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Pasado y presente del liberalismo

LIBERALES. COMPROMISO CÍVICO CON LA VIRTUD

José María Lassalle

Debate, Barcelona

414 pp. 20,90 €

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El pensamiento republicano ha sido históricamente el gran adversario teórico e ideológico del liberalismo. Eso aseguran los historiadores de las ideas políticas que, siguiendo el camino que John G. Pocock desbrozó hace ya cuatro décadas con su monumental The Machiavellian Moment, han reconstruido la tradición del republicanismo clásico. Desde este lado del campo, la historia de ambas tradiciones, la liberal de los derechos individuales y la republicana de las virtudes cívicas, se presenta como la de dos discursos rivales e incluso irreconciliables. Pero José María Lassalle, que escribe desde el otro lado –el liberal–, nos ofrece ahora una historia muy distinta del primer liberalismo –cuyos hitos serían las figuras de John Locke, Adam Smith y Edmund Burke– y de las estrechas relaciones que durante los siglos XVII y XVIII, tanto en Gran Bretaña como en Francia y los Estados Unidos de América, mantuvieron las ideas liberales y la tradición republicana.

Lassalle deplora que algunos liberales hayan intentado hacer del liberalismo un pensamiento exclusivamente económico, pero critica también a «cierta izquierda académica» y a una «intelectualidad postmarxista» que, movidas por intereses ideológicos, habrían pervertido «fraudulentamente al republicanismo y al liberalismo», al hacer de ambos «lo que no eran» (pp. 358-359). Y, para devolver las aguas a su cauce, desarrolla tres tesis en su estudio historiográfico: una, que, como han sostenido otros autores, el liberalismo es genealógicamente republicano; dos, que no hubo antagonismo ni contradicción entre esas dos corrientes intelectuales y políticas; y tres, que el liberalismo siguió siendo un «pensamiento republicano» hasta que, contaminado por las doctrinas del laissez faire y el hedonismo utilitarista, primero, y por una tendencia neoliberal y libertaria, después, fue olvidando paulatinamente sus orígenes. Con estas tres premisas, Lassalle concluye que la tarea primordial del liberalismo contemporáneo es la de redescubrir sus raíces, la de ser nuevamente aquel «liberalismo primigenio» que construyó «su teoría de los derechos, del gobierno y de la creación de la prosperidad» apelando a los principios republicanos de «la virtud y el deber» (p. 365).

Hay en esta argumentación, no obstante la aparente solidez circular del retorno liberal a la pureza de sus orígenes, una contradicción fundamental. La definición del liberalismo de los siglos XVII y XVIII como un «pensamiento republicano» depende del grado en que las ideas liberales, nacidas en la Inglaterra del XVII de la mano de Locke, mantuviesen a lo largo del tiempo el discurso de la virtud que, siguiendo la reconstrucción de Pocock y otros autores, el republicanismo inglés recibió del humanismo cívico florentino a través de Maquiavelo. Sin embargo, ya en la primera página del volumen, Lassalle sostiene que, con el deseo de proteger la conciencia y la libertad individual frente al despotismo político y religioso, el recién nacido liberalismo «transformó los ideales de virtud esgrimidos por el humanismo cívico» con «una narración política revolucionaria basada en los derechos naturales y el gobierno limitado». El pensamiento liberal, por tanto, defendió desde sus orígenes unos ideales de virtud que ya no eran exactamente los del republicanismo clásico, y el carácter «revolucionario» de las nuevas ideas –en el que se insiste con frecuencia– sugiere que la transformación fue ciertamente profunda. Más aún, a esa reformulación inicial siguieron otras, no menos revolucionarias, en opinión de Lassalle, quien afirma (pp. 249-250) que la Ilustración escocesa hizo que la idea republicana de virtud «mutase una vez más», adquiriendo un carácter «sentimental», y que la «gran hazaña» de Adam Smith fue la de transformar definitivamente las «raíces republicanas del liberalismo» (p. 259). ¿Qué quedaba a esas alturas de la virtud clásica? No parece que gran cosa, si tenemos en cuenta que el alcance y el significado del concepto de virtud cambió sustancialmente con las sucesivas reformulaciones de que habla Lassalle, por lo que resulta muy difícil concluir (p. 361) que «el siglo XVIII no hizo desaparecer la virtud republicana del discurso liberal, tal y como han sostenido Pocock y sus seguidores». Pero volvamos, por ahora, a las raíces.
 

