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Mientras cunde el entusiasmo ante la expansión universal de Internet, hablar del ocaso del libro no parece de buen gusto y hasta se considera gratuitamente apocalíptico. Las tecnologías emergentes de la información y la comunicación no eliminarán el libro, se asegura de modo categórico, porque se trata, simplemente, de nuevos soportes que vienen a enriquecer aún más la panoplia de la cultura humana. Todo lo contrario, se afirma: a través de Internet se ofrecen los repertorios libreros más ricos y diversos que un buen lector pueda soñar, e innumerables posibilidades de acceder a las mejores bibliotecas del mundo. Mas el problema no es tanto de facilidades de acceso a los libros cuanto de futuros lectores. Cualquiera que conozca la realidad sabe que las recientes generaciones no estiman la lectura de libros como una actividad que merezca la pena. No puede considerarse reprobable pesimismo señalar que nuestros escolares, acostumbrados al entretenimiento televisivo, los efectos especiales de carácter audiovisual y los juegos de ordenador, están mucho más lejos de la lectura como divertimento de lo que lo estuvieron las generaciones precedentes. La incipiente televisión del franquismo, controlada férreamente por el gobierno, no hubiera podido imaginarse que llegaríamos a alcanzar la Liga de las Estrellas y el Gran Hermano. El problema de la televisión, por encima de esa condición que se le achaca de vertedero de banalidades y fomento de una imaginación de baja estofa, está en su efecto conformante de un espectador inerte y cautivo. El joven adicto a la tele acaba adquiriendo una actitud de pasividad muy nociva para su enfrentamiento con el proceso de lectura. Si los políticos que apoyan la difusión del soporte Internet con entusiasmo de cruzados apoyaran con una cuarta parte de fe el fomento del soporte libro y la implantación de la lectura en la formación de los ciudadanos, la revolución tecnológica que emerge arrolladora no sería tan peligrosa para la palabra escrita en forma de libro, que es la base de nuestra cultura. Y es que no se trata solo de un problema de soportes, sino, sobre todo, de un problema de discursos. La complejidad y densidad del discurso de las palabras escritas, característica fundamental del libro, requiere el ejercicio activo de un proceso de reflexión y una especial generosidad psicológica en el empleo del tiempo, tras un aprendizaje de cuya impartición ya nadie parece responsabilizarse seriamente. Claro que debe ser bienvenido cualquier nuevo soporte técnico que permita la mejor comunicación humana y sea capaz de transportar con rapidez toda clase de informaciones al mayor número de lugares del mundo, pero a la hora de enfrentarse a esos nuevos soportes, hay que preguntarse si la disposición mental que la cultura de la tele ha inducido es compatible con el discurso que contienen los libros, y si la actitud sociocultural ante esos nuevos soportes va a tener flexibilidad y sensibilidad para seguir aproximándose también a los libros impresos con la atención y el ritmo que su contenido precisa. Pues hay que insistir en que, aunque el ocaso del libro no se presente a corto plazo, el discurso conceptual complejo que el libro contiene corre peligro de tener cada vez un uso más restringido. Sin embargo, para la comunicación por Internet seguimos utilizando el código lingüístico –aunque es evidente la tendencia a la brevedad casi telegráfica de los textos–, y sería absurdo no aprovechar Internet como vehículo para la edición y distribución de textos literarios. Sin duda es muy saludable que la Red –que en la mayor parte de su contenido tiene tendencia a convertirse en gigantesco catálogo comercial– sirva de cauce a la expresión literaria, mostrando el sentido y la vigencia de las ficciones escritas. Por otra parte, las palabras fluyen por la Red con más rapidez y naturalidad que las imágenes. No obstante, es de suponer que la peculiaridad del soporte, y esa actitud que la relación con la pantalla televisiva ha creado en los jóvenes usuarios, condicionen, así en su tamaño como en su forma, las características de este tipo de literatura, al menos en tres aspectos: los asuntos y temas, la propia estructura del texto, y el lenguaje a utilizar. No es fácil imaginar que, por ahora, alguien pueda poner en la Red una ficción larga con capítulos extensos, ni