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Sexo y tamaño

Promiscuidad. Una historia evolucionista de la competencia entre espermatozoides

Tim Birkhead

Laetoli, Pamplona, 316 pp.

Trad. de Joandomènec Ros

Why she matters. From bacteria to blue whales

John Tyler Bonner

Princeton University Press, Princeton y Oxford

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La hipótesis darwinista clásica propone que la selección natural actúa siempre y cuando los individuos difieran genéticamente en sus respectivas eficacias biológicas o, lo que viene a ser lo mismo, cuando varía el número de descendientes que cada uno aporta a la generación siguiente. Expresado así, el proceso selectivo parece tan sencillo y evidente como para justificar de pleno la conocida reacción de Thomas H. Huxley a la presentación en sociedad de la teoría: «How very foolish not to have thought of that!». Sin embargo, el asunto no es ni mucho menos tan elemental, como se ha podido ir comprobando en las sucesivas ampliaciones o reformulaciones del pensamiento evolucionista que se han registrado desde entonces hasta hoy. Darwin era manifiestamente consciente de que la reproducción suele ser cosa de dos, y dedicó parte de su esfuerzo intelectual a demostrar que, en cada sexo, la selección puede obrar con diferente intensidad y funcionar a través de mecanismos distintos. No obstante, su planteamiento del problema era, por androcéntrico, parcial, al presuponer unos machos esencialmente polígamos, cuya eficacia aumentaría con el número de cópulas, y unas hembras predominantemente monógamas que, en el mejor de los casos, sólo dispondrían de una cierta capacidad de elección de pareja.Aunque, como veremos, la situación es mucho más compleja, no deja de ser cierto que el potencial reproductivo masculino es considerablemente mayor que el femenino y que, al mismo tiempo, el éxito reproductivo de los machos es mucho más variable que el de las hembras, de manera que ambos factores determinan que la selección proceda con mayor intensidad en los primeros y sea la responsable directa del dimorfismo sexual; pero esto es sólo una parte de la historia.

Tuvo que pasar un siglo para que los evolucionistas modificaran esas ideas, dictadas por los convencionalismos decimonónicos, haciéndolas más acordes con la realidad biológica general, caracterizada tanto por la rareza de la monogamia en el reino animal, condición que sólo atañe a un tres por ciento de las especies pertinentes, como por la fragilidad de la conexión entre cópula y fecundación, tantas veces pregonada por la sabiduría popular. En primer lugar, es un hecho actualmente comprobado, a pesar de la obvia dificultad a la hora de establecerlo, que las hembras de la gran mayoría de las especies animales no participan pasivamente en el coito, sino que son al menos tan promiscuas como los machos. En segundo lugar, la competición entre esos machos por el acceso a las hembras, el factor clásico de la selección sexual darwinista, no finaliza con la cubrición sino que continúa, a través de la rivalidad entre los correspondientes espermatozoides, hasta el preciso momento en que uno de ellos logra fecundar el óvulo. Por último, la capacidad de elección femenina también se prolonga más allá de la inseminación, ejerciéndose seguidamente en el interior del tracto reproductor entre los espermatozoides del mismo o distinto origen. En resumidas cuentas, las modernas técnicas desarrolladas en las últimas décadas, entre ellas las moleculares, han permitido incorporar al cuestionario neodarwinista la respuesta a la incertidumbre que agobiaba al joven Pablos quevediano, cuando preguntaba a su madre «si me había concebido a escote entre muchos, o si era hijo de mi padre sólo».

Los factores referidos determinan lo que, metafóricamente, se ha denominado guerra de los sexos, una permanente carrera de armamentos entre dos fuerzas condenadas a entenderse, aunque, en cada etapa, quede por determinar cuál es el precio; esto equivale, en términos evolutivos, a que la adquisición de cualquier ventaja que permita ejercer cierto control sobre el proceso reproductor a uno de los dos sexos contendientes redundará en la inmediata puesta en práctica de contramedidas por parte del otro. En un lenguaje más técnico, quizás menos sensacionalista, el conflicto entre los sexos es el resultado de la relación inversa entre sus respectivos intereses reproductivos, determinante de un proceso de coevolución continuo que es responsable en buena medida de la diversidad de estructuras, funciones y comportamientos sexuales entre los distintos grupos animales.A la exposición de las opiniones del actual neodarwinismo sobre estos asuntos está dedicado el primero de los libros que aquí se reseñan.

