a lo largo de los años una impresionante maquinaria militar. No en balde acarrea un presupuesto de defensa sin parangón en el mundo. En el año fiscal que corre (2010), el presupuesto base de Defensa son 533,8 millardos de dólares. Con el añadido de otros 130 para operaciones antiterroristas y otras atenciones militares, la cifra sube a 680. En 2008 los siguientes nueve países con mayores presupuestos de defensa gastaron entre todos 476,4 millardos de dólaresStockholm International Peace Research Institute (SIPRI): http://www.sipri.org/yearbook/2009/05/05A. Hoy en día, la máquina de guerra estadounidense no tiene rival. Cuando interviene sola, o llevando el peso casi total de los ejércitos aliados, lo hace de forma demoledora. La primera guerra del Golfo duró seis semanas; la campaña aérea contra Serbia en 1999, tres meses; la primera fase de la guerra en Afganistán se acabó en dos meses y diez días; en 2003, Bagdad cayó veinte días después de que empezara la invasión de Irak. Por ahora nadie puede levantarle el gallo a Estados Unidos en enfrentamientos convencionales.

Sin embargo, el país se enfrenta a otra clase de conflictos. Robert Gates, el secretario de Defensa, lo decía hace unos meses. Los adversarios potenciales de Estados Unidos, de terroristas a Estados cimarrones, se han aprendido la lección. Las batallas de hoy poco tienen que ver con los videojuegos de Donald Rumsfeld, que creía firmemente que la tecnología iba a sustituir al factor humano en las guerras del futuro, ahorrando así vidas propias y dinero. Nada más lejos de lo sucedido. Los rápidos triunfos en Afganistán y en Irak encallaron en las posteriores tareas de policía y reconstrucción. Y así nos encontramos con un Gulliver desconcertado cada vez que tiene que habérselas con liliputienses que lo atan con minúsculos nudos gordianos. Estados Unidos puede ganar guerras, pero no sabe qué hacer después con las guerrillas.

Esa paradoja da pie para pensar que ese país ha entrado en una rápida fase de decadencia, pues no otra cosa sucede con los poderosos que no logran hacerse obedecer. Los libros de los que vamos a ocuparnos, todos ellos escritos antes de la toma de posesión de Obama, dan salida a esa preocupación y proponen al presidente recetas para evitar que el diagnóstico pesimista acabe por ser certero. Aunque sus autores subrayen distintos factores, los tres comparten las tesis de los progresistas del mundo, ya sean los llamados liberales norteamericanos, ya los socialdemócratas de la vieja Europa. ¿Se tiene de pie su sabiduría convencional o son las suyas recetas que aseguran una mala digestión?

LA MORAL…

La primera de las tesis progres tiene dos versiones: una fuerte y otra débil. La fuerte se resume así: con escasas excepciones (participación en las dos guerras mundiales; defensa de los derechos humanos por el presidente Carter), la política exterior del país ha seguido un curso hegemónico que confundía beneficio propio y superioridad moral. Su actual desconcierto se debe a que, para propios y extraños, ambas cosas han dejado de formar una unidad, lo que sólo puede corregirse reforzando la primacía de la última. Un juicio que suscribirían muchos fundamentalistas si no fuera porque ellos definen los valores morales de forma por completo distinta.

George Herring es un profesor emérito de la Universidad de Kentucky, al que la editorial de la Universidad de Oxford encargó un examen de las relaciones internacionales de Estados Unidos para su prestigiosa colección de historia del país. El largo libro (supera las mil páginas) dedica tres cuartas partes al corto siglo XX, que diría Hobsbawn. En cronología estadounidense, la etapa que va de Woodrow Wilson hasta que Bush Sr. se encontrase entre las manos con una hiperpotencia, por usar una redicha expresión gabacha. Pese a su condición de historiador, la mirada de Herring pronto se torna en la de un político al que el pasado inmediato le interesa sobre todo como una tribuna desde la que aleccionar al presente y al futuro.

