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Pollock en el cine: semblanza del chico dorado

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La diferencia fundamental entre la imagen del artista que nos brinda la Norteamérica del siglo XX frente a la de la Europa de siglos anteriores es que si, en esta última, el desprecio, la pobreza y la incomprensión eran los elementos que conducían al artista hacia el callejón sin salida de su destrucción, en Norteamérica los artistas mueren de éxito. Ambas imágenes resultan más literariamente satisfactorias que literalmente ciertas, pero es indudable que resulta fácil hallar al menos una trilogía de mártires rubios y guapos cuyas muertes avalan esta hipótesis: Scott Fitzgerald en literatura, James Dean en arte dramático y, en pintura, Jackson Pollock.

Como ocurre con todas las vidas creadas a medida de la leyenda, esas muertes están simbólicamente conectadas entre sí y con el tótem de la genialidad moderna. El amor por el alcohol y las drogas, el culto del inadaptado y su romance con lo sublime, o aquello que queda al margen de una categoría artística previsible: todo ello se encuentra profundamente imbricado en la noción de creatividad romántica y se vio enriquecido con nuevos fetiches vanguardistas de la primera mitad del siglo XX, desde el Futurismo al Surrealismo: la velocidad de los coches y la libertad lúdica del sueño erótico marcan la fina línea ondulante que recorre un artista moderno del pasado siglo, caminando como un sutil sonámbulo, del descontrol al vértigo.

Por eso es de lamentar, aunque no sorprenda, que en la película Pollock (Sony Classics, 2000) no encontremos ninguna búsqueda de significados culturales o sociales en torno a la figura del pintor, sino una serie de tópicos cuya elección merece, sin embargo, un pequeño análisis. La acción comienza en la ciudad de Nueva York a principios de los años cuarenta. Allí, dos hermanos, uno borracho y otro no, uno artista y otro razonable, intentan subir una empinada escalera hacia un pequeño y modesto apartamento, trasunto perfecto de la buhardilla parisina. En el piso les espera una mujer notablemente encinta y enfadada que reprocha al hermano razonable su devoción por el artista-cigarra. Si no fuese por el desgarrador grito del borracho –«¡Maldito sea Picasso!»––, creeríamos estar asistiendo a una transposición al Greenwich Village neoyorquino de la tragedia de Van Gogh, pero la exclamación, además de remitirnos a un siglo XX que ya conoce la impronta picassiana, manifiesta un interés hacia ese otro tipo de drama tan ortodoxamente explicado por Harold Bloom: la ansiedad de las influencias. Aun así, se trata, a mi entender, de la mejor escena de la película.

A partir de entonces va a entrar en escena la que se convierte, en Pollock, en el verdadero eje de la acción: la pintora Lee Krasner, admirablemente interpretada por Marcia Gay Harden. Ambas mujeres son distintas sobre todo en proporciones: Lee Krasner era de pequeña estatura, pero Gay Harden logra recrear ese atractivo tipo años cuarenta de geometría sexual y ángulos extravagantes (en el flequillo, en las cejas, en los trajes y complementos), sellados por labios muy rojos que eran entonces la imprescindible, y a menudo incongruente con el resto del rostro, firma femenina. También logra imitar ese acento, verbal y gestual, agresivo y algo desafiante de judía de Brooklyn y la tremenda energía que de él emana.

La película de Pollock se convierte ahora en la película de Krasner, o de cómo Krasner, en una ejemplar actuación de «madre coraje», algo que gusta tanto en Estados Unidos, sacó adelante a Pollock: lo alimentaba y lo cuidaba, le consiguió contactos con gente importante, críticos, galeristas y coleccionistas, lo alejó del alcoholy de las amistades peligrosas –en realidad de todo, familia incluida, lo que no le convenía–, llevándoselo a vivir al campo en Long Island. Allí ella lo incitaba a pintar, le leía las críticas positivas, y, si era necesario, le terminaba las frases.