un mundo novelesco en la compleja tradición del género. Por eso merece especial atención el hecho de que, cuando es reciente todavía la noticia de una novela breve de Stephen King que fue difundida y comercializada a través de Internet, alcanzando en el mundo la venta simultánea de casi medio millón de ejemplares, Fernando Arrabal, entre nosotros, incorpore su última novela, «Pateando paraísos –Sex and boots behind bars–», a la modalidad de los llamados libros electrónicos. Hay que señalar que, así en el tema de la ficción como en la estructura del texto y en el lenguaje que lo desarrolla, Arrabal parece haber buscado una manera especial de aproximarse al nuevo mundo expresivo en que su novela se iba a mover. Para empezar, el asunto tiene aspecto de estar dirigido a despertar interés en esa mayoría de jóvenes que se supone principal usuaria de la Red. El protagonista se define como «un joven salvaje tan frágil como seductor», en la carpetilla del disquete de 3,5 que contiene la novela. Tal joven, precocísimo heroinómano, ejerce de «puto de tíos» desde los dieciocho años y luego de traficante de droga, y la novela cuenta su vida a través de diversos trabajos, viajes y aventuras: su relación con amigos y compañeros, el paso por un centro de desintoxicación y un hospital psiquiátrico, y varias detenciones. En la narración de sus aventuras se describen, además de una madre cruel, hipócrita, rijosa y ministra, guardias civiles drogadictos, monjas y enfermeros masturbadores, tutores pervertidos, policías sádicos, una atroz fauna humana que rodea el encarnizado hundimiento del protagonista. Al fin, en prisión, el joven drogadicto conocerá al Canas, que resulta ser hijo de escultor y comadrona y que, mediante apacibles conversaciones, que son homenajes explícitos a los diálogos socráticos, hará despertar en él la inquietud de la reflexión filosófica a propósito del alma y del amor. Por otro lado, la estructura de la novela se ajusta al discurso conciso y fragmentario que parece exigir el soporte: no es demasiado extensa –un total de 134 páginas de generoso cuerpo de letra, en las que se incluyen lo que pudiéramos llamar las de créditos y cortesía– y está dividida en 63 partes, o capítulos, lo que hace que cada parte, en su extensión, resulte adecuada para una lectura rápida. Aunque no sea recomendable hacerlo, la novela podría ir leyéndose en el monitor sin demasiada fatiga, gracias a los numerosos descansos que el autor nos concede, por esa articulación del texto en breves fracciones, que forman parte de una comunicación epistolar del protagonista a un anónimo interlocutor –¿quizá se trata de correo electrónico?– y añaden, en su utilización de la primera persona, otro factor de identificación para el posible joven lector. Por último, el lenguaje que sirve de vehículo a la novela obedece a los mismos criterios de adaptación al medio, aunque Arrabal no haya traicionado su estilo habitual. La brevedad del discurso parece obligar al texto a determinada forma de expresividad, y ya desde el arranque de la novela se apuesta decididamente en esa dirección: «En la Cruz del Cura hay una banda de superquinquis dispuestos a quitarle el pellejo a su madre y mearle en la raja en el funeral». Si el lector piensa que se trata de una novela con los parámetros estéticos de la llamada Generación X, enseguida saldrá de su error, pues Arrabal ha utilizado un lenguaje mestizo de jergas y neologismos, y sobre todo una vehemencia verbal provocativa, que pueda animar a sus lectores a seguir leyendo:… «cuando al cabo se le subía el ajume a la cabeza, se volvía gimoteón y chupanabos.» Un tipo se define como «pedorro, pichabrava, caníbal y comepulpos». «La criada olía a chota y le sonaba la bisagra cantidad, pero mamaba como un tren.» Habla de un personaje como de un «tío cagón, capullo, berzas, chipichusco y merdellón.» Una conocida del protagonista … «siempre andaba con las catalinas al aire y el estroncio dispuesto.» Otra …«me mamaba el pitorro, las pajaritas o el polisón, mientras él le lamía la cremallera.» «No era ni una cualquiera, ni una pelleja, ni un pingo, ni una putiplista, ni una putanga de quinqui guarra, ni el pendón guardapolvos, ni la pelandusca de picadero.» Un descubrimiento que cambió la vida del protagonista fue la visión de su madre …«con su chanel remangado hasta el ombligo dejándose meter cuero». A veces, explica ciertas