Su visión discurre por dos carriles paralelos de diferente elevación, lo que produce numerosos sobresaltos. El carril de abajo se apoya en estadísticas sin ilación interna para mostrar, por si fuere menester, que Estados Unidos hace tiempo que dejó de ser la sociedad de agricultores patricios con la que soñaba Jefferson para convertirse en otra industrial y comercial. Con este simple esquema explica el incesante expansionismo de Estados Unidos, pues industria y comercio requieren un ejército, una armada y una diplomacia expansivas, salvada la redundancia. Aunque aquí y allá se refiera a los conflictos internos, brutal guerra civil incluida, sobre cómo combinar recursos para crear y defender ese imperio, el autor se conforma con dejar al fantasma dentro de la máquina y nos quedamos sin saber por qué la expansión tuvo lugar. Otras sociedades también tenían ejércitos, armadas y diplomacias expansionistas, pero no los mismos logros. Al final, se diría que Estados Unidos creció porque tenía que hacerlo, con lo que, a su pesar, el autor se ve envuelto en la astuta trama del Destino Manifiesto.

En realidad, a Herring le interesa poco la relación entre economía y política exterior. Lo suyo es discurrir por el carril de arriba, en que el expansionismo estadounidense se revela como un precipitado de varia lección. A veces brota, como por partenogénesis, de la doctrina calvinista de la predestinación; otras del deísmo elitista de Jefferson; aquí, en la doctrina Monroe, es un reflejo defensivo; allá, como en el recién mentado Destino Manifiesto, una pulsión agresiva; acullá, otro desvarío de la frenología. Da igual, pues lo que al progre le importa de la noche es que todos los gatos sean pardos. El expansionismo, pues, tiene una raíz única: la falsa conciencia de la superioridad occidental compartida por europeos y norteamericanos. Todos los pueblos no blancos han demostrado ser incapaces de organizar mercados eficientes y democracias. Nada más lógico, pues, que los que han sabido hacerlo impongan sus reglas a los no aplicados y, de paso, se beneficien en la operación. Rasque a su estadounidense y brotará el racista occidental que lleva dentro.

Semejantes simplezas consuelan a las almas bellas, pero son de corto recorrido. Tras de haberlas repetido en diversos lugares, Herring informa, hablando de la apertura de China al comercio occidental tras las guerras del opio (1839-1842 y 1856-1858), que «la política aislacionista de China reflejaba un conjunto de ideas altamente etnocéntricas que tenían al Reino del Cielo por el centro del universo y a los demás pueblos por “bárbaros”. En este esquema, no había sitio para la noción de relaciones iguales entre Estados soberanos»George C. Herring, op. cit., location 3742-53. La citas se hacen a partir de un lector electrónico que no sigue el sistema de paginación habitual.. El etnocentrismo, pues, vale igual para un roto que para un descosido. Si se trata de los estadounidenses, explica su éxito; si de los chinos, sus derrotas.

Ni por un momento se plantea Herring la posibilidad de una explicación alternativa. ¿No podría deberse el éxito estadounidense a causas distintas del racismo o, al menos, concurrentes con éste? ¿Acaso a que muchas sociedades tradicionales no conseguían habérselas con la modernidad y pagaron un alto precio por ello? La mera mención de estas cosas enfurruña a la parroquia posmoderna porque, según lo creen, lleva implícita una apuesta por la superioridad de Occidente, pero no es así. Los japoneses de la era Meiji lo entendieron mejor. Si querían hacerse respetar tenían que adoptar las fórmulas occidentales, cuyo éxito no se debía a que sus autores fueran blancos (parece innecesario recordar la profunda creencia japonesa en su propia superioridad racial), sino a que eran más eficaces en punto a organización productiva y militar. De haber publicado su obra entonces, Jared DiamondGuns, Germs and Steel: The Fates of Human Societies, Nueva York, Norton, 1997. hubiera sido muy aplaudido en Tokio. Lo que cuenta no es dónde o quiénes dieron con las recetas, sino su valor de verdad. Un siglo más tarde, Deng Xiaoping llegaría a conclusiones similares.

