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Sobre Picasso

Picasso y la tradición española

JONATHAN BROWN (ed.)

Trad. de Mª Luisa Balseiro Nerea. Hondarribia, Electa

215 págs.

790 ptas.

Picasso. Paisaje interior y exterior

Mª TERESA OCAÑA (ed.)

Ajuntament de Barcelona, Museu Picasso, Barcelona

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Estos dos libros centran su atención en lo que, parafraseando al título del célebre filme de Clouzot, conocemos como el misterio Picasso. Los dos son libros colectivos, y por tanto cada uno de ellos presenta aportaciones y aproximaciones diversas. En conjunto, sin embargo, ambos resultan complementarios porque desvelan en definitiva, aunque con diferentes perspectivas y objetivos, una misma idea central: una tensión interior-exterior que fundamenta la coherencia existente en la obra y en la figura de Picasso a pesar de su prodigiosa variedad. Una tensión que surge de la apasionada búsqueda de su identidad como artista y, por extensión, de la propia esencia del arte.

De hecho, podríamos hablar de toda la vida y la obra de Picasso precisamente a través de esta tensión interior-exterior, dentro-fuera: la dialéctica introducida por su posición de obstinado outsider que, de tanto asomarse a una realidad de la que dice ser ajeno, o a la que pretende contestar, acaba por instalarse de lleno en ella y por convertirse en su protagonista. Y esa realidad, la suya, es múltiple: la vida intelectual francesa, su origen español, la historia del arte, la creación artística… Ante todas esas facetas de su realidad, Picasso es un extravagante que acaba por resultar central, ambas cosas literalmente. Centro de la vida artística francesa, pero viviendo como un extraño a ella. Clave y mito del cosmopolita París de las vanguardias, pero conservando su posición de métheque, de extranjero, a través de su españolidad. Pero también definitivamente fuera de la España surgida de la guerra civil. Picasso crea una forma de representación, la cubista, fuera de la representación perspectiva tradicional que había consagrado el Renacimiento, pero se mantiene dentro de la tradición occidental de la pintura como representación. Pasa a la historia como uno de sus grandes iconoclastas, pero se convierte después en el último gran mito de la historia del arte. Abomina primero de la «gran pintura» que su padre, el profesor de dibujo José Ruiz Blasco, quería imponerle, pero anhela finalmente ser el heredero de los grandes maestros del Prado o del Louvre. Picasso quiere romper con la historia al tiempo que se inserta en ella protagonizando su último capítulo. Quiere ser historia, y al mismo tiempo negarla, con sus constantes saltos de estilo, con su visión siempre en presente, con su insobornable libertad que hace imposible encasillarlo en un estilo definido y concreto. Siempre en el centro, pero siempre fuera.

Dentro y fuera en lo geográfico, dentro y fuera en lo histórico: este es el tema central del libro editado por Brown. Pero la tensión interior-exterior que configura el mundo picassiano tiene también una versión más sutil, más íntimamente relacionada con el propio hecho creativo: paisajes interiores y exteriores, una realidad personal –pensada, deseada, imaginada– y una realidad contemplada –palpable y comprobable–. En suma, un mundo intangible y otro incluso groseramente material, que tienen como nexos de unión la persona del artista y el acto de la creación, la experiencia de lo visible, el «Yo he visto esto» que, en palabras de John Berger John Berger, Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible, Madrid, Ardora Exprés, 1997, pág. 39., anuncia toda imagen pintada, incluyendo al arte no figurativo. De esta segunda forma de la dialéctica dentro-fuera trata el libro dirigido por Mª Teresa Ocaña, editado con motivo de la exposición celebrada en el Museu Picasso de Barcelona entre octubre de 1999 y enero de 2000.

En el primer libro mencionado, las colaboraciones de autores como el propio Jonathan Brown, Robert S. Lubar, Robert Rosenblum, Gretje Utley y Susan Grace Galassi componen una interesante visión del papel jugado por la condición española (y no sólo por nuestra tradición artística) de Pablo Picasso. Una condición que juega un importante papel en la formación, en la obra y en la posición pública de este artista. En cuanto a la tradición artística, se señala algo obvio pero no por ello menos importante: Picasso, uno de los grandes rompedores del arte de nuestro siglo y del que se afirmaba que concebía la creación artística como una suma de destrucciones, tuvo precisamente por ello una intensa y continua relación con el arte del pasado. Nunca dejó de transgredirlo, y por ello tampoco podía prescindir de él, aunque fuese como modelo negativo, con una mirada que oscila entre lo cáustico, lo irónico o lo abiertamente admirativo.

