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París era una fiesta

Historia del estructuralismo

FRANÇOIS DOSSE

Akal, Madrid

Trad. de María del Mar Linares

983 págs. (2 vols.)

55 €

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Es difícil de creer. Que una historia del estructuralismo en dos gruesos volúmenes sea, además de rigurosamente informativa, notablemente amena y de lectura amable parece algo increíble. Pero es así. Sin duda, uno de los mayores aciertos del autor es el procedimiento seguido, que no solamente consiste en poner en juego su conocimiento de la materia y en exhumar la voluminosa y complejísima bibliografía primaria, sino en presentar al mismo tiempo el resultado de un elevado número de entrevistas realizadas a los protagonistas del fenómeno; ello contribuye a dar a esta obra la factura de una reconstrucción del ambiente de la época, que hace que lo narrado en sus páginas no se perciba sólo como una sucesión de propuestas intelectuales, filosóficas o científicas articuladas por embrollados hilos comunes, sino también como un genuino fragmento de historia viva del saber contemporáneo, que va mucho más allá del simple archivo de las teorías y los discursos. Y es que, sean cuales sean las relaciones que cada cual mantenga con el estructuralismo –porque lo que no cabe a estas alturas es ignorar el acontecimiento–, el momento de su despliegue en Francia es, por muchos motivos, una época digna de ser recordada. Entre otras aportaciones documentales, François Dosse incluye cifras de las tiradas de algunas de las obras principales de esta corriente de pensamiento: los Escritos de Lacan, que ya habían vendido 5.000 ejemplares cuando aparecieron las primeras recensiones periodísticas, alcanza en la edición de bolsillo un total de 159.000 ejemplares (entre los dos volúmenes); Las palabras y las cosas, de Foucault, vendió 20.000 ejemplares el año de su aparición (1966), y llegaba hasta los 103.000 en 1987; una obra de historiador como el Montaillou de Emmanuel Le Roy Laduire vendió 300.000 ejemplares; la tirada inicial de la edición de bolsillo de un libro de tan atractivo título como Religión, economía y fetichismo en las sociedades sin tradición escrita fue de 10.000 ejemplares (ya había vendido casi 5.000 en tapa dura), y la Respuesta a JohnLewis de Althusser o El estructuralismo en lingüística de Oswald Ducrot alcanzaron los 25.000 ejemplares en la época de su salida. Otros casos espectaculares son Tristes Trópicos, de LéviStrauss, Crítica y verdad de Roland Barthes o El Anti-Edipo, de Deleuze y Guattari. Y conste que no se trata en ningún caso de libros de simple divulgación, sino en la mayoría de ellos de auténticas obras de creación teórica o de innovación científica. No es cosa de medir a los autores en cifras, desde luego, pero si, después de esto, echamos un vistazo a las actuales listas de los libros más vendidos del género «no ficción», casi no queda más remedio que sentir nostalgia por un tiempo en el cual existía una genuina conexión entre la universidad y la sociedad, y no precisamente del tipo de la que ahora exigen los empresarios de la «sociedad (anónima) del conocimiento» o de la que demandan los estudiantes angustiados por el fantasma del desempleo. Muchos factores, sin duda, contribuyeron a este clima: sociológicos (acababa de llegar a la universidad una generación de hijos de trabajadores que habían estado durante siglos privados de acceso a la educación superior), demográficos (los hijos del Estado del bienestar cumplieron veinte años en 1965), económicos y políticos (Mayo del 68 estaba a punto de estallar), pero ello no evita la fascinación que produce en el lector de esta hora de indigencia cultural aquel entusiasmo por el pensamiento.

