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Pedro de Silva: Una semana muy negra

Una semana muy negra

Pedro de Silva

Una semana muy negra, de Pedro de Silva, ha sido publicada por Editorial Losada.

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Durante algún tiempo nuestra novelística ha evitado cuidadosamente los espacios urbanos reconocibles, acaso con la salvedad de Madrid y, desde luego, de Barcelona, considerada por muchos como la cima exclusiva de la modernidad española y, por tanto, la única que podía prestar sus escenarios a los novelistas, sin miedo a ser denostados con adjetivos del tenor de «ese garbancero», con el que todavía se asaetea en algunos pagos al mismísimo Galdós. Por eso sorprende –al menos a mí me ha sorprendido– esta novela de Pedro de Silva en la que, sin encomendarse a Dios ni al diablo, o más bien a este último, dados algunos de los aspectos de la trama, se atreve a situar su historia nada menos que en la ciudad de Gijón que, como todo el mundo sabe, ni siquiera es capital de provincia.

Sin necesidad de acudir a Hegel, a mí me parece que toda ciudad, aparte de su propia fisonomía, posee además un alma que la hace diferente de las otras. Y nadie como el novelista para revelarla, siquiera porque se atreve a fijarla por escrito. Lo ha hecho Joyce con su Dublín natal, por poner el ejemplo más universal, pero también Clarín con Oviedo, su Vetusta de la ficción, o el mismo Marsé con Barcelona o, en distinta medida, Mendoza. Nuestras ciudades, incluidas las aparentemente más anodinas, presentan importantes variaciones de carácter y de estilo. Las hay, por ejemplo, como Mondoñedo o Segorbe, como Orihuela o Astorga, que no son capitales de provincia pero son sede episcopal y son reducidas y coquetas –de una coquetería especial y muy pulcra–, con una fragancia a planchado y a armarios roperos que el visitante percibe nada más posar en ellas sus pies. Hay otras, más singulares todavía, que tampoco son capitales de provincia y que parecen abandonadas de la mano de Dios, vueltas, por un costado, enteramente hacia sí mismas, abiertas, sin embargo, al universo por el otro, como una herida sin cicatrizar, tan complacientes como insatisfechas, que parecen repúblicas soñadas y que son cinturones industriales de sí mismas, pues son en esencia un cinturón industrial; ahí figurarían, entre otras, Cartagena, Vigo, Gijón…

Y tiene Gijón ahora mismo una doble seducción o un doble misterio, al ser sede de la Semana Negra, una convocatoria que acoge los primeros días de julio de cada año a cerca de un millón de visitantes, un acontecimiento que ya empieza a asombrar fuera de España y que sólo por nuestro modo de ser no ha empezado a asombrarnos a nosotros mismos. Naturalmente que no es oro todo lo que reluce, porque, si bien el pretexto y la convocatoria son de índole cultural, pues se presenta como una reunión de novelistas de género, lo que allí se produce es una simbiosis muy peculiar entre la población de acogida y el evento, de modo que ya hoy la Semana Negra es un fenómeno de masas tan definidor de su ciudad como los sanfermines pueden serlo de Pamplona o las fallas de Valencia. Y aquí viene a cuento lo que decíamos antes del alma de la ciudad, porque acaso la de Gijón se revele precisamente en esos días o, dicho de otra manera, acaso sea la Semana el instrumento que Gijón esperaba para revelarnos su alma.

Así las cosas, se entenderá mejor el atrevimiento de Pedro de Silva al elegir los materiales de su novela. Bien es verdad que, como sabemos quienes nos dedicamos a esto, suele ocurrir lo contrario: que sean los materiales los que elijan al novelista. Y no sería de extrañar que Gijón se le haya impuesto a De Silva precisamente en la que es ahora su manifestación más sorprendente, ya que durante los diez días (primera transgresión) que se prolonga la Semana, su presencia llega a ser agobiante y obsesiva.

