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Prometeo desencadenado

Genes, Cells and Brains. The Promethean
Promises of the New Biology

Hilary Rose y Steven Rose

Londres y Nueva York, Verso, 2012

329 pp. £20

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Cuentan que hubo un tiempo en que los servidores de la ciencia vivían en un mundo feliz donde se consagraban al desempeño de su afán por mor del progreso de la humanidad, sin aspirar a otras recompensas que un modesto pasar y el reconocimiento público de sus logros, mientras dejaban para los técnicos al servicio del capital el desarrollo de las aplicaciones prácticas de sus invenciones. Con los años, la tentación corrompió ese paraíso, los científicos –modernos Prometeos– se convirtieron en empresarios poseídos por un desenfrenado afán de lucro que, cegados por su codicia, se entregaron a manejos perversos que prometían lo inalcanzable a una sociedad ansiosa por resucitar el mito de Fausto. Tal es, en líneas generales, el hilo conductor de la obra de Hilary y Steven Rose, Genes, Cells and Brains. The Promethean Promises of the New Biology.

Aunque parece evidente que ni siquiera el propio matrimonio Rose puede creer a pies juntillas en la literalidad de la fábula que acabo de relatar, no por ello dejan de utilizarla reiteradamente a lo largo de su exposición. Así, «en el pasado [los biólogos] eran, en buena medida, “desinteresados”, esto es, se concentraban en el conocimiento de las entidades naturales, confiaban en el reconocimiento y quizás soñaran con premios Nobel, aunque en el día a día se conformaran con un salario adecuado y una pensión segura […] pero, en este mundo nuevo, se ha dado la bienvenida a Mammón en el laboratorio» (p. 11). De ahí que «los biólogos y genéticos punteros hayan devenido en empresarios, interesados tanto en el valor de sus acciones y participaciones como en el ágil y venturoso funcionamiento de sus laboratorios» (p. 29). Dejando a un lado ciertas interpretaciones tendenciosas y varios atavismos sensibleros, no veo mayor inconveniente en suscribir muchas de las censuras éticas formuladas por los autores, así como buena parte de sus críticas a las prácticas del mercado biotecnológico, pero no comparto la mayoría de sus juicios sobre el desarrollo científico de la Genética y el evolucionismo que sólo son aplicables a determinadas partes, pero en manera alguna al todo, como trataré de mostrar a lo largo de esta recensión.

Para los Rose, el pensamiento de Darwin es un subproducto de la ideología victoriana

Los Rose son un matrimonio formado por dos profesores universitarios británicos, hoy eméritos, él de Neurobiología en The Open University y ella de Sociología en la de Bradford. Desde 1968 hasta la fecha, Steven ha publicado dieciséis libros dedicados a la exposición crítica de sus opiniones contrarias a distintas propuestas de naturaleza biológica, entre los que destacan Not in Our Genes: Biology, Ideology and Human Nature (1984, junto con el psicólogo Leon J. Kamin y el prestigioso evolucionista Richard C. Lewontin), una decidida impugnación del evolucionismo reduccionista que había inspirado las populares tesis expuestas por Edward O. Wilson en Sociobiology: The New Synthesis (1975) y por Richard Dawkins en The Selfish Gene (1976)Traducidos al castellano como No está en los genes: racismo, genética e ideología (Barcelona, Crítica, 1987), El gen egoísta (Barcelona, Labor, 1979) y Sociobiología: la nueva síntesis (Barcelona, Omega, 1980).; y The Making of Memory (1992), un alegato en contra de la desmembración de la Neurobiología en Biología molecular e Informática que fue galardonado con el Science Book Prize. Hilary, cuya especialidad es la Sociología de la ciencia enfocada desde el feminismo, es autora de Love, Power and Knowledge: Towards a Feminist Transformation of the Sciences (1994) y coautora, con su marido, de otras tres obras, incluyendo la que aquí se reseña. Como afirman en el prefacio de ésta, ambos «comparten un compromiso con la justicia social y la democracia», se declaran «inspirados por el pensamiento marxista», y «han participado en muchas contiendas sociales y culturales» (p. 4). Tras esta declaración de principios, no sorprenderá que el discurso expuesto en Genes, Cells and Brains se centre en situar el desarrollo tecnológico de la Genómica (Genes), la Medicina regenerativa (Cells) y la Neurología (Brains) en un contexto globalizador regido por el neoliberalismo económico, orientado a la identificación de los genes causantes de enfermedades como paso previo e ineludible al diseño de remedios individuales, la utilización del potencial regenerativo de las células madre en la compostura de defectos físicos, y el desarrollo de terapias neuronales para la corrección de los mentales. Ciñéndose a estas tres materias, calificadas de «promesas prometeicas», la obra pretende ilustrar cómo ocurrió la presunta transmutación de la Biología, una ciencia hipotéticamente pura, neutra y altruista, en una Biotecnología sometida a intensas presiones políticas y económicas ejercidas mediante la asignación selectiva de fondos y recursos, y dominada por los intereses de la gran empresa, cuyo objetivo último es la obtención de patentes de controvertida legalidad y moralidad.