La introducción de Jonathan Brown –quizá pensada sobre todo para un público anglosajón acostumbrado a ver a Picasso como artista francés–, así como los inteligentes artículos de Robert Rosenblum y Susan Grace Galassi hablan sobre todo de la presencia de la tradición pictórica española en la obra de Picasso–. Por su parte, los ensayos de Robert S. Lubar y Gretje Utley tienen una clave más cercana a lo político. Lubar analiza la capacidad de oposición de Picasso frente a todo intento de unidad cultural oficial, siempre atento a la multiplicidad, a la digresión. Partidario del Greco en el Madrid que acaba de celebrar el centenario de Velázquez, refractario al naciente catalanismo cultural de la Barcelona del cambio de siglo, Picasso muestra su fluctuante identidad cultural como signo permanente de su carácter de outsider. Así, es catalán en Madrid, andaluz en Barcelona, como luego será, desde 1904 hasta su muerte, en 1973, español en Francia. De este largo período Gretje Utley selecciona, por su especial significado, el de la segunda postguerra. A través de la tensa relación de Picasso, español y comunista, con el mundo intelectual francés de esa época, desvela la estrecha relación de la crítica cultural con lo ideológico, en un momento de obsesivo interés en Francia por la identidad cultural nacional.

Brown señala a Picasso como lógico continuador de una posición heterodoxa frente al clasicismo, una posición contraclásica que habría caracterizado a la pintura española desde el siglo XV. Así, Picasso sería el último eslabón de una cadena que podríamos rastrear hasta la pintura hispano-flamenca de Pedro Berruguete, y que tendría sus puntos culminantes en los tres grandes nombres de la tradición pictórica española: El Greco, Velázquez y Goya. Robert Rosenblum descubre, bajo la supuesta lingua franca del lenguaje de las vanguardias en el París más cosmopolita, la presencia de rasgos típicamente españoles en los bodegones de Picasso. No se trata sólo de detalles iconográficos concretos –la botella de Anís el Mono o la bandera española– sino también, y sobre todo, de una forma de entender la naturaleza muerta. Algo que se manifiesta, por ejemplo, en la marcada presencia individual de cada objeto, aislado en su materialidad, como una herencia de los bodegones de Zurbarán o Meléndez. Pero Rosenblum describe, además, un tercer rasgo español, el más trascendente, en los bodegones de Picasso: la alusión, simbólica o explícita, a la muerte. Algo que ya aparece en algunos de sus bodegones cubistas a través de la presencia de calaveras, y que culmina obviamente en Guernica, pero que aparecerá en su obra de una forma más constante a partir de la segunda guerra mundial y la ocupación alemana de París. Más que respuestas a muertes concretas, son alegorías universales de la muerte: es la intrusión de la muerte en la vida diaria, como muestran sus trágicos cuadros de animales muertos sobre la mesa que no pueden sino recordar a bodegones pintados por Goya durante la ocupación francesa.

Susan Grace Galassi, por su parte, se centra en un episodio muy conocido de la relación de Picasso con la tradición española: la célebre suite sobre Las meninas realizada en 1957. Picasso realiza esta serie cuando tiene 75 años, justamente la edad con que muere su padre, quien le enseñó por primera vez Las meninas. En la década de los cincuenta Picasso se encuentra en una situación difícil: después de la segunda guerra mundial toda una época de su vida había desaparecido, y su relación con el presente es compleja: aislado por su propia fama, siente que los artistas jóvenes admiran más su pasado cubista que su obra reciente, que no comprenden su obstinado apego a la figuración. Por ello, el enfrentamiento con Velázquez es sobre todo el testimonio de una crisis interior. Las meninas no podía dejar de fascinarle, no sólo por su evidente relevancia en la historia del arte, sino también por su contenido: el taller del artista, del que tantos ejemplos encontramos en la obra anterior y posterior de Picasso. En manos de ambos pintores, este tema es sobre todo un punto de partida para la reflexión sobre la propia naturaleza de la creación pictórica, sobre la posición del artista en el mundo, sobre el artista que «se atreve» a lo que antes nadie se había atrevido. En el caso de Velázquez, a pintarse ocupando el mismo espacio del rey, a arrogarse un estatus nobiliario, pero también a saltarse la norma establecida en lo propiamente pictórico. Con las múltiples versiones de su suite, Picasso confirmará la deliberada indefinición de Velázquez, que tantas interpretaciones ha permitido. De hecho, Picasso muestra hacia Velázquez y todo lo que él significa tanto su respeto como su distancia –tanto su deseo de ser admitido dentro como su obsesión por permanecer fuera–. Velázquez había manipulado las reglas perspectivas, la forma de representación y las convenciones de unidad temporal, y Picasso, manipulando la manipulación de Velázquez, se afirma a sí mismo. El cuadro de Las meninas, el taller del artista por antonomasia, capaz de dar respuesta a las preguntas de cada generación de artistas e historiadores, era para Picasso una posibilidad de ahondar en la compleja relación entre la realidad física –exterior– y la realidad pensada –interior– a través de una tercera realidad, la realidad pintada.

