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Hermanadas

El canto y la ceniza. Antología poética

Anna Ajmátova, Marina Tsvetáieva

Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona

Trad. y selección de Monika Zgustova y Olvido García

300 pp.

17,90 €

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El período comprendido entre 1890 y 1917 es uno de los más brillantes de la historia de la literatura rusa. Será en torno a este cambio de siglo cuando en la envejecida sociedad zarista surja un novedoso renacer literario y poético conocido por su esplendor como la Edad de Plata, en contraposición a la Edad de Oro representada por Pushkin. En esta nueva etapa histórica se dieron cita una pléyade de nombres de las artes y de la intelectualidad rusa, entre cuyo exquisito elenco se encuentran dos mujeres, Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva, ambas irrepetibles y, a su vez, caras de una misma moneda. Para contestarnos en parte a la pregunta de quiénes eran estas dos mujeres poetas, además de haberse seleccionado las obras poéticas más importantes de ambas (en el caso de Anna Ajmátova, Réquiem y Poema sin héroe, y en el de Marina Tsvetáieva, Poema del fin y «Por el Año Nuevo»), la presente antología se abre con un prólogo a cargo de Olvido García Valdés y se cierra con un epílogo de Monika Zgustova, uno y otro planteados a partir de un análisis fiel a la vez que intimista de lo que fue la obra y la vida de estas dos poetas.

El auténtico nombre de quien ha pasado a la historia de la literatura como Anna Ajmátova era Anna Gorenko. Debido a la oposición de su padre a que emplease el apellido familiar para firmar sus poemas, Anna se vio obligada a adoptar el apellido de origen tártaro de su bisabuela materna, Ajmátova. Nacida el 11 de junio de 1889 en las cercanías de la ciudad rusa de Odessa, a orillas del mar Negro, siendo aún muy niña, su familia se trasladaría a Tsárskoie Seló (San Petersburgo), ciudad donde Anna crecería y tendría en su juventud la oportunidad de conocer el ambiente literario. La precocidad de su talento y la educación esmerada de la que gozó hicieron posible que desde temprana edad conociese varios idiomas, entre los que se contaban el francés y el latín, los cuales dominaría a la per­fección en su madurez. Sus primeros poemas, que se remontan a 1904, fueron positivamente valorados desde sus inicios, lo que hizo posible que comenzara a relacionarse con los representantes de las novedosas tendencias creativas, entre los que se encontraban los acmeístas Osip Mandelshtam y Nikolái Gumiliov. Con este último contraería matrimonio en 1910 tras haberse conocido ambos en París. Transcurrido 1911, año en el que Anna Ajmátova entró a formar parte del Taller de los poetas, se suceden las publicaciones y el éxito alcanzado con sus libros: La tarde (1912), El rosario (1914) y La bandada blanca (1917).

En 1917 se separa de Gumiliov y 1921 vería la publicación de Llantén y Anno Domini, además de la sangrienta noticia del fusilamiento de su ex marido, falsamente acusado de simpatizante monárquico. Enferma de tuberculosis, asesinado su ex esposo, exiliados sus amigos y prohibida su obra, Ajmátova quedará totalmente aislada por orden de las autoridades soviéticas. En torno a 1922 entablará amistad con el crítico e historiador de arte Nikolái Punin, con el que contraerá matrimonio en 1929. Anna Ajmátova vivirá hasta 1959 en el domicilio de su nuevo esposo, junto con la ex mujer y los hijos de éste, pues el piso era de Punin y él pretendía que la convivencia entre ambas mujeres fuera «idílica», cosa que nunca se dio. Pero las limitaciones no sólo se daban de puertas para fuera, sino también dentro del propio hogar, ya que según testimonios de conocidos, cuando algún amigo de la pareja mostraba interés por el hecho de que Anna fuese poeta, Punin cortaba la conversación con la radicalidad de una orden dada: «Anna, ¡ve a limpiar el pescado!». Este clima de negación llevó a Anna Ajmátova a no escribir nada durante más de una década.
Al final de la década de 1930, y a pesar de que Ajmátova y Punin ya se habían divorciado, la miseria y la escasez de viviendas de la Rusia posrevolucionaria y las estrecheces económicas de la época hicieron que ambos tuvieran que continuar viviendo en la misma casa. Pero serían el ostracismo impuesto a su obra y a su persona, además de la experiencia traumática derivada de las constantes visitas diarias a la temida cárcel de Las Cruces para intentar saber algo sobre su hijo Lev, fruto del matrimonio con su primer marido, los motivos determinantes para que Anna Ajmátova escribiera a partir de la década de 1930 sus mejores obras: Réquiem (1935-1940) y Poema sin héroe (1940-1965), este último tejido en su memoria en las colas interminables de ese fiel y trágico ejército de madres y esposas de presos.

