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Scientia ancilla philosophiae? Sobre la difícil integración de las dos culturas

Razón biológica. La base evolucionista del pensamiento

CARLOS CASTRODEZA

Minerva Ediciones, Madrid

269 págs. 2.500 ptas.

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Bienvenido sea un intento de repensar casi toda la filosofía y grandes parcelas de la psicología y la sociología desde el punto de vista de la evolución biológica. El autor presenta unas credenciales perfectas para tender un puente entre «las dos culturas» y llevar a una reflexión común «a los de letras y a los de ciencias». Formado como ingeniero agrónomo, afinado en un conocido instituto de genética animal de Escocia, Carlos Castrodeza es profesor titular de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad Complutense de Madrid.

El libro parte de que todos los productos del hombre, y entre ellos la ciencia, la filosofía, las ideologías y las religiones, tienen que ser producto de la evolución biológica porque el hombre lo es. Se presenta bajo la advocación de Theodosius Dobzhansky, al que canoniza como «posiblemente el biólogo más importante de este siglo», y pretende honrarlo sin seguir «del todo» su ejemplo.

Mejor hubiera sido seguirlo del todo; Dobzhansky destacó por su entusiasmo, sus contribuciones a la ciencia de la evolución y por la claridad y amenidad de sus escritos. El entusiasmo de Castrodeza es innegable, pero su libro es oscuro y no estoy de acuerdo con él en varios aspectos esenciales de la evolución biológica. Este desacuerdo puede deberse a incompresión: a pesar de haber leído todo el libro despacio, repitiendo muchos pasajes, disto de haberlo entendido bien y a veces no he entendido nada. Una de las dificultades es la erudición, porque se citan, dando por supuesto casi siempre que se conocen, innumerables tendencias y escuelas de pensamiento y más de cuatrocientos autores, la mayoría filósofos desconocidos fuera de su entorno especializado. El libro no tiene un índice temático que facilite la consulta, pero tiene un índice de autores; los tres autores más citados son Darwin, Popper y Castrodeza.

Un tema central del libro es la discusión sobre si la diferencia entre el hombre y los demás seres es «esencial» o «accidental». Como el autor no usa una definición operativa de esos términos, a veces parece incapaz de encontrar una diferencia esencial entre una célula viva y una piedra, y otras parece encontrarla entre un roble y una encina. En general, la discusión recuerda las viejas diatribas entre vitalistas y materialistas, con la novedad de que el esencialismo incluye desde el animismo a cualquier atisbo de fe, esperanza y caridad, por laico que sea. La naturaleza es ciega y amoral, como ya se ha argumentado muchas veces. La evolución que nos creó no asegura el futuro ni se conmueve con la desgracia.

El futuro está abierto. Pensar sobre el futuro es una capacidad admirable del cerebro humano, pero parece fútil especular sobre si nuestros descendientes acabarán reducidos, como ciertos parásitos, a poco más que unos órganos reproductores. Puestos a especular, no veo por qué de los órganos reproductores habría que retener precisamente la función reproductora.

Como el esencialismo y el accidentalismo, el libro considera largamente conocimiento, intuición, razón, instinto, conducta, conciencia, consciencia y otros muchos conceptos dejados sin definir. Cuanto más vagos son los conceptos, más difíciles de refutar son los juicios, pero también más escasos de significado.

Esta imprecisión no es excusable ni siquiera a los filósofos que «no utilizan las palabras para precisar lógicamente sus ideas, sino más bien para señalar unas vivencias, para plasmar en palabras las intuiciones que entran mucho más en la expresión artística que en la lógica». Que la filosofía es sólo literatura es opinión de muchos filósofos; iba a añadir que en ese caso debería ser amena, pero me detiene el mero recuerdo de Finnegan's wake.

Al parecer, el libro propone que las ideas, sean el accidentalismo, el intuicionismo complejo, la mecánica cuántica o la fe en un Dios creador, son producto de la selección natural y están determinadas por los genes, como el color de los ojos o la capacidad de digerir la leche. También lo serían las actitudes intelectuales que diferencian a los filósofos, los científicos y los técnicos, que el libro se empeña en llamar tecnólogos.

Varias consideraciones biológicas, que no se citan en el libro, me parecen prenotandos esenciales. Tenemos muy pocos genes, demasiado pocos para poder determinar nuestra complicada realidad biológica; basta pensar en el número de anticuerpos diferentes que puede fabricar nuestro sistema inmunitario o en el número de neuronas y de conexiones entre neuronas en nuestro sistema nervioso. La estructura de los anticuerpos y las conexiones nerviosas no están determinadas rígidamente por los genes, sino por un juego de azar que fabrica muchas combinaciones siguiendo unas reglas determinadas por los genes. Este juego de azar se combina con ciclos sucesivos de selección y mejora gobernados por los resultados de nuestra relación con el medio externo. Nuestra personalidad inmunológica y nerviosa está influida por los genes, pero no determinada por ellos. No es preciso que haya genes específicamente dedicados a permitirnos indagar las propiedades de los números primos para que podamos dedicar neuronas determinadas a esa labor.