Liberales traza en sus primeros capítulos una bien documentada línea genealógica que muestra, en efecto, la influencia que el pensamiento de los republicanos y puritanos antiabsolutistas de la Inglaterra del siglo XVII (los levellers Overton y Lilburne, Harrington, Milton, Sidney…) ejerció sobre John Locke, que, con el segundo de sus Two Treatises on Government, proporcionó al liberalismo su texto fundacional. Locke fundamenta la igualdad y la libertad de todos los hombres (y no solo de los ingleses) en el derecho natural de propiedad que cada cual tiene sobre su conciencia y su persona, un derecho absoluto cuya naturaleza moral Lassalle subraya con tanta insistencia como acierto. El carácter «virtuoso» de su liberalismo –porque así se define al pensamiento lockeano– descansaría en una estructura de deberes, previos a cualesquiera derechos naturales y civiles, que prohíben al individuo perjudicar a otros en su salud, sus vidas, libertad o posesiones, pero que, conforme a la ley natural de la razón, le obligan también a refrenar sus pasiones y a cultivar su excelencia moral.

Ahora bien, al margen de que difícilmente cabe concebir unos deberes previos a sus correlativos derechos, puesto que a nada puede obligarnos algo que ni siquiera poseemos previamente, las virtudes lockeanas son deberes morales de índole privada, atributos del individuo y no del ciudadano, que han de contrarrestar vicios también privados (egoísmo, ambición, pereza, vanidad…) y sólo de manera muy indirecta, colateralmente, tienen proyección en la esfera de la participación política, que es el locus clásico de la virtud republicana. El individuo lockeano, lejos de considerar la dedicación a la cosa pública como suprema expresión de la vida buena, persigue una organización política que le permita el libre y pacífico desarrollo de todas sus facultades, por sus propios medios y siguiendo su propio criterio, sin temor a las arbitrariedades de un gobierno cuyo único fin ha de ser, precisamente, el de salvaguardar sus derechos inalienables. Y, aunque se lo califique de «virtuoso», el individualismo de Locke conserva muy poco de aquella robusta virtud cívica que James Harrington vindicaba en su Oceana, una virtud que, como admite el propio Lassalle citando a Pocock (p. 46), era la del zoon politikon de la tradición del humanismo cívico florentino, la del ciudadano libre y en armas que ejerce su libertad y expresa la esencia de su identidad entregándose al gobierno de la república.

Lord Molesworth y los old whigs, los firmantes de las Cato’s Letters, Bolingbroke, los escoceses Ferguson, Hutcheson, Hume y Smith, Montesquieu, Turgot, Condorcet, John Adams y Jefferson, Edmund Burke: Lassalle pasa revista en su exhaustivo relato al pensamiento y la actividad política de todos estos autores, a quienes define genéricamente como liberales a pesar de sus notorias diferencias doctrinales, y en todos encuentra, porque sin duda los hay, rastros de la tradición republicana. Pero restringir las posibilidades despóticas del discurso de la virtud al republicanismo de Rousseau (p. 255) soslaya el problema –que fue un problema real, teórico e institucional, en Gran Bretaña y en Norteamérica–, de la conciliación entre la garantía de la libertad individual y las exigencias del comportamiento virtuoso. Cuando el norteamericano James Otis escribía, en plena revolución de 1776, que «los únicos principios de conducta pública dignos de un caballero o de cualquier hombre son sacrificar sus propiedades, comodidades, salud, reconocimiento e incluso vida, a las sagradas demandas de su país», y que estos sentimientos «hacen en la vida privada al buen ciudadano y en la vida pública al patriota y al héroe», no andará muy lejos de la virtud que Rousseau ensalzaba como piedra angular de su implacable religión civil. Aquí encontramos una rígida moral cívica que no admite objeciones, la total subordinación a los imperativos de la comunidad, la disolución de las fronteras entre lo público y lo privado, la incondicional negación del interés particular bien entendido. Apenas queda, si es que lo hay, espacio para el individuo, y, sin embargo, Lassalle atribuye estas palabras (p. 310) al «espíritu liberal» de la «joven república» de los Estados Unidos.