Durante los últimos treinta años, el modo de investigar en Genética ha experimentado un profundo cambio, pasando de los laboratorios tradicionales, repletos de personal ajetreado en el manejo de microscopios y probetas, a unos locales asépticos donde la obtención y el tratamiento de datos corren a cargo de máquinas automatizadas y ordenadores maniobrados por unos pocos técnicos. Es bien claro que, a gran escala, dicha transformación requiere de una financiación enorme, estatal o privada, y que los logros obtenidos, presuntos o reales, deben, en consecuencia, protegerse para su posterior comercialización mediante patentes. Como ejemplo más significativo puede tomarse el proyecto del genoma humano y los directamente relacionados con él, operaciones en las que, según el Instituto Battelle, el Gobierno norteamericano invirtió, entre 1995 y 2010, 3.800 millones de dólares, que aportaron 796.000 millones a la economía nacional, crearon 310.000 puestos de trabajo y precisaron de un potencial de computación solamente inferior al utilizado por la industria militar. Hasta aquí, uno puede estar a favor o en contra. El problema fundamental que plantean los Rose reside en que la secuenciación de los tres mil millones de nucleótidos, o peldaños de la doble escala helicoidal del DNA, fue anunciada como un extraordinario éxito científico arropado en la ilusoria pretensión de que la naturaleza humana podía ser descifrada mediante la lectura de esa cadena lineal de nucleótidos: «los biólogos moleculares ponían la máxima confianza en su creencia de que la disgregación del órgano, la descomposición de la célula, proporcionarían el conocimiento de la vida» (p. 53). De ahí que, en la presentación pública del genoma, el presidente Clinton lo proclamara nada menos que como «el lenguaje en que Dios creó la vida». En la fundada opinión de los Rose, expresada a lo largo de algo más de un tercio del texto de Genes, Cells and Brains, muchos biólogos moleculares son consumados expertos en el oficio de impulsar su ciencia utilizando una hábil combinación de promesas ventajosas, cuyo advenimiento se va paulatinamente retrasando a medida que surgen dificultades, e intereses económicos que, por el contrario, deben producir beneficios a corto plazo en un mercado de productos farmacéuticos cuya transparencia es, como mínimo, discutible.

El impostor Hwang  Woo-suk, investigador surcoreano En lo que respecta a la salud humana, el rastreo de factores genéticos de riesgo se presentó como el requisito previo al posterior desarrollo de terapias génicas, que permitirían la sustitución del gen defectuoso por su alternativa funcional, y de la llamada medicina genética individualizada, que haría posible el diseño a medida de fármacos a la luz de la información contenida en el genoma del paciente. Sin embargo, como indican los autores (y muchos genéticos no del todo moleculares), el largo camino que va desde la acción génica primaria hasta la enfermedad es, por lo común, extremamente tortuoso. En primer lugar, el número de genes implicados en la expresión de un determinado síntoma suele ser muy elevado y, por esta razón, no es nada fácil evaluar la magnitud de sus efectos individuales, por no hablar de las pertinentes interacciones entre ellos. Por dar un par de ejemplos, mencionaré los cincuenta genes hasta ahora conocidos con efecto sobre la estatura humana y los setenta y un factores asociados a la enfermedad de Crohn que sólo dan cuenta, respectivamente, de un 5% o un 21% de la variación genética poblacional de estos rasgos, es decir, de una modesta porción del total. Aun cuando es posible concebir el diseño de modelos que, en un futuro, permitirían analizar el comportamiento de atributos regidos por, digamos, una decena de genes interactivos, el manejo de sistemas poligénicos más numerosos parece estar lejos de nuestro alcance, a diferencia de lo que ocurre con unas siete mil enfermedades de base monogénica, por lo regular raras, cuya predicción de riesgo se especifica con facilidad.