Los textos genéticos de los hombres y los chimpancés se parecen mucho, más que los de los burros y los caballos y más que la mayoría de los códices de un mismo libro anterior a la imprenta. Pocas de esas diferencias genéticas pueden haber sido impuestas por la selección natural. A esto obliga el escaso tiempo transcurrido desde nuestros antepasados comunes y la lentitud de la selección natural, que sólo funciona si parte de la población sufre una disminución de su capacidad de reproducción. Hay que suponer que las diferencias apreciables entre hombres y chimpancés se deben a diferencias en pocos genes y entre éstos hay que hacer sitio a los responsables de las diferencias obvias de aspecto, esperanza de vida y fisiología. Quedarían pocos genes para explicar nuestra presunta superioridad intelectual y emocional sobre los chimpancés.

La mayoría de los genes son idénticos en la gran mayoría de los seres humanos. Sólo unos pocos individuos llevan variantes de esos genes; las variantes aparecen continuamente por mutación aleatoria y son eliminadas por selección a favor de la variante más abundante, que es también la más conveniente. Algunas veces la selección acarrea la sustitución de una variante por otra nueva más eficaz en las condiciones del momento. Dos variantes genéticas no pueden coexistir mucho tiempo en una población si no se dan circunstancias un poco especiales, que no parece claro que ocurran si esas variantes dieran lugar a ideas filosóficas alternativas.

La conclusión es, contra lo que propone el libro, que la cultura no puede ser determinada rígidamente por los genes. No es función de los genes detallar nuestra conducta, ni nuestra capacidad intelectual, y mucho menos nuestras ideas, y no tampoco tenemos bastantes genes para hacerlo. A la evolución biológica tradicional la especie humana añade un nuevo tipo de evolución, en la que los individuos y las sociedades se miden, no por sus genes, sino por la cultura que hayan adquirido.

El autor parece pensar que la adopción de una actitud predominantemente racionalista o religiosa está determinada por los genes. También lo estarían la facilidad y la dificultad para comprender las propiedades de los números primos. Un científico no puede sacar tales temas a discusión si no aporta pruebas favorables a la hipótesis; desconozco que las haya y me parece que los indicios son contrarios. Puede sorprender que el cerebro sea capaz de pensar en los números primos, porque esa tarea no debió ocupar mucho a los hombres primitivos y ni siquiera parece favorecer mucho a sus practicantes actuales. Pero no es menor sorpresa que las manos puedan tocar el piano, por ejemplo las Variaciones Goldberg.

No entiendo por qué sigue de moda la idea del «gen egoísta». Contempla a los organismos como subproductos creados por los genes para conseguir su propia multiplicación. Lo mismo se puede decir de la relación entre el huevo y la gallina. Olvida que los genes no pueden ser egoístas, porque la selección natural no actúa directamente sobre ellos, sino sobre los organismos. Los genes se ven obligados a colaborar eficazmente con los demás genes del organismo; más que egoístas, los genes son solidarios y cooperativos. Además, la mayoría de las especies tienen procesos muy activos de recombinación, a veces muy complejos, como los del ciclo sexual humano, para asegurar que los hijos lleven nuevas combinaciones de las variantes de genes que tuvieron sus padres. No sólo tienen que cooperar unos genes con otros, sino que hay una fuerte presión para que todas las variantes de un gen cooperen bien con todas las variantes de casi todos los demás genes. Finalmente, la selección natural no sólo discrimina entre individuos, sino entre poblaciones, especies y grupos de especies que conviven en un mismo ambiente. La colaboración de los genes alcanza así fuera del organismo y justifica la ventaja selectiva de muchas conductas altruistas.

Entre los genes, como en los individuos y las especies, pueden darse casos de parasitismo, de «egoísmo», pero no pueden predominar, so pena de extinción. El parasitismo queda siempre un poco en duda, porque lo que parecía parasitismo puede ser reconocido, con el avance de la investigación, como simbiosis, es decir, beneficio mutuo, colaboración.

El autor desconoce la singularidad del conocimiento científico. «El conocimiento en la ciencia está sujeto a los mismos procesos sociales subyacentes al conocimiento en otras esferas de la actividad humana.» «Si los científicos […] son sistemas cognitivos con limitaciones y deficiencias identificables y que están sumergidos en entramados complejos de relaciones sociales, entonces las posibilidades de que sus actividades resulten en alcanzar la verdad son penosamente bajas.» El método científico, con sus mecanismos de seguridad y su continua apertura a refutaciones, comprobaciones y modificaciones, independiza a los resultados de sus autores. Sólo la ignorancia y el fanatismo pudieron llevar a muchos a pensar que la segregación mendeliana tiene que ser falsa porque Mendel era un abad mitrado o que la hipótesis sobre el origen de la vida de Oparin es despreciable porque su autor era estalinista.

Los científicos y los filósofos de la ciencia no se llevan bien. Oí a Max Delbrück, también «posiblemente el biólogo más importante de este siglo», decir que la filosofía de la ciencia puede ser un buen tema de conversación, pero no aporta nada al quehacer del investigador. El libro aporta opiniones aún más duras de Richard Feynman, Stephen Hawkins y otros físicos. El autor esboza un tímido acercamiento cuando describe a toda la sociedad organizada en clases muy diferentes de las que se suelen citar usualmente. En la cúspide están los filósofos, seguidos por los científicos, los tecnólogos y la gran masa de los «hombres agobiados», en este orden. Modestamente coloca a los filósofos de la ciencia en el nivel inferior de los filósofos, justo encima de los científicos. Lo que yo tenga de científico no puede dejar de apreciar este honor.

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