Pero con la volonté générale rousseauniana, que, al negar la posibilidad de que los suscriptores del contrato social conservasen derecho alguno, aplasta al individuo en nombre de la colectividad y lo «fuerza» a ser libre, es la virtud republicana la que cierra su propio círculo. El genuino «espíritu liberal», por tanto, no estaba en esos «sentimientos virtuosos» que, muy comprensiblemente, dadas las circunstancias, ardían en el corazón de Otis y los demás patriotas norteamericanos, sino en la protección que los derechos inalienables del individuo encontraron, por primera vez en la historia, en el gobierno representativo y su arquitectura limitadora y controladora del poder político.

Tras su primera y decisiva reformulación, debida al iusnaturalismo racionalista de Locke, la virtud republicana vio poco a poco pulidas sus aristas más afiladas, perdiendo su sustancia política y -moralizándose todavía más, con el «individualismo benevolente» de Hutcheson y la «simpatía» que, de acuerdo con Adam Smith, regía los sentimientos morales de su «espectador imparcial». Por aquel entonces, a finales del siglo XVIII, el debate entre la virtud y el comercio había demostrado que la moderna libertad, que nada tenía ya que ver con la libertad de los antiguos ensalzada por la tradición republicana, exigía nuevas condiciones materiales, morales y políticas para medrar. De ahí que, cuando menos, parezca excesivo afirmar que «no hubo apenas diferencias» «entre el republicanismo romano-florentino y el liberalismo que se desarrolló en Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos», porque todos ellos persiguieron regímenes políticos que preservasen «la libertad de los ciudadanos» (p. 359). Benjamin Constant –de quien, lamentablemente, no se ocupa Lassalle– comprendió los cambios que se produjeron a lo largo del siglo XVIII y las necesidades que traían consigo en su célebre conferencia de 1819, cuando, sin dejar de advertir que renunciar a los deberes políticos era como construir una casa sin cimientos sobre la arena, porque el precio de la libertad de los modernos era la vigilancia permanente del gobierno, abogó por que la autoridad se mantuviese escrupulosamente confinada en sus límites –muy estrechos, por lo demás– para que cada individuo pudiese buscar libremente su propia felicidad y su propio bien.

Parece claro que el liberalismo necesita hoy rearmarse moralmente, reivindicar algo más que el mercado neutral que reclamaba Adam Smith, y, como prueba este estudio, la tradición liberal, que cuenta entre sus autores a no pocos filósofos morales, tiene sobrados recursos para acometer tal empresa. Ese rearme moral, empero, debe apoyarse en las libertades individuales y en su ejercicio responsable, no en la virtud cívica de los republicanos, pasados o presentes, ni tampoco, por cierto, en la asunción de algunos de sus postulados. La recuperación de la política burkeana de la ejemplaridad constituye una valiosa aportación al «compromiso cívico» de los liberales, pero afirmar (p. 166) que el liberalismo de Locke recuerda al de Rawls, quien, al cabo, defiende un intervencionismo redistribuidor, o que la propiedad lockeana está «adscrita a un fin social» (p. 168), porque los derechos económicos del individuo están, en términos conceptuales, subordinados a sus obligaciones, es forzar los argumentos. Así, el liberalismo podrá parecer más simpático (ahora sin connotaciones morales) a algunos de sus críticos, pero será, también, menos liberal.

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