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Informe razonado de primeras novelas (II)

El fulgor y los cuerpos

JULIO VALDEÓN BLANCO

Espasa Calpe, Madrid

200 págs.

19,25 €

La familia de Agamen

CARLOS VERDIER

Algaida, Sevilla

296 págs.

17,31 €

Nápoles 23

PILAR GONZÁLEZ DE GREGORIO, ÁLVAREZ DE TOLEDO

Martínez Roca, Barcelona

189 págs.

15,50 €

La palabra de la tierra

CELESTINO GARCÍA MARCOS

Morandi, Madrid

320 págs.

20 €

El rompimiento de gloria

MARQUÉS DE TAMARÓN

Pre-Textos, Valencia

250 págs.

14,42 €

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Comenzaba la anterior entrega de este informe sobre los rumbos seguidos por algunas primeras novelas de escritores españoles con un fenómeno no extraño, su presentación pública a una edad más o menos avanzada. Nuevos títulos confirman este dato de valor acaso sólo anecdótico. El primero que me viene a mano es el de alguién, el Marqués de Tamarón, que ya cultivó el cuento hace años y que ahora se aventura en la medida larga. Su primera novela, El rompimiento de gloria, ya ha sido comentada en Revista de libros con extensión y aquí la cito sólo para corroborar con ella la frecuencia de este dato circunstancial y también para la anotación telegráfica de un aspecto notable.

No siempre, y esto es lo que me importa subrayar, ni la experiencia biográfica del escritor, ni el que éste disponga de una historia atractiva, ni que posea destreza formal y riqueza verbal sirven por sí mismas para garantizar el feliz resultado de una narración. Si por ello fuera, Tamarón lo habría logrado, lo cual dista ocurrir, a mi parecer. Tiene en su poder, el autor, una curiosa anécdota de maduración, que recorre la trayectoria aventurera y apicarada de un joven revolucionario (o eso se cree él) hasta su desenlace en una madurez triunfal y cínica.

La conversión del protagonista se inscribe en un marco temporal de casi un siglo, pero ese amplio recorrido no logra dotar de vida plena al personaje, ni a la pareja con la cual discute sobre muy elevados asuntos culturales y estéticos, y acerca del papel de la naturaleza en la historia. Todo ello es pretexto para una narración ensayísitica e intelectual, servida con una lengua esmerada. Los asuntos a debate y la misma prosa de un refinamiento antinaturalista merecerían consideración positiva si no tuvieran que verse en ese conjunto superior que es la novela. Por poner un ejemplo, en un largo fragmento se polemiza sobre la traducción correcta de la leyenda funeraria romana «et in Arcadia ego». El personaje resulta material pegadizo y exhibicionista. Y otra muestra: cuando se discute de política, el tratamiento simplificador de las ideas suena a algo falso. ¿Dónde está, pues, el problema? Para mí que en una falta de sinceridad en la escritura: el autor no lo hace por ninguna necesidad comunicativa o expresiva inexcusables. Justo lo contrario de lo que constituye el primordial mérito de otra primera novedad de un autor que se da a conocer a edad madura, Celestino García Marcos, a quien el análisis sincero de una experiencia vital impulsa a la literatura.

Celestino García trae a un plano actual el viejo dilema del menosprecio de corte y alabanza de aldea, que resuelve apostando a favor de la naturaleza, pero disuelta ésta en un excipiente religioso. En el pueblo, el propio protagonista amasa el pan y su modo de partirlo recuerda el rito cristiano de la comunión. Esta alternativa espiritualista abunda poco en nuestros días, pero quiero recordar, aunque sea una simple coincidencia, que en el anterior informe de esta serie daba cuenta de cómo Eva Alba pone en su novela a una narradora que también se va a un pueblo y también amasa ella misma el pan. Y esta autora no es persona mayor, sino muy joven, así que desde perspectivas generacionales distantes se manifiesta una disconformidad con el mundo de materialismo consumista que estamos construyendo.

Celestino García dispone su materia con cuidadoso plan (a la manera de composición musical, encadena los movimientos andante con moto, rondó, adagio y finale allegro) y utiliza una correcta prosa culta en las descripciones y moderadamente coloquial en los diálogos. El libro no tiene el aliento de las grandes novelas, pero merece respeto por algunos modestos méritos; sobre todo, debe reconocerse el punto de partida que antes señalaba, la autenticidad (huelo que autoconfesional) con que el autor lleva a cabo un deseo genuino de ofrecer su testimonio personal de su experiencia desencantada del mundo. Y como sospecho, por algunos indicios involuntarios del texto, que su edad ronda el medio siglo, pueden esperarse de él frutos jugosos. No comparto su misticismo arcádico, pero merece la pena conocerlo porque al mundo de las creencias no debe ponérsele puertas.