El programa fuerte resulta a veces involuntariamente cómico por el ángel que lo carga sobre los hombros. Véase la discusión sobre los logros comparados de Carter y de Reagan. El tiempo no ha sido demasiado piadoso con Carter, seguramente con buenos motivos. No se trata sólo de que, como apunta Herring, pese a poner a los derechos humanos en la cúspide de su política internacional, Carter tuviese que hacer numerosos ajustes que desdecían de sus propósitos. No hay político al que no le haya sucedido algo semejante. La creencia generalizada es que con él comienza un crepúsculo de vacilaciones en la política internacional estadounidense que aún no ha llegado a su fin. La decrépita cúpula soviética, primero, y los comunistas chinos, después, jugaron con él a su antojo, mientras que los clérigos iraníes, recién tomado el poder, sometieron a Estados Unidos a la afrenta de la toma de su embajada en Teherán y capturaron a sus funcionarios como rehenes. Un casus belli de libro. Semejante provocación quedó sin respuesta, excepto por una tentativa de rescate militar tan mal planeada que tenía que acabar en desastre, como efectivamente sucedió. «Al cabo […] sus logros –resume Herring– se perdieron en una administración víctima de su propia desorganización, lastrada por una oposición descontrolada y simplemente superada por los acontecimientos»Herring, op. cit., locations 14770-80.. Si todo fue culpa de los elementos, ¿queda alguna responsabilidad para el presidente? Al parecer, no. Herring se refiere repetidamente a sus «infortunios», a su «mala suerte» o a su «mal fario»Herring, op. cit., locations 15125-36; 15279-89; 5289-99, passim. y lamenta que «ni siquiera tuviera la satisfacción de ver a los rehenes de la embajada liberados bajo su mandato»Herring, op. cit., locations 15299-304.. Vamos, que era gafe. Justo lo contrario de Reagan, informa Herring. Reagan empezó creando un inmenso peligro con su pulso armamentista con los rusos, que hacía presagiar el desencadenamiento de una guerra nuclear. Sin embargo, cinco años después de tan mal augurio, el nuevo presidente se paseaba apaciblemente por la Plaza Roja de Moscú en compañía de Gorbachov. «Más que ningún otro factor, el cambio se debió a la debilidad básica del sistema soviético y a las medidas tomadas por un notable Gorbachov»Herring, op. cit., locations 15323-33..

Si algo hay de notable en todo esto, ese algo no es, sin duda, Gorbachov, sino la idea de que la nueva situación resultó de una conjunción planetaria independiente de la política de Reagan. A la postre, empero, fue la denostada carrera armamentista, no la gripe o un mal invierno ruso, lo que dejó exangües a las momias del Kremlin. Pero no para Herring, pues según él el cambio de paisaje se debe a un misterioso antinuclearismo [sic] que le entró a Reagan en su segundo mandato y no a sus bravatas anteriores ni al aumento de gastos militaresHerring, op. cit., locations 15914-24.. Tal vez el profesor emérito no ha oído nunca aquello de «si quieres paz, cómprate una Parabellum», que decía el otro. A Reagan pueden reprochársele muchas cosas (la estampida en Beirut o el malhadado Irangate, sin ir más lejos), pero no que no supiese tomarles la medida a los rusos, algo que al final acabaría con la Unión Soviética. «Mr. Gorbachov, derribe usted este muro» no fue un exabrupto. Condensaba en pocas palabras un epitafio y la prisión comunista tuvo sus días contados. ¿Por qué las considera Herring muestras de una vieja retórica belicista?

Quien piense que lo hace por cicatería no alcanza a ver el conjunto. No es ésa su única ni su principal razón para negarle el pan y la sal a Reagan en este asunto o en otros como que las acciones terroristas se redujeron después del susto que le metió en el cuerpo a Gadafi en 1986 o en que Estados Unidos tuviera un papel decisivo en la derrota sufrida por la Unión Soviética en AfganistánHerring, op. cit., locations 15594-604 y 15695-706.. Herring no puede encontrar nada digno de elogio en Reagan, porque lo contrario significaría renunciar a su propia retórica moralista. Pero cuando un historiador explica procesos tan complicados recurriendo a la fortuna está despidiéndose del uso de la razón. Si fuera honesto, debería callar o, si prefiere sentar plaza de intelectual, limitarse a una escueta cronología completando las fechas con una etiqueta de fausta o infausta, según el caso.