Un día de noviembre de 1945 Anna Ajmátova recibió en su casa una visita de insospechadas dimensiones positivas para el resto de su vida. Quien se interesaba por ella era un escritor de origen ruso y diplomático de la embajada británica, Isaiah Berlin, por aquel entonces profesor de la Universidad de Oxford. Años después, rememorando aquella larga conversación que duró toda la noche hasta la madrugada, Berlin diría: «Me di cuenta enseguida de que estaba escuchando la obra de un genio». Ese encuentro supuso no sólo el inicio de la restauración de un poco de esperanza para esa mujer, sino también el nacimiento de un amor epistolar entre Berlin y Ajmátova, una relación que duraría años sin que se viesen: un «amor in absentia» que, como nos dice Olvido García Valdés, entrelazaba «lo personal, lo político y lo espiritual».

En agosto de 1946, Anna Ajmátova fue calificada de enemiga del pueblo soviético, una desgracia a la que se añadió el hecho de que su hijo Lev fuera detenido de nuevo. Tras ser torturado, confesó que su madre realizaba labores de espionaje a favor del gobierno de Londres. Anna Ajmátova fue privada, por una resolución del Comité Central del Partido Comunista, tanto de su tarjeta de racionamiento alimenticio como de la realización de cualquier posible trabajo, por lo que pudo sobrevivir gracias al heroísmo de sus amigos más fieles, que organizaron un fondo secreto de ayuda para Ajmátova. Tras la muerte de Stalin en 1953 y la llegada de un período de relativa liberalización, 1955 vendrá acompañado del regreso de su hijo. A ello habría que añadir que el nombre de Ajmátova sería rehabilitado en 1956 por las nuevas autoridades soviéticas.
A partir de la década de 1960 comenzó a conocerse su obra en el extranjero y también empezó a recibir algunos galardones fuera de Rusia, como el premio italiano Etna Taormina en 1964 y el doctorado honoris causa por la Universidad de Oxford, acontecimiento que permitió que en 1965 se produjera un nuevo y último encuentro entre Isaiah Berlin y Anna Ajmátova: él era ahora un pensador de prestigio y presidente de la Academia Británica; ella, una poeta, la misma de siempre, pero con veinte trágicos años más sobre sus arrugas. Pocos meses después, el 5 de marzo de 1966, Anna Ajmátova moría en Moscú y era enterrada en Komarovo, en las proximidades de su querido San Petersburgo.

La otra gran poeta de ese período es Marina Tsvetáieva, nacida en Moscú el 26 de septiembre de 1892. Sus padres eran Iván Vladímirovich Tsvetáiv, prominente filólogo e historiador del arte, además de profesor de la Universidad de Moscú y director del Museo Rumiantsev, y de su segunda esposa, Maria Mein, pianista y discípula de Rubinstein. Los años de infancia de Marina se repartieron entre su Moscú natal y la ciudad de Tarusa, donde compartió junto a su hermana Anastasia y sus hermanastros Valeria y Ardrei, un ambiente refinado y culto. Cuando tenía seis años, y por decisión de su madre, Marina inició sus estudios musicales en Moscú, aunque por entonces lo que atraía su interés creativo era la poesía, ya que a tan temprana edad escribía sencillos poemas tanto en ruso como en alemán y francés.

Una joven Marina de dieciocho años se encontraba, al parecer, en 1911 en una playa de Crimea. Allí se le acercó un joven intentando entablar conversación, ante lo que ella tomó la iniciativa diciéndole: «Si entre estas piedras encuentras la que más me gusta, me casaré contigo». Seis meses después de ese encuentro y de su promesa, Marina Tsvetáieva contraía matrimonio con el joven Serguéi Efron, intelectual de renombre y descendiente de una familia aristócrata judía. Marina Tsvetáieva siempre fue una mujer apasionada e idealista: inteligencia, poesía y pasión eran en ella indisolubles. Así lo expone Monika Zgustova cuando afirma que Marina pasó toda su vida intentando «satisfacer su deseo en relaciones platónicas y físicas, epistolares y homosexuales: Mandelshtam, Pasternak y Rilke pertenecieron a las amistades amorosas, mientras la poeta Sofia Párnok y la actriz Sónechka Holliday, con la que vivió unas relaciones tormentosas en los años 1914-1919, despertaron en ella una sensibilidad hasta entonces ignorada».