Tim Birkhead es un conocido investigador británico que ha dedicado la mayor parte de su vida profesional al estudio de la competición entre espermatozoides como fuerza motriz de la selección sexual. El tema se presenta en toda su amplitud en Promiscuidad, que es una obra de divulgación excelentemente concebida, fácilmente comprensible y bien escrita, donde se describen las distintas facetas de esa particular fase del proceso selectivo con un detallado pormenor que incluye el examen riguroso de multitud de datos obtenidos a partir de pacientes estudios llevados a cabo en variadas especies y, al mismo tiempo, examina cada uno de ellos a la luz de las distintas hipótesis propuestas para su explicación. Ésta es una de las características que hace más recomendable esta obra donde, lejos de ofrecerse una justificación monolítica de unas determinadas observaciones, se desmenuzan distintas posibilidades interpretativas y se exponen minuciosamente las razones que empujan a su autor para aceptar unas y rechazar otras.

Birkhead recorre detenidamente la diversidad anatómica, fisiológica y conductual asociada al sexo, desde la referente a los órganos genitales y sus productos hasta la pertinente a la cópula, inseminación y fecundación, en una exposición compuesta con soltura y no exenta de humor. Este apabullante cúmulo de datos incluye observaciones sobre asuntos tan diversos como la longitud del espermatozoide, cuyo factor de variación entre las distintas especies de mamíferos sólo es de doce veces, pero llega a alcanzar un valor de doscientas en los insectos del género Drosophila, hasta el punto de que los de Drosophila bifurca miden unos seis centímetros, casi cuarenta veces la longitud de su cuerpo, y se almacenan enrollados para transferirse posteriormente de uno en uno, como acaso cabría esperar. Por otra parte, las hembras de muchas especies de insectos y aves son capaces de almacenar espermatozoides de procedencia diversa, de manera que pueden utilizarlos a lo largo de considerables períodos de tiempo (a veces durante años), mientras que los mamíferos carecemos de esta facilidad, a excepción de los murciélagos, que normalmente copulan antes de hibernar, aunque la fecundación no tendrá lugar hasta la siguiente primavera. Por sorprendente que a algunos pueda parecer, la posesión de un pene es cosa rara en las aves, aunque frecuente en los insectos y también, de acuerdo esta vez con la común opinión, en los mamíferos. Sin embargo, la diversidad de sus formas puede sobrepasar lo imaginable y no me resisto a mencionar aquí que el de los primates, nuestros más próximos parientes, incluye un hueso de refuerzo apropiadamente denominado báculo (os penis), aunque no estoy nada seguro de que mi autoridad científica fuera suficiente para persuadir de la veracidad de este dato a unos amigos con los que mantuve recientemente una conversación sobre estos escabrosos temas, ni osé entonces mencionar que las hembras de algunas especies de mamíferos también poseen una estructura equivalente (os clitoris). Pocos tenemos dudas de que la posición normal de la cópula en el reino animal consiste en que el macho se coloque sobre el dorso de la hembra, aunque seamos conscientes de que éste no es nuestro caso; pero no es tan sabido que compartimos esta peculiaridad con el chimpancé enano (mas no con los restantes primates), y aún son menos los que están al tanto de que algunas especies de crustáceos y aves también lo hacen a nuestro modo. Hay especies que copulan una vez en la vida y otras que parecen no hacer otra cosa, como una hembra de muflón que se apareó con siete machos distintos durante cinco horas, a razón de una monta por cada dos minutos. Concluiré esta cartilla de curiosidades biológicas mencionando que los machos de muchos grupos taxonómicos, incluidos algunos mamíferos, producen tapones con los que sellan el tracto reproductor de las hembras que inseminan, con el fin obvio de asegurar así su paternidad, aunque se dan casos en los que éstas pueden librarse del estorbo con facilidad y otros en los que la obturación es muy eficaz. Como Birkhead nos recuerda a cada paso, lo verdaderamente importante de este recorrido por la inagotable diversidad biológica ligada al sexo es que los árboles no deben impedirnos ver el bosque, es decir, que el gabinete de las maravillas donde se exhibe esa exuberante pluralidad de mecanismos no debe ocultarnos el hecho fundamental de que las variadas estrategias evolutivas responden todas ellas a la operación de una fuerza única: la acción diferencial y continuada de la selección natural en cada sexo, cuyo resultado es una sucesión de equilibrios caracterizados por su creciente complejidad estructural, funcional y conductual y, en último término, por su intrínseca precariedad.