En segundo lugar, por mucho que el daño genético sea conocido, la información contenida en él puede no aportar sugerencias sobre el tratamiento de la enfermedad correspondiente, como ocurre, pongo por caso, con la fibrosis cística, una dolencia de base monogénica sufrida por uno de cada tres mil europeos recién nacidos. Por más que sea posible detectar la presencia del gen defectuoso en el feto, la terapia génica aún no es factible y la actuación se reduce a proporcionar consejo genético a los padres portadores, uno de cada veinticinco en la población general, orientado a la interrupción del embarazo.

En tercer lugar, la muestra analizada debe ser lo bastante numerosa para asegurar la inclusión de un número suficiente de pacientes de una enfermedad concreta, garantizando así el posterior análisis genético y la eliminación de asociaciones estadísticas espurias. En este sentido, debe tenerse en cuenta que el poder de resolución de cualquier estudio genómico depende del tamaño de la muestra disponible que, hasta el momento, raramente ha sido el adecuado para poner de manifiesto la presencia de variantes genéticas de efecto pequeño sobre un mismo mal, ni mucho menos las interacciones correspondientes. Dichas variantes parecen ser la regla en muchas situaciones y, por tanto, la probabilidad de obtener efectos falso-positivos aumenta para un tamaño muestral prefijado.
En cuarto lugar, la muestra debe ser representativa, condición que no cabe esperar, por ejemplo, en el banco de datos británico, donde un 90% de los individuos inicialmente seleccionados no respondieron a la solicitud. Por último, no todo está en unos genes a los que suelen atribuirse poderes omnímodos; por el contrario, la base hereditaria de una enfermedad puede ser débil y, aunque se conocieran todos los genes implicados, los principales causantes del riesgo serían factores ambientales como la dieta, el ejercicio, la adicción al tabaco y muchos otros cuya oportuna corrección determinaría la terapia pertinente.

La detección de la base genética de enfermedades es ventajosa para los servicios de salud, las farmacéuticas y las compañías de seguros

En resumidas cuentas, aunque la incorporación de técnicas moleculares es prácticamente imprescindible en cualquier investigación genética actual y la información que proporcionan suele ser muy útil, esto no significa que la solución de muchos problemas, entre ellos los sanitarios, esté a la vuelta de la esquina. La complejidad de la base hereditaria de los caracteres en general y de las enfermedades en particular que ha sido desvelada mediante dichas técnicas, hace presumir que el manejo estadístico de datos desarrollado a la luz del modelo que la genética cuantitativa viene utilizando con éxito durante casi un siglo (basado en la suposición de que los genes subyacentes son muchos y, en su gran mayoría, de efectos pequeños) perdurará durante bastante tiempo. Más aún, las soluciones actuales de las dificultades expuestas más arriba son producto de la aplicación de ese modelo, lo cual permite albergar un moderado optimismo, aunque a plazos que excederán con mucho a los inicialmente proclamados en las prometeicas promesas de la moderna genómica. Siguiendo esa metodología, los estudios de asociación llevados a cabo a lo largo de los últimos ocho años han logrado la identificación fiable de unos dos mil genes que explican en torno a un diez por ciento de la variación genética poblacional de varias enfermedades y algunos rasgos no patológicos y, en unos pocos casos, dicha información ha resultado ser de utilidad clínica, como la que permite tratar la hepatitis C o predecir la degeneración macular a una edad avanzada en los portadores del gen IL28B, o de ciertas variantes del codificador del factor H, respectivamente.