Otros muchos motivos inducen a la escritura novelesca, desde los crematísticos hasta la comprensible satisfacción de una vanidad. Lo que ocurre es que no siempre el estímulo se corresponde con la habilidad necesaria, y, con frecuencia, ni siquiera con una idea de qué sea la novela como construcción literaria, como producto cultural. ¿Es suficiente en una novela el simple relato de unas historias o hay que exigirle una explicación del mundo artísticamente referida? ¿Por qué, bajando a lo concreto, Pilar González de Gregorio y Álvarez de Toledo escribe Nápoles 23?

Mal empieza su novela la Duquesa de Fernandina, título nobiliario que ostenta la autora. Delante van una docena de rimbombantes reconocimientos donde se hilvana el escalafón entero de la nobleza y que encabeza un profesor, Gonzalo Anes, director de la Academia de la Historia, al que agradece «sus consejos en materia gramatical». No tiene mucha lógica esta asesoría en una disciplina fuera de la autoridad del homenajeado, aunque cosas más disparatadas se han visto, pero merece la pena anotarla como indicio de por dónde anda la novela.

Nápoles 23 cuenta por boca de la protagonista, Isabel, la fascinación que desde niña le produce el retrato de un antepasado, un misterioso caballero del Renacimiento aureolado por una extraña leyenda. Licenciada la chica, viaja al solar de sus antepasados, Nápoles, con el propósito de hacer su tesis doctoral sobre ese misterioso condottiero. Allí la acoge con gran misterio su tío abuelo, el Príncipe de Altáquila. Al final, Isabel se suicida en cumplimiento del terrible maleficio enraizado en su antecesor. Antes de hacerlo, eso sí, se ha pintado las uñas de los pies con esmalte Chanel 15 beige natural, del mismo color de las rosas de té. Y el de Altáquila, aunque le apene la muerte de la joven y guapa chica, se siente orgulloso de ella porque así no tendrá que soportar «la frustración hiriente y gradual de verla desvirtuarse por acomodarse a una vida burguesa corriente».

¿Qué puedo decir de semejante absurdo, de tontería tan grande? Por si fuera poco, toda la novela está llena de lugares comunes, de bobo costumbrismo social de las clases altas, de aburridas pinceladas histórico-artísticas. Todo sin nervio, sin fibra. No merece la pena gastar más tinta en esta brumosa estela de Lampedusa, pero tampoco quiero ir a otras cosas sin hacer una pregunta que sí tiene que ver con el estado de nuestra novela: ¿por qué se publica un libro tan despropositado como éste?

El campo argumental de los nuevos novelistas españoles no deja de producir sorpresas y se abre como un abanico a anécdotas variadísimas. Se ve en los títulos anotados en los párrafos anteriores, y se confirma en las dos obras que siguen.

La experiencia neocolonial española en África ha dado literariamente poco de sí. Salvo el copioso bloque de narraciones, varias de importancia capital, sobre la trágica peripecia militar en el Rif durante el primer tercio del siglo pasado, no hay mucho más digno de recuerdo. Y eso que el proceso de descolonización se antoja materia bien sugestiva. Ahí está, sin embargo, casi solitaria, la aproximación de Jesús Torbado a los momentos finales de Sidi Ifni en El imperio de arena (1998). A ella se suma hoy una curiosa novela de Carles Decors, Al sur de Santa Isabel, mezcla de relato de misterio, acción, magia y exotismo. A este flexible esquema narrativo se añade algo de documento histórico social, de crítica política y de denuncia impotente de la condición humana. Y todo ello se articula en torno a un motivo de fondo: la búsqueda de un sentido de la existencia por alguien que asume de buen grado el destino al que un día se ve impensadamente abocado.

Ese alguien es Tomás Rimbau, un catalán que ha pasado casi toda su vida en Guinea y se ve allí pillado entre alternativas enfrentadas. A su esposa la ha mantenido en la península, alejada de la colonia con engaños. En Santa Isabel huye de peligros ciertos y se refugia en una zona rural recóndita donde se entrega al amor de María Lombé y se convierte en jefe de la etnia bubi, a la que pertenece la amada. Este esquema recuerda un poco a esas películas sobre la conquista del oeste americano que muestran la fascinación de algunos colonizadores por el mundo indio, del tipo Un hombre llamado caballo, y a otras narraciones de semejante estilo; algo que ni siquiera el autor disimula del todo, pues le hace cavilar a Tomás sobre qué título le daría a su aventura si la contara, y éste duda entre llamarla Memorias de un hombre blanco convertido en rey de una comunidad negra del África bantú, o como el propio libro que leemos, Al sur de Santa Isabel.

