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Pidamos perdón a Franco y otros perdones milenaristas

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Finaliza el siglo en medio de una vaharada de arrepentimiento general. Todos, absolutamente todos, somos culpables de algo: incluso de no sentirnos culpables. El paisaje ha cambiado dramáticamente: treinta años después de las consignas libertarias que nos persuadían de que gozar sin límites (jouir sans entraves) era el medio más rápido de realizar la Utopía, el carpe diem ha dado paso a un patético entierro de la sardina. ¡Arrepentíos! es la consigna dictada por un abstracto Jeremías a los habitantes de esta Sodoma global y de las otras «ciudades de la llanura». Ahí tienen ustedes al dipsómano Yeltsin, inclinado respetuosamente («todos somos culpables, incluido yo mismo») ante los presuntos restos de su antecesor Nicolás II y de los otros «inocentes asesinados». Retomo la lectura de A People's Tragedy, la excelente historia de la revolución rusa del conservador Orlando Figes, para repasar «inocencias» y «culpabilidades»: en estos tiempos nuestros la Historia parece haberse convertido en una disputa chillona llevada a cabo en un patio de vecindad mediático. El perdón como aliado del revisionismo histórico, del olvido, de un movimiento pendular en que acontecimientos, conductas y decisiones se extraen de contexto, se esencializan y se hacen universales a cuenta de los intereses de quienes lo reclaman. Y cuando la responsabilidad se diluye, tiende a diluirse la culpa. La nuestra es, paradójicamente, una época culposa en la que se nos invita permanentemente a la irresponsabilidad individual. Hace pocos días en un tabloide británico se afirmaba que todos (¿qué todos?, ¿toda la humanidad?) éramos un poco culpables de la muerte de la beata Diana Spencer, la reina de corazones, de la que en estos días celebramos el primer aniversario. Pobre Doddy, ya nadie se acuerda de él.

Hemos pedido perdón por casi todo. En primer lugar, por lo más espantoso: el Holocausto. Hace ahora cincuenta años la Declaración Universal de los Derechos Humanos expresaba perfectamente el choque de toda una generación de demócratas ante las revelaciones de Buchenwald, de Ravensbruck, de Auschwitz, de Treblinka. Ahora, quizás, es tiempo de revisarla, de incluir aspectos que el Drafting Committee presidido por Eleanor Roosevelt no pudo, o no quiso, tener en cuenta. Ampliar y precisar lo que allí se dice acerca de cosas como los derechos de las minorías, el medio ambiente, las mujeres. O limitar, dentro del famoso artículo 19, consagrado a la defensa de la libertad de expresión, los poderes ultraconcentrados de los nuevos conglomerados de la comunicación, la falta de garantías que puede entrañar el déficit de regulación de la revolución mediática llevada a cabo en el último cuarto de este siglo. O reincidir en el asunto de la miseria: todavía hay cuarenta y ocho países con más de un quinto de su población por debajo de la absoluta pobreza.