La detección de la base genética de enfermedades, con la expectativa de desarrollar pruebas que permitan identificar futuros pacientes y conseguir medicamentos eficaces que puedan substituir con éxito a los actuales en tratamientos confeccionados a la medida, es una operación en principio ventajosa tanto para los servicios nacionales de salud, si posibilitara al menos paliar la incesante disminución de los recursos asignados a la sanidad pública, como para la gran industria farmacéutica y las compañías de seguros, que utilizarían los resultados de distintas maneras, pero con el fin último de aumentar sus beneficios. Para proceder al rastreo de los genes relacionados con la susceptibilidad de sus portadores a determinadas dolencias, se precisan bancos de datos de ADN conectados con la información genealógica y clínica referente a un numeroso conjunto de individuos. Los Rose ofrecen una detallada descripción de las dificultades por las que han pasado, y pasan, estas iniciativas que resumiré a continuación.

En 1996 se fundó deCODE Genetics, una compañía norteamericana radicada en Islandia, con el propósito de obtener información genómica sobre la totalidad de la población islandesa, entonces compuesta por unos doscientos setenta y cinco mil individuos, y relacionarla con los respectivos datos genealógicos y sanitarios. En el acuerdo inicial entre deCODE y el Gobierno islandés, la compañía se comprometía a elaborar y financiar la base de datos, reservándose el acceso a ella, así como los derechos comerciales durante doce años. Al proyecto se opusieron los médicos, que veían peligrar la confidencialidad de la comunicación con sus pacientes, en particular cuando se tratara de enfermedades que provocan rechazo social, como el SIDA, o en los casos de detección de un factor de riesgo que podría ser utilizado por las aseguradoras para encarecer las primas o, incluso, para recortar las expectativas de empleo de los sujetos implicados, como ha ocurrido en ocasiones. Al mismo tiempo, apoyándose en la Declaración de Helsinki y la legislación comunitaria, sectores de la población se movilizaron en contra de un acuerdo que ponía en tela de juicio la relación entre el ciudadano y la organización nacional de salud, consiguiendo eliminar la cláusula de obligatoriedad de inclusión de datos personales en el banco, que sólo la mitad de la población aceptó. La compañía deCODE no logró obtener resultados de interés comercial y quebró en 2010. No obstante, una filial está actualmente operando con el propósito de vender el producto de las investigaciones realizadas.

Al proyecto islandés siguieron el estonio y el sueco en 1999, y el canadiense en 2002. En todos ellos se estableció el consentimiento individual previo, la protección de la identidad de los sujetos, siempre problemática dada la escasa fiabilidad de la criptografía informática, y una cláusula impeditiva de la venta de datos. En estas condiciones, la viabilidad económica de la operación era más que dudosa y, en consecuencia, los dos primeros fracasaron al cabo de pocos años y el último sobrevive con dificultades. De mucha mayor entidad es el banco de datos británico, presentado como una colaboración entre la sanidad pública y la privada orientada a concertar los intereses sociales con la potencialidad comercial atribuida a la creciente demanda de medicamentos y su posible exportación. Al largo período de examen en distintos comités, iniciado en 1995, siguió la recolección de datos de medio millón de sujetos, comenzada en 2002 y completada en 2012 tras una inversión de doce mil millones de libras esterlinas. Este importante esfuerzo ha permitido la identificación de unos mil doscientos genes relacionados con enfermedades comunes pero, dejando aparte que un buen número de estas atribuciones estadísticas puede desvanecerse en posteriores estudios, al día de hoy sólo ha posibilitado la elaboración de un tratamiento eficaz en el antedicho caso de la hepatitis C.