¿Es todo eso cierto? Sí y, al mismo tiempo, no. Ed Harris, que además de actor principal es también el director de la película, dice haberse inspirado en dos libros, Hacia una tumba violenta: una biografía oral de Jackson Pollock, de Jeffrey Potter, y Jackson Pollock, una saga americana, de Steven Naifeh y Gregory White (dos obras no traducidas al español y cuyos títulos traduzco literalmente). Según Harris (El País, 10 de octubre de 2003), su obsesión con Pollock empezó cuando su padre le regaló el libro de Potter (1985), haciéndole ver el parecido físico entre él y el artista. Sin embargo, en los créditos de la película se especifica que la deuda del guión es con la versión de Naifeh y White, que fue galardonada con un Premio Pulitzer en 1989. Pero la realidad es que la versión de Pollock que presentan Naifeh y White –un hombre con un complejo de Edipo mal resuelto, cuyos tormentos se deben a su latente homosexualidad y bajo cuya luz se enfocan su enrabietada relación con Lee Krasner, sus numerosas borracheras y, finalmente, su tendencia autodestructiva– no se plasma como tal en la película. En cuanto al libro de Potter, que lo que hace es recoger del modo más completo y desprejuiciado posible distintos puntos de vista de gente que conoció a Pollock, es, por su carácter coral, un tipo de norelato (aunque hay personajes como Elizabeth Pollock, la esposa embarazada y enfadada, e incidentes como los del perro del final de la película, que sí proceden de él) que no permite ser utilizado como base para poder montarse la continuidad argumental de una película tan tradicional, o tan lineal, como ésta.

Lo que esta película difunde en realidad de un modo casi automático es la versión de Lee Krasner. Una versión implícita, ya que ella no llegó a escribirla, aunque sí guió férreamente las primeras biografías y estudios de Pollock en una dirección que, lógicamente, la Fundación Pollock-Krasner se encarga de perpetuar. Este es el Pollock que Krasner ayudó a construir, la versión oficial de Pollock, y los intentos por eludirlo y buscar otras perspectivas, como las representadas por los libros de Potter y de Naifeh/White, publicados significativamente poco después de la muerte de Krasner en 1984, se revelan finalmente inútiles.

Las megalomanías, especialmente las amorosas, acostumbran a atribuirse todo y a veces creen manejar los hilos del destino, cuando en realidad no hacen sino obedecer a pautas ya marcadas. No puede discutirse la importancia de Krasner en la vida de Pollock, pero sí puede afirmarse sin temor a equivocarse que, contrariamente a las apariencias de esta película, el éxito de Pollock no fue exclusivamente el resultado de la ecuación formada por la genialidad incontrolada del pintor y la amorosa ambición sacrificial de su pareja. Fue el fruto bien trabado de una red de ambiciones y deseos. En primer lugar, la ambición del propio Pollock, que procedía de una familia muy pobre de cinco hermanos en la que todos tuvieron algo que ver con el arte y tres de ellos –incluyendo a Jackson– vivieron de él. Parece que eso se debe a su madre Stella, quien siempre les animó a seguir el camino de la creatividad para que ello les permitiera alcanzar el triunfo social y económico. En todo caso, Pollock siempre se situó al lado de los artistas conocidos, de los ganadores, de los que ya tenían un nombre, primero siguiendo a Thomas Benton, el pintor figurativo más importante de los años treinta, y luego poniéndose en contacto en los años cuarenta con John Graham, el psicoanálisis o la familia Guggenheim (no sólo Peggy, sino también Hilla Rebay, encargada de crear la colección de arte No-Objetivo, el germen de lo que sería más tarde el Museo Guggenheim).

Pero Pollock surge sobre todo en un momento en que la sociedad estadounidense busca revalidar su triunfo militar en otras áreas, especialmente las culturales. Clement Greenberg –importante crítico de arte que en esta película aparece, más que caracterizado, cruelmente ridiculizado– predijo ya a finales de los años treinta que de esos pisos sin ascensor y sin calefacción del Village (una definición bien americana de la Bohemia) surgiría una generación de pintores, herederos de Picasso, que revolucionarían el mundo del arte. Hacía mucho tiempo que la sociedad estadounidense quería afirmarse en el campo de la estética y su momento llegó en los años cincuenta.