… Y LAS BUENAS COSTUMBRES

Ahora la tesis débil. Gelb es todo un personaje. Ha sido redactor de The New York Times y presidente del Council on Foreign Relations, un centro de estudios de política internacional extremadamente influyente, conocido sobre todo por publicar la revista Foreign Affairs. Gelb es también un pedante insufrible. No ser académico le libra de adornarse todos los días la cabeza con un poco de ceniza politcorrecta, así que no le asusta compararse con Maquiavelo. Su libro se presenta como un florilegio de consejos al príncipe según el itálico modo. Tan a gusto se siente en el Renacimiento que se le trabucan otras fechas posteriores, y así rejuvenece a Hobbes y lo coloca en el siglo XVIIILeslie H. Gelb, op. cit., locations 609-20., pero a quién pueden interesarle esos tiquismiquis sabihondos. Lo que importa es la esencia con que reequilibrar la política exterior estadounidense: más sentido común, un consejo habitual entre quienes no suelen gozar de él.

Un poco de paciencia confuciana para seguir con la lectura de su plúmbeo libro se ve recompensada con definiciones. El sentido común consiste en no hacer lo que hizo Bush el Chico. No es que Gelb invite a hacer lo contrario, sino algo distinto, que no es lo mismo. Uno imagina saber qué significa hacer lo contrario. Por ejemplo, no justificar la guerra de Irak con fabricaciones como que Sadam Hussein contaba con armas de destrucción masiva; por ejemplo, no invadir el país con una fuerza manifiestamente inferior a las posteriores necesidades de policía; por ejemplo, no atormentar a las convenciones de guerra con interpretaciones abusivas que permitían el uso de la tortura; por ejemplo, no abrir Guantánamo; por ejemplo, no someter a consejos de guerra con nulas garantías jurídicas a los declarados combatientes enemigos. Para desdicha de la democracia estadounidense, eso fue lo que no hizo Bush –por cierto, con la anuencia inicial de una mayoría de representantes y senadores demócratas– cuando debería haber elegido otro camino.

Gelb, por supuesto, no lo defiende, pero su sentido común le empuja a reprochar otras cosas. Básicamente son dos. La primera, su unilateralismo; la segunda, su falta de realismo. En definitiva, sus malos modos.

Eso del unilateralismo no es demasiado nuevo. Fue el argumento de Chirac, Schröder y Putin para oponerse a la invasión de Irak. El coloso estadounidense había perdido los nervios y quería imponer su voluntad a quienes, de otra forma, habrían podido ser sus aliados. Con un poco de consenso todo podría haber sido distinto. El argumento se hizo aún más creíble cuando resultó que las armas de destrucción masiva no se encontraban por parte alguna y Bush cambió a otro de tono mayor y aún menos fidedigno: que la guerra de Irak se había hecho para plantar la semilla de la democracia en Oriente Próximo. A pesar de toda su incompetencia, empero, Bush hizo bien en no tragar el anzuelo multilateralista que, en definitiva, como había sucedido en la antigua Yugoslavia, no era más que una excusa europea para la inacción. Estados Unidos debe estar preparado para actuar unilateralmente en defensa de sus intereses aunque sus socios europeos le abandonen… si la ocasión lo exige. Así lo hizo Obama en las negociaciones sobre el clima en Copenhague hace poco. Si Bush erró no fue al insistir en el derecho de ir por su cuenta, sino al reclamarlo para empresas que no lo merecían. Sadam Hussein era, sin duda, un criminal y un indeseable, pero no el único, ni el mayor. Ahí está la teocracia iraní, ésta sí, dispuesta a dotarse de armamento nuclear para, entre otras cosillas, poder borrar del mapa cuando le pete a Israel, la entidad sionista que dice el presidente Ahmadineyad. Tras de los patinazos de Bush, empero, se ha hecho más difícil que Estados Unidos tome las medidas necesarias para evitarlo si es que, contra toda evidencia, el actual presidente quisiere adoptarlas.