Pedir perdón no sirve para nada si no va acompañado de la exigencia de responsabilidades, de vigilancia, de denuncia. La confesión católica, el psicoanálisis y la autocrítica estalinista están en el origen de la nueva moda milenarista que constantemente nos invita a fustigarnos, a cubrirnos de ceniza, a exhibir el pasado en aras de una imprecisa reconciliación: Lorca es de todos, a Lorca lo matamos todos, éramos una sociedad enferma. Se nos invita a un duelo permanente en el que la culpabilidad generalizada actúa como exorcismo. Y lo curioso es que siempre hay alguien, un poder, que pide perdón por nosotros. El arrepentimiento es indispensable para la salvación, para que nunca más pueda repetirse el horror, nos dicen, parafraseando a Mateo (3:2): Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado. El Fin de la Historia, para entendernos. Pedir perdón se ha convertido en una estrategia del poder, de las instituciones. El Vaticano exonera a Pío XII, pero se arrepiente del silencio de los cristianos ante la masacre de los judíos: «Como miembros de la Iglesia estamos vinculados tanto a los pecados como a los méritos de todos sus hijos». ¿Qué hijos? ¿Todos? La Iglesia anglicana de Australia pidió perdón en nombre de sus seguidores por su participación en la política de separar y trasladar forzosamente a las familias aborígenes. Clinton ha pedido disculpas al pueblo de Ruanda en nombre de la comunidad internacional. El antiguo primer ministro Tomiichi Murayama se arrepintió en nombre de todos los japoneses ante las 200.000 mujeres forzadas durante la Segunda Guerra Mundial a trabajar en burdeles militares para que con ellas folgaran los heroicos combatientes. Y, de nuevo, Clinton, que es de los que más perdón ha pedido en nombre de todos, sintió que tenía la «obligación moral» de disculparse del experimento gubernamental que infectó la sífilis a 399 negros (perdón, afroamericanos). La culpabilidad se universaliza y el perdón se hace jaculatoria, mantra. Vladimir Jankélévitch consagró al perdón una lúcida reflexión filosófica en un libro llamado precisamente Le pardon, que nunca fue editado en España. La actualidad de esa auténtica fenomenología del perdón es ahora evidente. También aquí, donde muchos nos preguntamos estupefactos si realmente somos todos culpables –por acción u omisión– de lo que pasa en Euskadi, de que los asesinos hagan su trabajo, de que las instituciones y los partidos no hagan o hagan mal el suyo. Como indica Jankélévitch, perdonar es un diálogo en el que hacen falta dos. Y el diálogo necesita siempre una suspensión de la violencia para que sea posible el entendimiento, la posible reconciliación. Y en esa delicadísima operación no hay que olvidar nunca algo esencial: la demanda de perdón no es un derecho. Hay ocasiones –y no pocas– en que el perdón es humanamente imposible. Sobre todo si las responsabilidades se diluyen, si los culpables no son unos, sino todos.

En cualquier caso, como modesto heredero intelectual de aquel lúcido arbitrista que fue Martín González de Cellorigo (Memorial de la política necesaria y útil restauración de España, año 1600), yo también me permito ofrecer un proyecto para incorporarme a la petición generalizada de perdón finisecular: ¿Por qué no hacemos un esfuerzo, como nos sugieren desde Italia, y le pedimos perdón a Franco? Sería tan hermoso. Al fin y al cabo, las 28.000 ejecuciones de rojos llevadas a cabo entre 1939 y 1945 ya están olvidadas, como también están los años malos. Hizo pantanos y carreteras, además. Y Castiella es el antecedente de nuestra actual bonanza europea. Imagínense la ceremonia. Valle de los Caídos, 1 de abril de 1999: una fecha ideal para la reparación de la injusticia. Obispos, Instituciones, Prensa. Y, entre el público, una buena representación de contritos culpables de toda laya, hijos y nietos de republicanos, monárquicos legitimistas, nacionalistas, revolucionarios, gays, exiliados (perdón, transterrados), familias de poetas asesinados. Sobre el atrio, una pancarta con un sencillo verso de Gimferrer: Si pierdo la memoria, qué pureza. Y en el aire, la exquisita música de la Misa solemne de Santa Cecilia, de Gounod, con las partes vocales a cargo del propio Coro de la Abadía.

No cabe duda, por último, de que tal catártica ceremonia del perdón se vería enormemente realzada si se consiguiera que unos días antes el presidente de la República italiana mostrara públicamente su contrición, en nombre de todos sus compatriotas, por el cruel asesinato de Viriato, pastor lusitano y digno representante de nuestro indómito carácter nacional. Podría, incluso, buscarse a los descendientes de quienes le vendieron al imperialismo romano, para que a su vez fueran perdonados. Podríamos perdonar, de paso, a Cepión y sus legiones, en justa compensación. Tú me perdonas, yo te perdono: por fin la felicidad tiene forma, existe. Ahí queda mi propuesta to whom it may concern. Y perdón por las molestias.

REFERENCIAS ORLANDO FIGES, A People's Tragedy. The Russian Revolution 1891-1924, Pimlico, Londres, 1997.
VLADIMIR JANKÉLÉVITCH, Le pardon, Aubier, París, 1967.

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