Clarín y Pérez de Ayala, los grandes autores asturianos que instalaron a su región en la gran literatura, se tomaron alguna distancia y nombraron a Oviedo como Vetusta y Pilares respectivamente. Una cautela más legal que poética, porque ambos eran conscientes de que, según lo enunciado con acierto años después por el portugués Torga, «lo universal es lo local sin fronteras». Algo que desde Almeida Garret parecía resuelto en Portugal y que dejó, sin embargo, de estar bien visto en España, en la España del inicio de la transición sobre todo, donde por lo mismo que una bandera nacional había de ser signo de fascismo, una novela enraizada habría de tildarse de costumbrista o retrógrada. De ahí los excesos ridículos de algunas de nuestras novelas de entonces, tan cosmopolitas ellas, cuya acción parecía un asunto extraterritorial, con los nombres de protagonistas propios del guión de una película de Hollywood, un Hollywood, por cierto, al que con bastante sorna, denomina De Silva en la novela que comentamos el intelectual colectivo.

El Gijón que novela De Silva está caracterizado, creo yo que con clara exageración salvo en lo puramente geográfico, como una de las ciudades más marítimas del universo. Por eso mismo, la puerta de entrada a la novela es marítima, en un capítulo inicial posiblemente prescindible, al ser el único en el que el autor no se oculta, algo de lo que tanto se resiente la novela moderna, bien es verdad que, por ser el primero, se le asigna la función de ese golpe de diapasón que luego rige el tono de la narración, tan agradablemente pausado siempre, a pesar de los apretones de la intriga.

Y por ahí empieza a adentrarse la novela en el meollo de la ciudad, con caracterizaciones que en principio no la diferencian de otros muchas. Su protagonista, Darío Cabezón –inadecuado apellido por la inevitable carga despectiva que conlleva y que, sin embargo, la novela no quiere–, describe la vida en ella como agobiante, con olor a cerrado, aunque el mar esté al lado aporreando la puerta día y noche, restregando el cuerpo por los muros… Pero el viejo cogollo seguiría igual que siempre, celoso y receloso de todo, con cada papel bien repartido, incluido el del intruso y el libertino. Bien, pues eso es lo que precisamente pasa, que un intruso llega, un hombre con una misión, porque la novela es policíaca, de género o, mejor dicho, negra, y en su base se ciñe a las normas que el género impone. Hay misterio o intriga, pero no demasiada o al menos no demasiado subrayada, porque el énfasis no va por ahí, sino por muy otros derroteros que tienen, sin duda, mucho que ver con la biografía intelectual y política del autor. Lo que nos importa es, pues, la mirada del narrador. Ya se sabe que un escritor es su mirada y la de Silva está en sazón.

A la hora de caracterizar a un personaje, dice, por ejemplo, que tenía «aspecto de haber leído algún libro, o de estar casado con una mujer que los leía». Particularmente felices resultan sus descripciones del día a día en la Semana: «Lo más notable de la gente era su cantidad». Un lugar en el que «un agente secreto de cualquier sitio pasaría desapercibido. Todos juegan a parecer criminales». El público que se pasea delante de las casetas es visto así: «la riada humana era un circuito cerrado. Ahora bien, estaban vivos y bien vivos porque masticaban sin cesar». O así: «La mayoría observaba los libros con recelo y prevención, desde un par de metros o más, no fueran a atacar…».

En ese insólito mercadillo gigantesco que es la Semana, una ciudad dentro de la ciudad, según De Silva, se sitúa una trama que crece como sin querer hasta llegar a un descubrimiento que no es el de un crimen ni el de un misterio, sino, como ya hemos dicho, el de una ciudad, capital residual de las izquierdas residuales del mundo, valentona e ingenua, comprometida y desenfadada a partes iguales. Personaje clave de la novela es Tolivia, el director de la Semana. No aparece nunca, salvo en el epílogo cuando todos los misterios ya han sido resueltos. Posee los dones de la ubicuidad y de la evanescencia, porque estando siempre –al menos así figura en las fotos que se publican cada día en el diario A Quemarropa–, en realidad nunca está. Su función es la misma que la del Kurt de la tan celebrada El corazón de las tinieblas de Conrad.