A pesar de su mención directa en el título, los capítulos dedicados a la medicina regenerativa y la neurología sólo abarcan un quinto del texto de Genes, Cells and Brains. El primero se limita a proporcionar un repaso histórico del desarrollo de las técnicas que permiten conservar y clonar cultivos celulares, con el propósito de utilizarlos en la regeneración de órganos dañados. Aunque algunas investigaciones, como las dirigidas por el surcoreano Hwang Woo-suk, han resultado ser manifiestamente fraudulentas, también debe tenerse presente que este personaje fue inmediatamente condenado por falsificación de datos, soborno, violación del reglamento ético y malversación de fondos públicos. A lo anterior sigue una exposición de las objeciones éticas al uso de células madre embrionarias planteadas por la Iglesia y los colectivos feministas. No obstante, los actuales avances en la reprogramación de células de piel para convertirlas en células madre parecen prometedores, solventando el conflicto ético y posibilitando, a la vez, el trasplante de un tejido genéticamente idéntico al del paciente, lo que evitaría el rechazo.

Edward O. Wilson, biólogo estadounidense

En lo que toca a la Neurobiología, la actitud de los Rose es, en líneas generales, negativa e injustificada. En su hipercrítica manera de ver las cosas, la atribución de enfermedades mentales a deficiencias funcionales de neurotransmisores está lejos de haber sido demostrada, y los medicamentos desarrollados al respecto alivian pero no curan y, además, conducen a un deterioro de las células cerebrales si los pacientes son sometidos a tratamientos de larga duración, ignorando que la prescripción de dichos fármacos ha aumentado considerablemente la calidad de vida del enfermo, aunque no le exima de secuelas desfavorables. Esta disyuntiva no exculpa a las empresas farmacéuticas que han tratado de ocultar los efectos secundarios perjudiciales de sus productos, pero debe decirse que estos fraudes se persiguen. Por dar un ejemplo reciente, GlaxoSmithKline reconoció en 2012 su culpabilidad por ocultar la nocividad del específico Paxil, sobornar médicos y patrocinar la publicación de artículos tendenciosos en revistas especializadas, siendo condenada a pagar una multa de dos mil novecientos millones de dólares. El caso no es único y acaso haya motivado que las grandes compañías farmacéuticas anunciaran hace un par de años su retirada del desarrollo y comercialización de medicamentos psicotrópicos para concentrarse en terapéuticas más accesibles.

He dejado para el final de esta reseña los comentarios referentes a las opiniones de los Rose sobre el evolucionismo que, en mi opinión, no encajan fácilmente en el contexto general de la obra, aunque no cabe olvidar que sus autores han hecho de él un casus belli personal cuyos antecedentes se remontan a la publicación de la ya citada Not in Our Genes (1984) y de Alas, Poor Darwin. Arguments against Evolutionary Psychology (2000).

Para los Rose, el pensamiento original de Darwin no pasa de ser un subproducto de la ideología victoriana, marcada por el conservadurismo, el machismo y el racismo. No cabe la menor duda de que la formulación de cualquier teoría científica ha estado, está y estará informada por las convicciones personales de su autor, en este caso bastante menos extremas que las de sus colegas contemporáneos. Sin embargo, de la inevitable inserción del científico en las circunstancias del momento en que le toca vivir no se desprende necesariamente que sus proposiciones sean erróneas y, de hecho, el núcleo de la hipótesis darwinista sigue gozando de plena aceptación siglo y medio después de su formulación inicial, pese a la opinión en contrario del matrimonio Rose. A lo que parece, sólo aquellas posturas social y políticamente compatibles con las propias pueden inspirar proposiciones científicas aceptables, como ilustra el siguiente comentario: «a menudo se ha aludido al paradójico caso de Chomsky, que por una parte mantenía una tesis reduccionista y profundamente conservadora sobre los orígenes del lenguaje y, por otra, era un crítico social extraordinariamente influyente» (p. 82).