particularidades de un personaje de forma parecida a ésta: … «pero como encima era exhibiciochocho, le calentaba mostrarle la seta y las telefónicas al pueblo.» En su novela, Arrabal ha conjugado no solo los tres aspectos aludidos –un tema con supuestas posibilidades de amplia difusión, una estructura fragmentaria, sincopada, y un lenguaje con mucha pirotecnia verbal– sino también su particular revisión de la tradición picaresca y la filosofía platónica. Sin embargo, acaso el soporte no haya estimulado al autor todo lo preciso para el logro feliz de su experimento. La síntesis descriptiva contribuye al ritmo rápido del texto, pero sustituye cualquier forma de análisis, y la ficción resultante, pese a conseguir un tono de «esperpento virtual», queda en exceso esquemática, sin que ni lo vertiginoso de las peripecias ni lo exuberante del lenguaje se acomoden a la verosimilitud narrativa todo lo necesario para construir un sólido mundo novelesco. Acaso esto sea un peligro de las aludidas restricciones de ritmo y de fragmento que parece acarrear el medio. Por eso el ejemplo no es suficiente para aventurar lo que puede ser la materia literaria de los «libros electrónicos», y solo la sucesiva lectura de textos de este género, por parte de autores menos reputados que Arrabal o Stephen King, podrá permitirnos saber si, en efecto, la literatura en Internet va a producir ficciones que, al lado de la brevedad y concisión que parecen requerirse, puedan ofrecer un lenguaje en que prevalezca lo expresivo y que, además, contengan la irrenunciable palpitación de vida imaginaria que debe corresponder al género. Lo que puede producir perplejidad es que un producto así se llame «libro», por mucho que el adjetivo «electrónico» pretenda matizar la definición. Pues, de no hacerlo en la pantalla, o en uno de esos monitores que la tecnología anuncia como libros simulados, hay que leer la novela de Arrabal en un montón de folios sueltos tamaño Din A4, estampados por medio de una impresora, con la inoportuna sensación de estar hojeando un borrador, un texto al que le falta un tratamiento mínimo por parte de un editor profesional. Un lector maduro no puede olvidar esos cinco siglos de sucesivo perfeccionamiento técnico que acarrea el objeto libro. Tras un libro hay, además de una antigua tradición editorial, el esfuerzo concreto de un equipo que ha ido trabajando con el texto no sólo para corregir las erratas, sino para ajustar la escritura impresa de manera que cada página presente la forma más bella y más gustosa para el lector. Todo ello lleva consigo una serie de labores invisibles y desconocidas, pero que hacen que el texto pueda ofrecerse en toda su calidad. Desde tal perspectiva, el montón de folios en que viene a corporeizarse «Pateando paraísos» no dejará de producir extrañeza en un lector que se considere refinado. Pueden achacarse a los duendes de la imprenta –en el universo electrónico acaso sean aliens-las numerosas erratas, pero los defectos de mera ordenación del texto que tanto afean materialmente las páginas impresas obedecen, simplemente, a lo que no puede juzgarse de otro modo que como falta de profesionalidad editorial, imprescindible a estas alturas de la historia de la cultura escrita, y más si viene servida por ordenador. Acaso los citados aliens electrónicos sean los responsables de cierta palabreja que se repite, en que el nombre o el vocablo tere ha sido sustituido por el nombre de Aurorita. Así, lo que debiera ser «interesa» queda en «inAuroritasa», o la referencia a la Madre Teresa se disfraza tras una «Madre Auroritasa.» Se habla de una «Auroritasiana» que pudiera ser una teresiana. Podría objetarse que todo eso ha sido buscado por el propio autor, para introducir un punto más de delirio en el lenguaje alucinado del protagonista, pero la irregularidad con que se presenta la impresión del texto hace sospechar en otro descuido editorial. Desde el aprecio al decoro de la letra impresa, y dejando aparte el trabajo novelesco de Fernando Arrabal, coherente en lo formal con el resto de su obra, este texto no se puede ofrecer como una conquista ni como un paso adelante, sino como una muestra de una labor editorial técnicamente poco meditada y elaborada. Hay que esperar que no sean esos los signos aurorales –¿Auroritales?– de la revolución literaria electrónica.

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