¿Le faltaba realismo a Bush? Posiblemente, pero no el de la clase que añora Gelb. Este último cuenta con una larga tradición diplomática. Generalmente consiste en aceptar que los eventuales enemigos pueden convertirse en tan solo adversarios si uno comprende sus razones y tiene la paciencia necesaria para negociar, negociar y negociar y, cuando la negociación sea imposible, seguir negociando como recomienda el Financial Times. No es de extrañar que Gelb se deshaga en elogios para con Kissinger y Nixon. Posiblemente hubiera criticado al Chamberlain de Múnich por radical y mal informado sobre las verdaderas intenciones de Hitler. Pero volvamos a Bush. Sin duda, se dejó llevar por su imaginación o por sus designios fementidos (tal vez algún día se sabrá) al creerle a Rumsfeld que podía ganarse la guerra de barato en tropas y en medios logísticos o al aceptar que Bremer, su primer virrey en Irak, purgase hasta a los baasistas de menor cuantía y, como un buen trotskista, dispusiera la disolución de los cuerpos represivos. Mejor aconsejado, Bush supo reaccionar, aunque muy tarde. La pleamar que surge de 2007 supuso un aumento de las tropas estadounidenses para entrenar y apoyar al ejército y a la policía iraquíes y, junto a otras medidas políticas, ha sido muy eficaz y no ha llevado a Estados Unidos a sumergirse aún más en el pantanal. Obama reconocía hace poco por boca del general Petraeus que el aumento de tropas había sido un acierto y le había servido de falsilla para su política en AfganistánFox News, 12 de junio de 2009, «General: President Looked at Iraq Surge to Plan Afghanistan Strategy»: http://www.foxnews.com/politics/2009/12/06/generalpresident-looked-iraq-surge-plan-afghanistan-strategy/.. Cambio notable, pues, como un realista de la escuela Gelb, en 2007 mantenía que, lejos de aumentar las tropas, el gobierno debería iniciar su retirada del país en cuatro o seis mesesCBS News, «Obama and McCain debate the troop surge»: http://www.cbsnews.com/stories/2007/01/14/ftn/main2359098.shtml..

LA GUERRA DE CHARLIE WILSON

Sanger carece de tantos laureles como Gelb, pero es también redactor del Times, y a menudo se le ven demasiado las ganas de convertirse en otro támpax de la historia como Bob Woodward. Las intimidades que explora las conocía muy poca gente antes de que él las escribiera. Su libro es más entretenido e ilustra más que los dos anteriores. El análisis sobre la evolución de China es especialmente interesante. Según Sanger, hoy por hoy, no es China el problema mayor para Estados Unidos. La clave del futuro inmediato está en Asia Meridional, en ese arco que va de Irán a Pakistán pasando por Afganistán.
John Kerry, el candidato demócrata a la presidencia en 2004, había votado a favor de la invasión de Irak en octubre de 2002 y para distanciarse de Bush lo acusó de haber abandonado la verdadera guerra que importaba, la de Afganistán. Pronto, los demócratas abrazarían esa causa unánimemente. Obama volvió a usarla contra McCain en 2008 y, una vez elegido presidente, tuvo que hacer buenas sus palabras presentándola como una guerra necesaria frente a la opcional en Irak y aceptando un aumento de las tropas estadounidenses en el país a finales de 2009. Sanger canta con la misma partitura, pero añade algunos gorgoritos propios. Si el lector ha visto la película de Mike Nichols del titulillo, ya sabe por dónde van los tiros. Bush tendría que haber reeditado en Afganistán el plan Marshall y haber reconstruido el país, que necesitaba ayuda mucho más que Irak. Pero mientras en 2004 Estados Unidos se proponía dedicar a Irak más de 18 millardos de dólares a lo largo de varios años, a Afganistán sólo le cayeron 720 millones en la pedrea.

Pese a los buenos deseos que mueven a Sanger, es dudoso que hubiera tenido sentido gastar más. De país, Afganistán tiene poco más que el nombre y una representación en la ONU. Efectivamente, es muy pobre, pero ni es el único en esas circunstancias ni su pobreza es efecto directo de la guerra. Sólo los muy ingenuos o los muy ofuscados pueden pensar que su larga historia de enfrentamientos clánicos, su relativamente escasa población y su desprecio hacia los derechos de las mujeres pueden transformarse en pocas horas y con algunos dineros más, que, como tanta de la ayuda occidental a los países pobres, acabarían pronto en cuentas numeradas en algunos paraísos fiscalesSobre este asunto, puede leerse con gran provecho a William Easterly, The White Man’s Burden. Why the West Efforts to Aid the Rest have done so much Ill and so Little Good, Nueva York, Penguin, 2006.. Cuando se recuerda que, dentro de los planes para la reconstrucción del país, Italia iba a encargarse de la reforma judicial, uno no puede evitar un suspiro de alivio en nombre de los afganos.