Los Rose propugnan la participación popular en la política científica

Más aún, en la apreciación de los autores, el moderno neodarwinismo nacido en la década de 1930 no pasa de ser un planteamiento basado en unos modelos matemáticos cuyos «presupuestos más básicos –qué es lo que evoluciona, qué es la adaptación y si la selección es el único motor del cambio evolutivo– continúan en tela de juicio […], problemas totalmente ignorados por los biólogos moleculares y por aquellos que desean transferir íntegramente los conceptos reduccionistas de la Síntesis Moderna de los años treinta a las ciencias sociales y las humanidades del siglo XXI» (p. 67). Sin embargo, dichos modelos permiten formular hipótesis con mayor rigor que la mera argumentación verbal, hacen posible determinar con una precisión estadística aceptable la influencia de los distintos agentes de cambio evolutivo, e introducen el concepto de valoración entre alternativas, proporcionando una gama de resultados viables cuyo deslinde depende de la definición de la situación de partida y de la magnitud relativa de las fuerzas actuantes. En contra de lo que parecen pensar los Rose, esos modelos no son maquetas a escala reducida de una determinada situación, sino que su misión es explicarla estableciendo lo que es o no posible a la luz de los supuestos de partida, esto es, de los saberes del momento. Por esta razón, la propuesta neodarwinista puede concebirse como un complejo programa de investigación que va modificándose continuamente por la incorporación de nuevos conocimientos y el descarte de otros anteriormente aceptados, lo cual implica que la mayoría de los interrogantes evolutivos sólo están parcialmente resueltos. Es más, aunque los agentes evolutivos estén correctamente identificados, su importancia relativa es discutible y esto puede conducir a interpretaciones muy diferentes de una condición concreta que distinguen a unas escuelas evolucionistas de otras. En este orden de cosas, los neodarwinistas sólo somos herederos de Darwin a título de inventario, si exceptuamos nuestra firme adhesión al proceso de selección natural como promotor exclusivo de adaptación, pero sólo como causante parcial del cambio evolutivo.

Los modelos neodarwinistas se especifican, por pura necesidad práctica, en términos reduccionistas que, en una primera aproximación, deben considerarse como puramente operativos, es decir, ineludiblemente impuestos por las dificultades matemáticas añadidas. Esto lleva consigo insuficiencias que en ocasiones han podido solventarse y en otras no. No obstante, algunos han querido convertir ese reduccionismo operativo en conceptual, tomando la descripción del fenómeno a su nivel más simple –el cambio de las frecuencias génicas– e ignorando que determinados procesos evolutivos pueden a veces referirse a sus constituyentes básicos y otros no. Llevado a su extremo, el reduccionismo conceptual que caracteriza a muchas de las versiones más populares del evolucionismo sólo conduce a caricaturizar la teoría neodarwinista, presentándola como una doctrina capaz de explicar lo que actualmente no está al alcance de nuestras manos recurriendo a ultraseleccionistas cabriolas especulativas. En otras palabras, es absolutamente preciso diferenciar entre el alcance de la disciplina estrictamente científica y el de sus extrapolaciones metafóricas, que entran de lleno en la categoría de fábula, por atractivas que resulten para muchos. Coincidiendo con los autores de Genes, Cells and Brains, cabe incluir entre dichas versiones la del «gen egoísta», donde éste reemplaza al individuo como unidad de selección, y los modelos sociobiológicos que pretenden explicar el comportamiento humano recurriendo a un darwinismo elemental, cuya unidad de selección sería el grupo, aplicado a inciertos procesos ocurridos durante la evolución de los homínidos. Hasta aquí lo que pienso que los Rose calificarían de «ciencia burguesa», aunque no vacilen en calificar de tendenciosas las recriminaciones que se hicieron a Stephen J. Gould por «introducir ideas marxistas revolucionarias en la biología» (p. 75), motivadas por su propuesta de un mecanismo evolutivo, hoy prácticamente descartado, que consideraba a la especie como la unidad de selección. En pura teoría neodarwinista, la unidad de selección puede ser cualquiera y, además, variar de unas situaciones a otras, pero debe admitirse que, hasta la fecha, la selección entre individuos ha resultado ser un mecanismo evolutivo mucho más general que aquellos otros referidos al gen, el grupo o la especie, aunque es posible, e incluso probable, que los últimos hayan podido operar en ciertas situaciones excepcionales, como acertadamente intuyó Darwin.