Durante la guerra civil, Serguéi Efron marchó como voluntario con el Ejército Blanco, por lo que Marina se quedó con sus dos hijas, Ariadna y la pequeña Irina, que murió a la edad de tres años en la hambruna del invierno de 1919-1920. Sola y sin medios para subsistir, Marina Tsvetáieva sobrevivió con la ayuda que le prestaron algunos amigos hasta que en 1922 abandonó Rusia vía Berlín con destino a Praga, donde se reencontrará con su marido, acogido por el gobierno checo al igual que otros muchos antiguos miembros del derrotado Ejército Blanco. En Praga –donde podrá vivir gracias a la beca que le concedió, como a otros muchos artistas rusos, el gobierno de Masaryk– permanecerá entre el otoño de 1923 y el invierno de 1924, un período feliz y de gran producción poética. La capital checa le dará una momentánea estabilidad y el impulso para escribir como consecuencia de un desengaño amoroso. Este nuevo revés sentimental se traducirá en la escritura del «Poema de la montaña», y en la que es su obra maestra, Poema del fin, un extenso monólogo donde expone la soledad tras la ruptura de una pareja de enamorados. Poco después, la vida de exilio la llevará de Praga a París, donde, como si se tratase de una irónica jugada del destino, Serguéi Efron entrará al servicio de las autoridades soviéticas espiando dentro de los círculos del exilio ruso.

En marzo de 1926, Marina recibe una carta de Borís Pasternak aplaudiendo su Poema del fin. A partir de esta misiva, Marina Tsvetáieva iniciará una relación platónico-amorosa epistolar a dos bandas: con Borís Pasternak y con Rainer Maria Rilke, el primero en Rusia y el segundo en Suiza. Durante ese año escribirá apasionadamente a ambos poe­tas y éstos le corresponderán con el mismo grado de emoción y admiración. Esta original relación se rompió cuando Pasternak le contó a Marina que, además de a ella, también amaba a su mujer, a lo que ésta le contestó: «Yo existo y no me comparto». Ante la ruptura con Pasternak, Marina se vuelca en la relación epistolar con Rilke e intenta que éste le consiga un pasaje para que ambos se encuentren, pero Rilke, gravemente enfermo, pone distancia a una pasión que lo cohíbe y lo desborda. Marina siente el alejamiento de Rilke e insiste ante su silencio con una carta en el mes de noviembre en la que le pregunta si aún la ama. Un mes después, el 29 diciembre de 1927, Rilke muere de leucemia. Al cabo de cuatro meses de estar esperando la respuesta y sin saber nada sobre el trágico suceso, Marina recibe la noticia de la muerte de Rilke y escribe como testimonio de esa relación el poema «¡Por el Año Nuevo!», fechado el 7 de febrero de 1927. En 1937, su hija Ariadna (Ali) regresa con su padre a Rusia y, de nuevo sola en 1939, Marina, aún ignorante del fusilamiento de su marido y del arresto y deportación de su hija, decide volver a Rusia acompañada de su hijo menor, Mur. En su país le es vedado todo intento de publicación. En 1941 es deportada junto a su hijo a un remoto pueblo tártaro, donde le es adjudicado un trabajo en una cantina. Marina Tsvetáieva, la rigurosa y espléndida, la artística que siempre escribía cada mañana con una pluma de escolar en cuadernos comunes, la misma que –refugiada en la creación– había escrito obras emblemáticas, dejó de escribir. Unos meses después se suicidaría y su cuerpo sería enterrado en una fosa común. Como único testigo de su muerte dejó una nota dirigida a su hijo Mur en la que decía: «A papá y a Ali diles, si los ves, que los amé hasta el último minuto y explícales que caí en un callejón sin salida».

Con la muerte de ambas, Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva, se cerró un período trágico y único en la historia de la literatura rusa universal. Como todas las realidades que terminan pareciéndose a la leyenda, según algunos, nunca llegaron a conocerse; según otros testimonios, Ajmátova siempre guardó celosamente un fular que le regaló Marina Tsvetáieva en la única ocasión en que se encontraron. Sea como fuere, entre las recomendables páginas de esta antología, El canto de la ceniza, ambas caminan juntas, hermanadas, reconocibles. 

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Ficha técnica

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