Es de rigor señalar la buena calidad de la traducción, con escasos deslices atribuibles al automatismo. Por dar un par de ejemplos, los «hermanos completos» (full sibs) son simplemente hermanos (p. 95), y lo visible «al ojo desnudo» (naked eye) no es otra cosa que lo que puede observarse a simple vista (p. 151).También es muy de agradecer el apéndice que incluye la lista de especies mencionadas en el texto, con sus nombres latinos y castellanos.

Como se apuntaba en el primer párrafo de esta reseña, la condición necesaria y suficiente para que la selección natural actúe es la presencia de diferencias hereditarias entre los individuos con respecto a su eficacia biológica, pero, para que esta acción se transmita a otros atributos distintos de la propia eficacia y, por tanto, pueda resultar en una mayor adaptación, es igualmente precisa la concurrencia de genes que tengan efectos sobre el primer carácter y los segundos. Dicho de otro modo, la eficacia de un individuo es el producto final de la composición de todos sus atributos morfológicos, fisiológicos y conductuales, y la variación de cualquiera de éstos es un reflejo, más o menos próximo, de la variación de la eficacia. Esto implica la existencia de una compleja red de conexiones genéticas que relacionan jerárquicamente cada uno de los distintos rasgos con la eficacia y, al mismo tiempo, también ligan a los diferentes caracteres entre sí, aunque no de una manera homogénea, sino subordinando grupos de ellos a otros rasgos de mayor entidad evolutiva. El ejemplo más claro de estos atributos que ocupan los nódulos principales de la red es el tamaño corporal, y al análisis de su importante papel está dedicado el libro de John Tyler Bonner, que podría considerarse como una síntesis divulgativa de la labor científica que ha desarrollado en la Universidad de Princeton a lo largo de más de cuarenta años. El tema tuvo un ilustre arranque en los Discorsi de Galileo y cuenta con un precedente bastante más próximo, pero no menos perspicaz, en el estimulante artículo titulado «On being the right size» que escribió en 1927 John Burdon S. Haldane, uno de los tres fundadores del núcleo teórico del neodarwinismo.

Una de las propiedades más llamativas de los seres vivos es la inmensidad de las diferencias en tamaño que se aprecian entre distintos grupos de organismos, desde las bacterias hasta las ballenas, pero lo verdaderamente interesante de este rasgo es su doble condición de subproducto de la evolución y de determinante evolutivo de muchas de las funciones básicas que subyacen a la forma, estructura y función de la materia viva. Entre estas funciones, Bonner destaca cinco: resistencia de la estructura corporal al esfuerzo físico, dimensión de la superficie corporal (de la que depende la forma), grado de complejidad fisiológica (relacionada con el número de tipos distintos de células por organismo, que es una medida del reparto de labores), abundancia (densidad de población) y tasa a la que ocurren diferentes procesos vitales (metabolismo, desarrollo, movimiento o longevidad). En la obra se documenta muy convincentemente, con la ayuda de abundantes e ilustrativos gráficos, la naturaleza alométrica de la conexión entre cada uno de esos cinco atributos (x) y el tamaño (t), es decir, la proporcionalidad entre x y una potencia de t (x µ ta ), o bien, cambiando de escala para hacer que la vida sea algo más fácil, la linealidad de la relación entre los logaritmos de x y t (log x µ a log t). Dicho de otra forma, si el tamaño cambia, cada una de las variables dependientes también lo hace, pero el recíproco no es necesariamente cierto. Aunque el exponente a varía de unas funciones a otras, su valor suele ser positivo, con la única excepción del que corresponde a la abundancia, por la razón obvia de que los organismos de mayor tamaño forzosamente ocupan espacios más amplios.