Es difícil determinar todos los factores que propiciaron el salto a la fama de los artistas norteamericanos y, por decirlo en palabras de Serge Guilbaut, explicar cómo pudo Nueva York llegar a robar a París su papel de capital de las artes, pero creo que la concentración de recursos y el apoyo estatal que les brindó la administración Roosevelt, la puesta en marcha de nuevas infraestructuras de valoración, selección y difusión del arte contemporáneo (museos, revistas…) y, por encima de todo, la gran afluencia de artistas europeos que se refugió en Nueva York durante los años de la Segunda Guerra Mundial, constituyen elementos decisivos. Es llamativo, por ejemplo, que en Pollock este último aspecto se omita por completo. Sin embargo, esa misma Peggy Guggenheim que en la película se hace acompañar de estirados anglosajones de raya en medio y pajarita, estaba en ese momento casada con Max Ernst y contaba entre sus asesores con artistas de la talla de Mondrian y Marcel Duchamp.

¿Por qué sólo salen artistas norteamericanos en esta película? Parece ser que en una de las selecciones de jóvenes artistas que estaba haciendo Peggy Guggenheim fue la atención con la que Mondrian estuvo observando una obra de Pollock lo que disparó el interés de aquélla. ¿No habría sido fascinante poner a Mondrian y Pollock, con sus obras tan distintas y sin embargo emparentadas en su ambición espacial, frente a la cámara, arriesgarse con una metáfora visual de ese calibre y haber dejado que las imágenes hablasen? De ahí viene el segundo reproche importante que se puede hacer a esa película: no es sólo históricamente inexacta, e incluso falsa, sino también visualmente anodina.

Cuando a Pollock finalmente le llegó el éxito, éxito para el que en palabras propias de programa de televisión «él no estaba preparado», irrumpió también el segundo acto del drama y, como todo el mundo sabe, en la vida de los artistas estadounidenses no hay segundo acto. Para Pollock se trata sólo de un parpadeo cinematográfico antes de que su estancamiento profesional (la crítica de arte busca nuevos ídolos, su fama no podía crecer en la misma medida en que había aumentado su ego) y personal (Krasner no había querido tener hijos con él y ya se habían peleado y reconciliado suficientes veces para que hubiese dejado de ser interesante) le lleven de nuevo a beber.

A falta sólo del final, me preguntaba si una versión tan hagiográfica incluiría que la muerte de Pollock en accidente de coche había tenido como corolario la muerte de una joven de veintipocos años. Y sí, la incluye y no está mal rodada. Dos elementos de la película –uno argumental y otro sensorial– exculpan a Pollock. Poco antes de la escena final vemos su reacción cuando se encuentra a un perro atropellado en la carretera y cómo intenta salvarlo llevándolo inmediatamente a un veterinario. Para los anglosajones que creen en la nobleza de los animales casi más que en la de las personas, una persona que salva a un perro es una buena persona haga lo que haga a continuación. Por otra parte, en la escena del accidente mortal la película se vuelve muda, los gritos de las chicas no se oyen mientras el coche va alcanzando más y más velocidad, indicando la lejanía emocional de Pollock con respecto a lo que está ocurriendo, a lo que él mismo está haciendo.

En resumen, Pollock es, en mi opinión, como película, una oportunidad perdida. La mirada del artista está ausente, el sujeto se convierte en objeto, sin que Harris pueda –¿quiera?– remediarlo. Sin embargo, Pollock es un artista ejemplarmente moderno y contemporáneo, no por sus delirios y vértigos, su afición al alcohol, su uso del inconsciente o su muerte violenta, sino precisamente porque su mirada abarcó más que su obra pictórica: su mirada es irreductible a su pintura. Harris tendría que haber hecho visible lo invisible, lo intangible, como, por ejemplo, cuando Pollock cogió su coche y con las ruedas dibujó sobre la gran extensión verde de un vecino que se había vuelto permeable con la lluvia (éste intentó denunciarle por ello, pero Pollock le repuso que debería alegrarse de que no le hubiese cobrado), o cuando sembró la cosecha de un amigo siguiendo el impulso rítmico, magnético, de su propia caligrafía pictórica: obras efímeras e inevitables, que invitan a ser filmadas para que existan.

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