La ingenuidad de dicho modelo se compensa, sin embargo, con suficientes elementos diferenciadores. Unos son testimoniales: la explotación colonial, la barbarie de los políticos indígenas, las luchas tribales. Otros muy novelescos: amores volcánicos, peripecias peligrosas, psicologías complicadas, misterios del espiritualismo primitivo (otra curiosa coincidencia con un libro de nuestra anterior entrega, el de Ariza que entra en la magia de los chamanes amazónicos). Y algunos de carácter antropológico: el debate interior del protagonista sobre las creencias, la felicidad y el destino, y su inclinación a asumir los riesgos de la vida a partir de una defensa de la autenticidad.

Hace Carles Decors una fábula mezclada de reflexión y de aventuras, traza un relato tradicional con gran peso del argumento, y tiene en mente un modelo narrativo que merece respeto, la novela popular de calidad. Todo ello lo materializa con discreción, y lo que cuenta, entretiene; quizá se excede un poco en el exotismo indigenista, al que hace concesiones populistas, pero el resultado, sin alcanzar la categoría de gran novela, es un relato curioso y lo bastante interesante como para considerar que uno no ha perdido el tiempo en la lectura. Sobre todo porque el autor sabe dónde situar los límites de la verosimilitud gracias a una cierta modestia y falta de pretensiones. Que es, al contrario, lo que estropea otra opera prima, la de Carlos Verdier, La familia de Agamenón, que se introduce en un mundillo bien atractivo, el de los gitanos, resumido, en su versión, en una forma de vida primitiva con sus juramentos de sangre y venganzas inexorables entre clanes rivales.

Verdier cuenta el enfrentamiento entre dos familias gitanas en un doble plano complementario. Por un lado, la ristra de crímenes y otras violencias que articulan las relaciones entre esos grupos familiares como consecuencia de unos atavismos étnicos, sobrevivientes en un marco social donde aparece la actualidad del narcotráfico. En este sector no faltan truculencias tremendistas (el asesino que llega a comer la carne de su víctima), trazos gruesos (un parricidio, un incesto acompañado de locura) y componentes suprarracionales (un espectro amenazador, un bebedizo eficaz). A pesar de esa deriva hacia el fantaseamiento y la exageración, la novela tiene un valor testimonial, no desdeñable, aunque tampoco sea básico para su sentido último. A ello apunta la declaración de un personaje: «Tengo el absoluto convencimiento de que somos víctimas de nuestras circunstancias, que los seres humanos estamos hechos con la misma pasta moldeable». Por otro lado, una visión entre esotérica y fatalista de la existencia que presentan los destinos humanos sujetos a oscuros designios («están trazados», dice un personaje) con una intención trascendente apuntada en la alusión clásica del título.

Con meritoria seriedad afronta el autor un amplio núcleo de motivos existenciales y filosóficos. A lo largo de sus páginas, de escritura y contenidos densos, desfilan dilemas como los límites casi irracionales de la pasión y el deseo, el enfrentamiento de libertad y predestinación, la disyuntiva entre deber y felicidad, la lucha entre razón y corazón, el poder de la magia, la efectividad de las supersticiones… No menos ambiciosos que esta indagación en los márgenes no racionales de la vida son el diseño y el estilo. El autor dispone una serie de voces monologales, a veces desdobladas en un «tu» propio de conflictos tan agudos, que discurren con pasión y reflexionan con profundidad.

Un trabajo laborioso, arduo, si no resultara que el pensamiento traslucido es más aparatoso que grave. Y si no fuera por los problemas planteados por la prosa. Pongo sólo unos pocos casos, entre los abundantísimos que podría mostrar. Dice un personaje que, al despertar, «algo se reestructuró entre espasmos y desapacibles convulsiones en mi interior». Una de las mujeres afirma de su marido que «seguía poseído por la vorágine de un estro que lo impulsaba a creaciones cada día más osadas y a un deseo más acuciador de mi persona». Una de las narradoras describe así un ataúd: «con la tapa cerrada, carente del retículo de cristal, sin que los relieves, álabes y fulgores de caoba añadiesen empaque y solemnidad a unos humildes restos humanos». No apuntaré más ejemplos, pero sí aclararé que quienes hablan son gentes comunes.