Sanger se lamenta de que la falta de ayuda ha llevado a muchos campesinos del país a volver al cultivo de opiáceos y ahí se detiene. Tal vez, en lugar de excitar el sentimiento de culpa occidental, sería más sensato proponer cambios en la estéril política estadounidense de represión de las drogas y permitir a los afganos buscarse un lugar al sol en la división internacional del trabajo dedicándose a ese negocio, una vez debidamente regulado. No hace mucho que algunos ex presidentes latinoamericanos proponían una reforma semejante. Tal vez esto no acabase con los talibanes, pero les privaría de una de sus mejores armas. Con un mejor ejército y policía locales, como propone el general McChrystal, las tropas de la OTAN podrían replegarse y limitarse a acciones de limpieza. Con las divisas obtenidas podría ayudarse a la reconstrucción del país a cargo de sus propios habitantes. Pero posiblemente esto sea demasiado para contarlo en el Times.

En resumen, ni la moralina, ni la negociación con quienes se niegan a ella, ni una lluvia incontrolada de dinero son recetas para una buena digestión. Bush cometió un sinfín de tropelías, pero lo que sus consejeros progres proponen al presidente Obama y él parece haber asimilado con gusto no lleva muy lejos.
 

EL CANDIDATO QUE PODÍA ANDAR SOBRE LAS AGUAS

Como se ha apuntado, todo este poemario data de un tiempo anterior a la llegada de Obama a la Casa Blanca. En la campaña electoral, el candidato y sus abrumadores apoyos en los medios de comunicación llegaron a convencerse y trataron de convencernos de que Obama podía andar sobre las aguas. El candidato sabía expresarse y, desde luego, no podía negársele su infinito deseo de paz. Así que el triunfo de la voluntad se produjo. Un año y medio después, aquellas audaces esperanzas andan un tanto ajadas y Obama tiene dificultades en mantenerse a flote. ¿Qué hubo de pasar?

Gentes de buen corazón, como Timothy Garton Ash«No basta un Mesías», El País, 21 de marzo de 2010., disculpan al presidente. Tal vez las expectativas creadas por su elección fueron excesivas. Tal vez; pero el eminente catedrático de Estudios Europeos en Oxford y profesor titular de la Hoover Institution de Stanford nos tranquilizaría más si explicase por qué a él se le pasó este pequeño detalle cuando compartía con tantos otros plumillas la ilusión levitatoria. Bueno, no nos pongamos estrechos. La herencia de Bush el Chico estaba cargada de hipotecas y no podía aceptarse a título de inventario; es verdad, pero esto lo sabía el causahabiente y, aun así, peleó a fondo para hacerse con ella, amagando que su llegada al poder bastaría para que todo cambiase. Que aquel a quien no se le haya calentado alguna vez la boca y así sucumbido a la magia criselefantina de su propia lengua tire la primera piedra. Además, culmina Garton Ash, el nuevo presidente tiene que pechar con otra pesada losa. El mayor problema de la política exterior estadounidense está en casa; es, amigo Fabio, el Congreso –do el ambicioso muere y donde al más activo nacen canas– el principal obstáculo para que el presidente pueda seguir, si no andando sobre las aguas, sí al menos subido a su tabla de windsurf. Si las anteriores disculpas eran promesas de mal pagador, esta última especie resulta ciertamente inaudita, por más que Paul Krugman y la izquierda demócrata la jaleen sin querer acordarse de que no decían lo mismo cuando el Congreso demócrata amenazaba a Nixon con cortar la financiación para la guerra en Vietnam o, más recientemente, bajo ¬George W. Bush, para la de Irak. Si un Congreso como el elegido en noviembre de 2008, con mayoría demócrata en la Cámara de Representantes e inicial supermayoría en el Senado, puede convertirse en el principal obstáculo para la política exterior del presidente, qué no se propondrá cuando esa ventaja se esfume. Más vale no pensarlo. Todos los Congresos plantean problemas a los presidentes. Pero como, por el momento, los de política exterior en éste no son de grueso calado, si al presidente se le hace difícil mantener la cabeza por encima de las olas, uno debería concluir que su problema de flotación se lo ha creado él solo.