No siempre es la apariencia externa la que desea plasmar el pintor en su lienzo, no siempre se trata de paisajes exteriores. De hecho, casi siempre, lo que Picasso pinta es más fruto de una visión interior que transcripción de una visión sensorial. De estas distinciones se ocupan, en el segundo libro comentado, los artículos de Mª Teresa Ocaña, Valeriano Bozal, Brigitte Léal, Susan Grace Galassi –con una adaptación del texto aparecido en el libro de Brown– y Rosa Vives, que preceden a una selección de imágenes que conforman un catálogo de obras fechadas entre 1917 y 1970 sobre la doble visión de interiores y exteriores, tanto en un sentido metafórico como literal.

Por definición, el paisaje es algo que existe sólo como realidad estética. Así, cuando hablamos de paisajes interiores y paisajes exteriores hablamos en realidad de dos caras de una misma moneda, de una misma posibilidad artística. Hablamos de la pintura como marco –como rectángulo, como ventana, como transición material– en el que se comunican la realidad y la ficción, el exterior y el interior, la mirada del artista y su visión interior. En el caso de Picasso, además, como señala Mª Teresa Ocaña, la fórmula de la pintura-ventana –que tiene en cuenta la tradición albertiana de la pintura como ventana a través de la cual mirar al mundo– sirve también al artista para perpetrar su rebelión contra el carácter plano de la pintura: la rebelión cubista, que es a fin de cuentas un detonante para indagar en la propia esencia de la pintura como forma de relación entre el mundo exterior –apariencia– y el interior –idea–. El tema de la ventana abierta –y no hay que olvidar aquí la referencia a Matisse o Gris– permitiría confrontar esas realidades opuestas: el interior, oscuro y cerrado, centrado por un bodegón, símbolo de la vida intelectual, y el exterior, luminoso, abierto, sensual. En la serie de cuadros dedicados a este tema en 1919 en St. Raphael, Picasso clarifica aún más esta oposición mediante la utilización de estilos diferentes: cubismo para el bodegón del primer plano, clasicismo naturalista para el paisaje –siempre mediterráneo– del fondo. Construcción frente a descripción. Invención frente a tradición. De nuevo, Picasso niega y afirma al mismo tiempo. Muy poco más adelante, incluso, en otros bodegones, las realidades interior y exterior se irán haciendo cada vez más difíciles de separar, con todo lo que ello implica. La mirada interior y la realidad exterior son inseparables. El paisaje interior y el paisaje exterior son una misma cosa. La ruptura y la tradición conviven, y Picasso está dentro y fuera de ambas.

Valeriano Bozal habla en su texto de una fusión –o anulación– similar. Bajo el significativo título de «Hacer del cuerpo un paisaje», Bozal analiza las pinturas de desnudos realizadas por Picasso en los años treinta en Boisgeloup en los que aparece, como figura yacente o dormida, Marie Thérese Walter. Bozal afirma que, aunque Picasso asume la tradición occidental de pinturas de mujeres yacentes ante paisajes, y aunque estas figuras sean realizadas en el marco del surrealismo, tienen una cualidad esencial que las distingue tanto de la una como del otro: no hay el menor atisbo de vida interior, de alma. Todo es exterior, todo es cuerpo: existe sólo para ser visto, como el paisaje. Picasso nos lleva así, de nuevo mediante la contraposición interior-exterior, a una reflexión sobre la oración pictórica, sobre la capacidad del pintor de convertirlo todo en paisaje, en pintura, insinuando que la realidad sólo existe por mandato del pintor.

Si en los retratos-paisajes del cuerpo de Marie Thérese todo es exterior, superficie, apariencia, en los lienzos que retratan el taller de La Californie, nos dice Brigitte Léal, todo es visión interior. En ellos Picasso niega lo que ve y pinta lo que siente. Sabemos que el taller de Picasso hacia 1956 estaba lleno de polvorientas esculturas y cuadros. Por el contrario, Picasso lo muestra como un solemne salón vacío, casi como un santuario. La visión interior niega la realidad exterior, se impone sobre ella. Picasso dice describir pero inventa. Si decía rebelarse frente a la Historia cuando la preservaba, frente a España cuando la añoraba, o frente a París cuando lo dominaba, también niega el alma de sus modelos pintándolas como materia, y pinta el alma de su estudio negando su materialidad física. Siempre entre lo interior y lo exterior, dentro y fuera.

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Ficha técnica

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