Valga esta desmesura expresiva para señalar el flanco más censurable de este libro y para otra cosa. Para señalar que en el estilo reside uno de los problemas serios de nuestra novela de ahora. No se trata de propugnar un naturalismo empobrecedor de la prosa, sino de recordar que el estilo requiere que el autor reflexione acerca de sus exigencias, de los registros que resulten narrativamente apropiados, y que, desde luego, el buen estilo no consiste en escribir de forma altisonante. Entre el minimalismo, la lengua coloquial cruda, el perfeccionismo académico y el barroquismo, polos de nuestros prosistas de esta hora, no veo que éstos encuentren una forma característica del tiempo actual, independiente de los efectos de la moda.

Algún día me gustaría hablar con un poco de calma acerca de esta cuestión, pero la traigo aquí a cuento también de Julio Valdeón y El fulgor y los cuerpos. El narrador, especie de doble del propio autor, describe la obra como «novela memorialística». Y eso es, en efecto: un viaje al pasado y un merodeo por el presente hostil de un escritor que quiere hacerse notar como escritor; un escritor afanado en construir su escritura como experiencia autobiográfica de un artista y no de una persona común. Esa postura nos suena a conocida, pero, además, el mismo texto lo sugiere con claridad: el modelo de este novel narrador es Francisco Umbral, tanto por esa actitud como por la creatividad verbal que trata de imprimir a su prosa.

La creatividad verbal en la prosa narrativa, no en otras modalidades, es algo muy arriesgado y difícil de conseguir. Tenemos al joven Valdeón, o a su narrador, al poco de empezada la novela, comiéndose él y su novia a mordiscos. Y Valdeón o su narrador se lanzan en tal circunstancia a un metaforismo surrealista enloquecido: «el descapotable de la madrugada, abierto al balcón de las estrellas», «sueña una luna negra borracha hasta las ligas», en una ciudad «alegre, amarilla y goticomudéjar». Al fondo «cien pinos de granito lastraban la geometría impura de la aurora». Estas greguerías son simple exhibición de una dudosa brillantez expresiva. Vayamos hacia el final del libro, cuando el narrador se ha marchado de la provincia a hacerse un nombre en Madrid (como Umbral, claro) y veremos la imagen convertida en sentencia literaria tan inflada de retórica que roza el ridículo: dice del café Teide que era «varado tranvía donde César González Ruano, puro soneto en prosa, había labrado el secreto de su eléctrica escritura».

No son de extrañar estos usos si la cubierta del libro afirma que el autor «nos sumerge con un lenguaje hipnótico y brutalmente poético en el origen mismo de la literatura». ¿Qué tontería es ésta? ¿Qué contenido tiene esta frase grandilocuente? Es puro flatus vocis que hace un flaco favor al autor y estafa al comprador. El editor, al autor, tendría que haberle rebajado los humos, los verbales y los otros. Dice el narrador, o el autor, que no quiere acabar la novela de una forma salvaje para que no le comparen a Bukowski. No se preocupe, porque no ha lugar. Tiene Valdeón que correr muchas millas para oler siquiera el desgarro mental y la violencia expresiva del norteamericano.

Y aquí estamos en la raíz del problema de este casi nuevo autor y de otros que lanzan su primera novela. Poca tradición clásica, poco estudio serio, poca reflexión, y ponerse a escribir a partir del deslumbramiento de unos modelos de última hora. En este caso, modelos inimitables en el sentido literal. Porque si se les imita se cae en la copia burda. Olvídese Valdeón de malditismos, déjese de actitudes clónicas en lo vital y en lo literario, y busque su voz propia. Porque hay un fondo de pasión y una potencia verbal en su escritura que pueden dar mucho juego. Posee madera de escritor. Quiero aclarar que ésta no es una coletilla amable para suavizar lo dicho: la pongo porque creo que tiene un porvenir.

Y aquí dejo esta segunda entrega de mi informe. Más variantes se encuentran en otras primeras novelas recientes. Hoy se han acumulado títulos que no dan mucho pie a la alabanza, pero también hay alguna opera prima que inclina al elogio. El que, para mí, merece el clasicismo reposado que inspira En el umbral, de Juan José Flores. O el reconocimiento de que no faltan actitudes vanguardistas entre tanto convencionalismo formal: los empeños, más esperanzadores que logrados, pero muy a tenerse en cuenta, de Javier Sahagún y su Paisaje interior, o de Ana Prieto Nadal con La matriz y la sombra, otro caso con un futuro prometedor si aplica un mayor control a la lengua. De estas y de otras novedades hablaré en la tercera entrega.

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