Cuentan que, cuando se convirtió en Comisario del Pueblo para Asuntos Exteriores, Trotski pensaba que pronto se quedaría sin trabajo. Cuando el proletariado mundial escuchase sus proclamas y derrocase a los gobiernos burgueses, los futuros Estados socialistas ya no tendrían más conflictos de intereses, así que los de Asuntos Exteriores podrían licenciarse. Cambien el nombre a los destinatarios, llámenlos, por ejemplo, personas de buena voluntad o dispuestas a abrir esos puños hasta ahora cerrados a las ofertas de diálogo, y verán que Obama también cree que discursos y gestos (esa grávida inclinación de cabeza ante el emperador japonés, esa negativa de 2009 a recibir al Dalai Lama) son la esencia de las relaciones internacionales.

Lamentablemente, también él ha conocido su Brest-Litovsk. A la calle árabe le dejaron impertérrita las zalamerías de su discurso en la Universidad de El Cairo (4 de junio de 2009). El dunvirato ruso no ha agradecido hasta la fecha la decisión unilateral de desmantelar sin contrapartida el escudo de misiles estadounidense en Polonia y la República Checa (17 de septiembre de 2009). A regañadientes, Obama tuvo que prohijar la guerra de Afganistán (23 de febrero de 2010). Irán continúa su desafío nuclear. En América Latina, la pasividad norteamericana permite a Chávez y a sus amigos bolivarianos campar por sus respetos. Las últimas semanas trajeron noticias de un creciente empeoramiento en las relaciones con China y de un tirón de orejas a Israel. Cuando todas estas cosas suceden en poco más de un año, parece razonable pensar que la política exterior estadounidense carece de prioridades y no sabe cómo utilizar adecuadamente sus todavía abundantes medios. De ahí el desorden y la improvisación que han pasado a ser sus rasgos más notables.

Cada día que pasa en silencio anima a militares y clérigos iraníes a creer que podrán contar pronto, y a bajo coste político, con las armas nucleares y los misiles que les permitirían usarlas en objetivos de media distancia: por ejemplo, Israel. La teocracia iraní viola así el Tratado de No Proliferación del que es firmante, y corresponde al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas imponer las sanciones necesarias para detener su programa nuclear. Hace cosa de un año, la secretaria de Estado Clinton anunció que, de no hacerlo, Irán sufriría «sanciones paralizantes» y, cuando cogió a los iraníes con las manos en la masa de la central nuclear clandestina cercana a Qom, el presidente Obama puso fecha a esas sanciones: principios de 2010David Sanger, «New Efforts on Iran Sanctions Run into Familiar Snags», The New York Times, 19 de marzo de 2010.. El año corre hacia su mitad y nadie explica por qué se ha dejado pasar el plazo. Como era de esperar, ya se oyen en Washington algunas voces de conocidos realistasJames M. Lindsay y Ray Takeyh, «After Iran Gets the Bomb», Foreign Affairs, marzo-abril de 2010. que recomiendan prudencia: un Irán nuclear puede no resultar tan peligroso; la posesión de la bomba hace a sus dueños más juiciosos; y todo un cargamento de sindéresis a precios de saldo. No sería sorprendente que el presidente acabe por escuchar consejos tan próximos a sus deseos.

La situación en Afganistán está lejos de mejorar. Tras casi un año de dudas, el presidente aceptó el aumento de tropas propuesto por sus consejeros militares, pero es difícil saber si su determinación corre pareja con la de aquéllos. Hace poco decía a unas reporteras de The New York Times que Estados Unidos no estaba ganando la guerra y abría las puertas a una reconciliación con los talibanes más moderadosHelene Cooper y Sheryl Gay Stolberg, «Obama Ponders Outreach to Element of Taliban», The New York Times, 7 de marzo de 2010.. No es difícil imaginar cómo afectan estas cosas a la moral de las tropas en combate.