En un recorrido minuciosamente diseñado, el trabajo de Dosse distingue dos grandes períodos: el de la formación del paradigma (1945-1966), en el cual la etiqueta «estructuralismo» recubre proyectos muy diversos, pero atrae como un imán a casi todos los estudiosos e investigadores con afán de innovación; y el de la dispersión (a partir de 1967), en el cual casi todos los grandes maestros que en algún momento se habían reunido en torno a la palabra mágica –a excepción de Lévi-Strauss, que siempre se resistió a las extensiones especulativas del estructuralismo y se mantuvo en su consideración metodológica– acabarían por rechazar su pertenencia al movimiento o por matizar sus posturas. Este reajuste también obedece a causas muy variadas. Aunque no cabe duda de que la inspiración rectora del estructuralismo provino de la Lingüística (e incluso fue revitalizada por el chomskismo, tomando el relevo de los modelos de Saussure y Jakobson), su inmediata consolidación antropológica lo convirtió inmediatamente en candidato a reinar sobre todo el vasto territorio de las ciencias humanas –lo que Dosse rememora como «el campo del signo»–, merced al proyecto de la Semiología General, cuyo alcance era coextensivo al territorio mismo de la cultura. Visto en perspectiva, se hace evidente que, además de las asombrosas investigaciones de Lévi-Strauss, los dos discursos que más contribuyeron a la legitimación canónica del estructuralismo, a su establecimiento y a su prestigio, fueron el psicoanálisis lacaniano y el marxismo althusseriano, dos movimientos que propugnaban al mismo tiempo un retorno a las fuentes y una reinterpretación radical y renovadora de las doctrinas. El abrupto final que (no solamente en el terreno más personal de sus dirigentes) tuvieron estos discursos al comenzar la década de 1980 señala, a la vez, un agotamiento interno y un cambio de signo de los tiempos. El primero obedece a lo que Althusser reconoció, aún en el lenguaje militante, como «desviación teoreticista». Pero esta expresión es apenas suficiente para denotar una cierta hipertrofia teórica que, sin duda, afectaba a la retórica estructuralista aunque, como siempre sucede, este defecto fuera más notable –y censurable– en las obras de los epígonos que en las de los maestros.

La «revolución» del 68, que llegó en el momento de plena efervescencia universitaria del estructuralismo, de su mayor trascendencia mediática y de su irresistible impulso hacia la conquista de las instituciones (no pasaría mucho tiempo antes de que se sentaran juntos en las cátedras del Collège de France Claude Lévi-Strauss, Michel Foucault, Roland Barthes y Pierre Bourdieu), clamaba poderosamente para que «las estructuras bajasen a la calle»; y este clamor fue escuchado y coreado por lo que podríamos llamar «la izquierda estructuralista», que intentó articular la singular demanda de aquellos jóvenes con la carga teórica de profundidad que procedía de las aulas y de los libros. La Universidad de Vincennes recogió la antorcha de Nanterre y se pobló de «postestructuralistas», «neoestructuralistas» o «ultraestructuralistas» que integraban el espíritu de los fundadores con una crítica política y cultural radical, objetivamente aliada con las organizaciones de extrema izquierda. Los «filósofos» de la cuadrilla fueron algunos de quienes más ásperamente criticaron los aspectos «conservadores» del estructuralismo institucionalizado: Derrida, Foucault, Deleuze. Estas críticas, hasta cierto punto «interiores» (y evidentemente hiperteóricas, a pesar de su estilo), constituyeron un factor de erosión interna contra los dos discursos hegemónicos: el marxismo (al que Foucault reconoció siempre una importancia más bien discreta, por considerarlo perfectamente integrado en la cultura ya establecida) y el psicoanálisis (al que Deleuze y Guattari acusaron de ser la «política del inconsciente» que convenía al capitalismo y al mundo burgués). La época de agitación política subsiguiente al movimiento de Mayo, que supuso toda una reorganización de la actividad académica de la universidad francesa (y que hizo decir a Lévi-Strauss que toda investigación científica seria quedaba pospuesta al menos durante una década) se encontró, al final de la década de 1970, con un factor externo que, por motivos de ortopedia socioeconómica, eclipsó de un modo aplastante la relevancia social e institucional del psicoanálisis y del marxismo, e incluso puso en entredicho a la etnología, y algunos de quienes habían hecho el papel de agitadores extremistas contra sus profesores «demasiado teóricos» desde las filas de la Gauche prolétarienne (la organización maoísta de mayor influencia universitaria e intelectual), se reconvirtieron, cuando este grupúsculo fue declarado ilegal, en «nuevos filósofos» que recriminaban a sus antiguos maestros las dos consecuencias más vergonzosas de su «teoreticismo», a saber, su ceguera con respecto a la barbarie soviética y su impenitente relativismo, que les conducía a cierta impotencia ética (este fue el papel que cumplieron publicistas tan eficaces como Bernard Henri-Levy, André Glueksmann o Alain Finkielkraut).