Richard DawkinsEn contra de los temores de los Rose, las anteriores historias ponen de manifiesto que buena parte del enfrentamiento entre los intereses comerciales y los éticos ha ido resolviéndose a favor de los últimos, aunque, evidentemente, la lucha ha sido ardua y prolongada y, desde luego, está lejos de haber llegado a su fin, máxime si se acepta que el fraude es un problema crónico de cualquier actividad humana, y que no afecta únicamente a la credibilidad de la ciencia. En otras palabras, es difícil controlar a una industria farmacéutica en la que las doce compañías norteamericanas más importantes obtuvieron en 2010 un beneficio cifrado en unos doscientos cincuenta mil millones de dólares, aunque sea preciso aceptar que la comercialización de sus productos debe estar protegida, puesto que el coste medio estimado de colocación de un nuevo medicamento en el mercado es del orden de mil millones y el período previo de pruebas puede alargarse hasta unos diez años. Sin embargo, todavía no se ha llegado a un acuerdo social y legalmente aceptable entre las partes. Las patentes de genes humanos carecen de sentido, puesto que se trata de estructuras que ocurren de manera natural, pero fueron inicialmente autorizadas en Estados Unidos. Fuertes protestas cívicas hicieron que las empresas farmacéuticas optaran por la vía alternativa de proteger legalmente el procedimiento que permite detectar si un determinado fragmento de ADN forma o no parte del genoma de un individuo. Este fue el caso de los genes BRCA1 y BRCA2, indicadores de un alto riesgo de desarrollar cáncer de mama, cuya patente obtuvo la compañía Myriad Genetics hasta que le fue retirada el pasado mes de junio por la decisión unánime del Tribunal Supremo de Estados Unidos en contra del registro de genes humanos.

Pero si la omnipresente perversión de los científicos y empresarios es el leitmotiv de Genes, Cells and Brains, la depravación que sus autores atribuyen a los profesionales de la Bioética no le va en zaga: «investigación de baja calidad, simposios carentes de sentido, informes ilegibles y revistas especializadas que proliferan como la mala hierba, y de toda esta confusión surgió el negocio académico en que actualmente se ha convertido la Bioética» (p. 291). Tampoco consideran eficaces los intentos de divulgación concebidos como una forma de enseñar al que no sabe, calificándolos de estratagemas para recuperar la reputación de las proposiciones científicas mediante tratamientos de maquillaje. En definitiva, los Rose propugnan como único contrapeso a la maldad intrínseca que atribuyen a expertos y sociedades comerciales, la participación popular en la política científica, «rechazando cualquier deferencia automática a los peritos» (p. 17), una actitud cuyos orígenes se remontan a las reivindicaciones mantenidas en las décadas de 1960 y 1970 por la Nueva Izquierda británica y el movimiento norteamericano Ciencia para el Pueblo y su continuación durante la siguiente década a cargo de las organizaciones feministas y los partidos verdes. Los autores no se muestran muy explícitos a la hora de especificar cómo debe instrumentarse esa tarea, limitándose a poner como ejemplo las campañas de opinión y movilizaciones populares en contra de los alimentos modificados genéticamente (cuya objetividad está lejos de haber sido demostrada, resultando en la continua pérdida de adeptos), así como la reacción cívica islandesa en contra de la obligatoriedad de poner la información sanitaria personal a disposición de un monopolio, afortunadamente recompensada con el éxito. Sin embargo, la intervención decidida de una ciudadanía informada por éticos y científicos que, en su inmensa mayoría, no son delincuentes ni empresarios, ha sido determinante en la toma de muchas de las decisiones políticas que establecieron cláusulas precautorias para la iniciación de bancos genéticos en varios países, así como en la consecución de sentencias condenatorias por malas prácticas en contra de algunas empresas farmacéuticas. En principio, las leyes funcionan aunque, como en cualquier otro aspecto de la vida, su promulgación y posterior ejecución requiera participación pública, debate, determinación y tiempo.

Carlos López-Fanjul es catedrático de Genética en la Universidad Complutense. Es coautor, con Laureano Castro y Miguel Ángel Toro, de A la sombra de Darwin: las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003) y ha coordinado el libro El alcance del darwinismo. A los 150 años de la publicación de «El Origen de las Especies»  (Madrid, Colegio Libre de Eméritos, 2009).

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