En Pakistán, por su parte, Obama parece haberle tomado gusto a la eliminación a distancia de cabecillas insurgentes«Lejos de recortar el programa de aviones de combate no tripulados (drones) heredado de […] Bush, Obama lo ha extendido dramáticamente [cursivas de los autores del estudio]. Este año [2009] se han producido cuarenta y tres ataques (sólo hubo dos mientras Bush fue presidente) en comparación con treinta y cuatro en 2008»: Peter Bergen y Katherine Tiedemann, Revenge of the Drones. An Analysis of Drone Strikes in Pakistan, Washington, New America Foundation, 2009: http://www.newamerica.net/publications/policy/revenge_of_the_drones.. Cuando el presidente se resiste a llamar combatientes enemigos a los terroristas islámicos y defiende que se les trate con las mismas garantías procesales que a Charles Manson, el empleo del asesinato como arma política no deja de plantear un sinfín de problemas políticos y morales que nadie se atreve a denunciar. Por el momento.
El régimen chino no es particularmente liberal ni simpático. Anda metido en una especie de capitalismo sucio y dinámico (es decir, dirigido por un sector público ineficiente y corrupto, pero abierto a la iniciativa privada en sectores no estratégicos) y el Partido Comunista mantiene un tácito, pero eficaz, contrato social con su población («disfruten ustedes mientras puedan y no se metan en dibujos; de eso nos encargamos nosotros») que no resulta una novedad para quienes conocimos el desarrollo franquista. Gracias a sus bajos costes laborales y a la desprotección de sus trabajadores, las empresas chinas han conseguido avances notables en sectores de bajo valor añadido y han convertido al país en uno de los primeros exportadores del mundo y, de paso, en uno de los principales acreedores de Estados Unidos. Esa apuesta neomercantilista se ve reforzada por unos tipos de cambio controlados que mantienen un yuan relativamente bajo en relación con el dólar. Durante los últimos años, y desde muy diferentes sectores de la vida estadounidense, se ha instado a China a proceder a una revaluación de su moneda que sólo se ha producido parcialmente. Recientemente la causa se ha reactivado desde la izquierda del Partido Demócrata. Para Paul Krugman, la rígida política cambiaria china se ha convertido en un freno a la recuperación económica globalPaul Krugman, «Taking on China», The New York Times, 14 de marzo de 2010., así que la administración estadounidense tendría que ponerse seria con su Gobierno y exigirle una revaluación de su moneda. Krugman se apoya en un trabajo del Peterson Institute for International Economics para estimar que el yuan está entre un 20 y un 40% por debajo de su valor real, es decir, que debería revaluarse en una proporción similar, lo que sí sería una «sanción paralizante» para China. El presidente, algo más diplomático, decía por las mismas fechas que Pekín debería adoptar un tipo de cambio más alineado con el mercado para contribuir eficazmente al esfuerzo global por reequilibrar la economía. Tan modosas palabras pueden llevar a una guerra comercial en la que Estados Unidos perdería tanto o más que China. Otro palo de ciegoUn editorial de The Wall Street Journal sobre este asunto concluía así: «Es especialmente desalentador ver que los mismos economistas y columnistas norteamericanos y europeos que vendieron un estímulo keynesiano como un curalotodo para la economía nos digan ahora que sus políticas funcionarían mejor si el cambio yuan-dólar fuera diferente. Tras del fracaso de sus ideas, ahora quieren convertir al yuan en un chivo expiatorio y arriesgarse a una guerra commercial con China. ¿No les basta con el daño ya hecho?» («The Yuan Scapegoat», 18 de marzo de 2010)..

Sin duda, los tiempos que corren no son fáciles para dirigir al país más importante del mundo. Pero un presidente que cambia tan fácilmente de criterio, que entiende el realismo como plegarse a quien más aprieta, que se excusa continuamente ante los adversarios y quita la razón a amigos y aliados no genera demasiada confianza. Por eso, también él, como tantas casas estadounidenses que valen menos que su hipoteca, se encuentra bajo el agua. Que nadie piense, si las cosas le salen mal, que al presidente se lo ha llevado por delante la misma mala suerte que hundió a Carter.

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