La novela es la historia de su búsqueda. Tolivia, un hispano-mexicano, es hombre muy relacionado en medios internacionales tanto culturales como políticos. A Darío, escritor oriundo de Gijón como el mismo Tolivia, pero que vive en Madrid desde hace años, le encarga el Cesid una misión: salvaguardar la vida de aquél. Se teme un atentado contra su vida o un secuestro. Según se nos dice, Tolivia es hombre clave para conseguir la paz en México entre los zapatistas y el gobierno, lo que contraria a la izquierda más radical, que desea la continuación del enfrentamiento y también a algunos empresarios de los Estados Unidos, que desean boicotear al acuerdo de libre comercio entre los dos países norteamericanos para seguir disfrutando de la mano de obra ilegal mexicana. Pero en el Cesid se teme también que agentes castristas traten de eliminar a Tolivia porque está preparando un manifiesto contra Castro. Y andan también por la Semana ciertos grupos saharahuis que desean la ayuda gubernamental española contra Marruecos y algunos escritores satanistas que cada año requieren de un sacrificio de sangre para dar remate a la Semana.

Así pues, elementos no le faltan a la trama. Incluso a través de uno de los personajes de dilatada ejecutoria en los servicios secretos españoles sabemos que los americanos estuvieron detrás del asesinato de Carrero y también que durante el 23-F las alternativas que vivió sucesivamente el rey Juan Carlos fueron las de ser el títere de un espadón primorriverista, convertirse en un símbolo de la España democrática en el exilio o, incluso ya con las luces del alba, en un plato regio para gusanos. La mezcla de asuntos es, como se ve, tan compleja que sorprende la aparente sencillez con que llega esa información. Hay incluso espacio para el amor, un amor poco convencional, torturado e intransitivo. Darío, que ha huido de su ciudad en el pasado, se ha llevado consigo el recuerdo imperecedero de Melba, su amor ideal, encerrada en el cráneo como en una maleta. De Melba disfruta a solas, casi cada día o más bien casi cada noche. La expectativa del reencuentro se halla naturalmente presente. Darío mismo piensa que será una buena experiencia poder engañar a su diosa, a su idealizado recuerdo, con su realidad terrenal que imagina ya un tanto desvencijada. Ese encuentro se produce, pero no es éste el lugar de contarlo.

Hay un segundo elemento amoroso, una tal Fani, que se manifiesta siempre como una voz telefónica, como si fuera una línea erótica, en claro contraste con la idealización del otro amor, y esa parece ser la función que cumple, hasta que también la vemos integrada en la trama, si bien sólo tangencialmente, a través del escritor Ataúlfo Landa, uno de los practicantes de la magia negra que intervienen en la Semana.

Una escritura sosegada y cadenciosa, con una sutil carga de pensamiento que no la lastra, sino que, como el gas que penetra en el globo, la eleva, contribuye a la feliz combinación de elementos tan dispares. De Silva ha sabido construir un mundo complejo y coherente que responde siempre a sus propias leyes. Quiero decir que lo que en el referente puede resultar inverosímil –algo que parece preocupar a De Silva por boca de Darío– se presenta como natural y creíble en el texto.

Y aquí volvemos a lo que decíamos más arriba. Ignoro lo que motivó esta novela. Tal vez De Silva pensó en una gran broma a costa del director de la Semana Negra, este Pepe Ángel Tolivia, o PAT, claro trasunto del conocido Paco Ignacio Taibo o PIT II, pero lo que acabó haciendo fue una novela que se erige en documento inevitable para acercarse al ser de su ciudad, acaso también porque la Semana Negra es la bocina a través de la que mejor resuena el alma de Gijón. Lo que va bastante más allá de aquella primera impresión del protagonista recién regresado que denuncia el entorno agobiante –«como ocurre en todas las prisiones», llega a decir–, un lugar común en cualquier ciudad relativamente pequeña. Luego, ya muy avanzada la novela, De Silva escribe: «Gijón es uno de los últimos reductos que quedan en España, como un oso solitario, de los que todavía andan perdidos por los montes. Un animal en peligro de extinción […]. Es una patología de toda una generación. Toda una generación se sintió revolucionaria. El epicentro fue el 68, pero vienen de antes. Romper con todo. Cambiar la vida. Una expresión colectiva de vitalidad. Un estallido cósmico».

Es como si De Silva hubiera removido los rescoldos todavía calientes de aquel Gijón que cantara César Vallejo en su homenaje a la España resistente del 36: «Varios días, Gijón; / muchos días, Gijón; / mucho tiempo, Gijón; / mucha tierra, Gijón; / mucho hombre, Gijón; / y mucho dios, Gijón, / muchísimas Españas ¡ay! Gijón».

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