Consideraré, para ilustrar lo anterior, las secuelas del ejemplo más simple: la demostración de que los gigantes no pueden existir, al menos si sus dimensiones corporales son proporcionales a las nuestras. El argumento, ya desarrollado por Galileo, aunque desdeñado por la práctica totalidad de los creadores de ficción, señala que si la dimensión lineal se ampliara por un factor igual a 10, el peso del monstruo (que es función del volumen, esto es, del cubo de la dimensión lineal) sería 10 3 veces mayor que el nuestro, pero la resistencia de sus huesos (que depende de la superficie, es decir, del cuadrado de la dimensión lineal) sólo sería 10 2 veces superior y, por tanto, sus apoyos se quebrarían al ser incapaces de soportar su peso. De ahí que el factor a que relaciona resistencia o superficie con peso (tamaño) sea igual a 2/3 en ambos casos. Dicho de otra forma, el grosor de las piernas de los gigantes debería ser diez veces mayor de lo que indicaría la simple proporcionalidad, como ocurre si se comparan gacelas y elefantes. Siguiendo un razonamiento similar, Haldane calculó que, si los ángeles volaran, necesitarían un torso que fuera aproximadamente un metro más ancho y profundo que el nuestro, con objeto de poder albergar los músculos precisos para batir las alas, y, al mismo tiempo, sus piernas serían delgadísimas, para así aligerar peso. Es evidente que Galileo habría resuelto este problema de la misma forma, aunque, en su caso, es comprensible que no dejara la solución por escrito.

Por las razones expuestas, cuando un órgano aumenta de tamaño, la tasa de difusión de una determinada sustancia a través de su superficie externa sólo puede mantenerse mediante cambios de forma que aseguren que la razón superficie/volumen permanece constante. De ahí el acrecentamiento evolutivo de la complejidad morfológica de los sistemas respiratorio y digestivo, caracterizados, entre otras cosas, por la multiplicidad de sus pliegues. Sin embargo, desde que Max Kleiber analizó la relación entre la tasa metabólica y el peso en la década de 1930, sabemos que el coeficiente alométrico que liga a estos dos atributos es a = 3/4 y no a = 2/3, indicando que la evolución sólo ha sido capaz de producir aumentos del tamaño y la superficie corporales de los seres vivos a expensas de una paralela reducción de su actividad metabólica.

La relación entre tamaño corporal y eficacia biológica determinará en cada caso la magnitud y el signo del cambio evolutivo del primero. Con todo, en líneas generales, la evolución muestra una tendencia temporal hacia el incremento del tamaño, porque las dimensiones de los primeros seres eran muy próximas a los mínimos valores viables y, en la práctica, éstos sólo pudieron modificarse en sentido ascendente; lo cual no quiere decir que dicha tendencia califique a todos y cada uno de los linajes fósiles, sino que es la que se observa de promedio, ni tampoco que esa estrategia evolutiva sea invariablemente óptima. Lo importante es que el agrandamiento, dentro de los límites impuestos por la organización original, obliga a una serie de alteraciones de la forma, de la complejidad estructural y fisiológica, y del ritmo al que ocurren los procesos vitales, mientras que la disminución permite prescindir de estos condicionantes en cierta medida, aunque no tiene por qué suceder necesariamente así.

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Ficha técnica

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