Pero estos episodios, que no dejan de ser coyunturales, son fenómenos relativamente superficiales en comparación con la huella indeleble que la revolución estructuralista ha dejado en la filosofía y en las ciencias sociales y que, además de plasmarse en una colección de obras cuya altura y cuya ambición están aún lejos de haber sido superadas, continúa su trabajo silencioso en un mapa del saber que ya no necesita de la agresividad sectaria de los «ismos» para delimitar territorios o introducir diferencias. El estructuralismo ha dejado de ser «revolucionario», pero solamente porque se ha convertido, como nos muestra Dosse, en una parte sustantiva de lo que llamaríamos «investigación normal». Si hubiera que ponerle algún reparo a este –por tantos conceptos admirable– libro de Dosse, sería precisamente el de una cierta estrechez de miras a la hora de comprender aquella prodigiosa sintonía entre sociedad y pensamiento que evocan sus páginas. El existencialismo, viene a decir Dosse, no había sido solamente una doctrina teórica; fue también una manera de vivir convertida incluso en moda parisina, que tuvo sus atuendos, sus cuevas llenas de humo de tabaco y de música de jazz; ¿no tuvo el estructuralismo esta misma condición? Un viejo prejuicio obliga al autor a responder negativamente a esa pregunta, despachando la cuestión con la evasiva de que no podría considerarse a la revista juvenil Salut les copains como portavoz del movimiento, ni a Johnny Halliday como la encarnación estética de sus valores. Una mirada un poco más atenta habría captado que el efecto insoslayable, por ejemplo, de los trabajos de Lévi-Strauss (que se negaba obstinadamente a reconocer la superioridad de unas culturas sobre otras) fue el reconocimiento de que aquellas sociedades a las que aún se llamaba «primitivas» (fue el etnólogo quien eliminó este rótulo del campo académico) atesoraban un depósito de racionalidad idéntico al que el lógos occidental creía ostentar en régimen de monopolio exclusivo. Asimismo, Umberto Eco, en su Tratado de Semiótica General, proponía un dispositivo de representación del universo simbólico que impedía insertar en él como un trazo relevante la división entre alta y baja cultura: «Desde un signo […] se puede llegar a recorrer, desde el centro hasta la más extrema periferia, todo el universo de las unidades culturales, cada una de las cuales puede, a su vez, llegar a ser centro y generar una infinidad de periferias […] Según el humor, los conocimientos previos y las idiosincrasias propias, cada uno de nosotros estaría en disposición de alcanzar la unidad «bomba atómica» o la unidad «Mickey Mouse» a partir del lexema /centauro/». Algo similar se detecta en los análisis de Roland Barthes sobre la cultura de masas o la vestimenta, o en la negativa de Foucault a introducir, en su método genealógico, la distinción entre «grandes autores» convertidos en autoridades y «hombres infames» de los que no ha quedado en la historia más que una débil marca en un archivo, en una gaceta o en una lettre de cachet. Y el propio Dosse dice, a propósito del trabajo de Pierre Bourdieu sobre el gusto, que «no quiere ver distinto valor en las canciones de Petula Clark que en las obras de Stravinsky, más calidad estética en Hamlet que en una comedia ligera, en las Variaciones Goldberg de Bach que en las canciones de Sheila…». Esta voluntad de resistirse –por caución metodológica– a sancionar científicamente una escisión que procede de las simples jerarquías sociales (acerca de cuya justificación moral existen serias dudas, salvo para los darwinistas sociales) puede observarse igualmente en una fotografía publicada en 1967 –ese año que Dosse considera en todos los sentidos la clave y el pivote del movimiento estructuralista– en la cual Sonny Liston se codea con Albert Einstein, Marilyn Monroe con Oscar Wilde y Mae West con Karl Marx. Era la portada del Sergeant Pepper's Lonely Hearts Club Band. Es difícil negar que la atmósfera de democratización radical (demasiado radical para algunos) que se respira en esa foto tiene algo que ver con el «espíritu del estructuralismo» y con el hecho de que, inesperadamente y como decía Lacan, las estructuras bajasen un día a la calle.

 

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