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Paradojas de la libertad

Las dos caras del liberalismo: una nueva interpretación de la tolerancia liberal

JOHN GRAY

Paidós, Barcelona, 168 págs.

Trad. de Mónica Salomón

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Hace ya muchos años, tantos que prefiero no contarlos, comencé mis correrías de profesor universitario como ayudante en la cátedra de Filosofía del Derecho de Joaquín Ruiz-Giménez. Al igual que otros de mis colegas, hube de seguir asiduamente las clases del titular, entre otras cosas, para enterarme de lo que tenía que exigir de mis alumnos de prácticas. Los cursos de Ruiz-Giménez solían girar en torno a la noción de tolerancia, tal y como hoy en día lo hacen los escritos del más conspicuo de sus discípulos, Gregorio Peces-Barba. Entre la mesocracia de la Complutense franquista, la defensa de la tolerancia evitaba, sin duda, ser un rebuzno más. ¿Por qué, pues, tan bienintencionada prédica me dejaba frío y me aburría entonces tanto como ahora? ¿Por qué la veía como un dislate, abocado a concluir que tó er mundo é güeno, pese a la obvia florescencia de hijos de perra? Carecía yo a la sazón de explicaciones para aquello y, como muchos compañeros de generación, acabé por buscar salida para tanta flaccidez intelectual en el marxismo, como el socialvaticanismo del catedrático y de sus discípulos, como todas, otra religión falaz. Pero no se alborote la parroquia, que esto no son unas memorias.

Aquella tolerancia cañí era parte de lo que Gray entiende por tolerancia liberal o primera de las dos caras del liberalismo según su título, a saber, la presunción de que hay un único ideal de vida en el que todos podemos concurrir si nos fiamos de los dictados de la razón. Pero, si lo pensamos con calma, lo que más bien revela la vida cotidiana es que eso de la uniformidad axiológica es una quimera. Las diferentes formas de vivir acarrean a menudo visiones inconciliables sobre lo que es el bien o lo deseable, algo que no se debe sólo a que sus defensores se hayan atrancado en un avatar fácilmente superable si formulasen juicios más correctos. En las sociedades occidentales de hoy, por ejemplo, el arquetipo de la autonomía individual y el derecho de las mujeres a controlar sus propios cuerpos han llevado a la aceptación, más o menos renuente, del aborto, pero vayan ustedes a contárselo al papa de Roma, a los talibán o el presidente Bush, que tienen sus propias ideas sobre la cosa. Si atacan ese derecho no es sólo por la fragilidad de sus razonamientos, sino porque a menudo las necesidades de los humanos se manifiestan mediante exigencias contradictorias. Hay una jungla ahí afuera, como bien previniera Hobbes hace muchas lunas.

Cada cual a su manera, el papa de Roma, los talibán o el presidente Bush se consuelan pensando en que hubo tiempos mejores en los que las gentes rechazaban unánimemente esas y otras cosas lamentables y en que éstos de hogaño podrían serlo también si se aplicaran las perdidas recetas del ayer, pero eso no es más que una fabulación. Bajo sus antecesores la unanimidad era imposición, como lo muestra la terca persecución de herejes, ateos, iconoclastas, infieles y demás. La recurrente incapacidad del papa de Roma, los talibán o el presidente Bush para ponerse de acuerdo en cuáles fueron aquellos tiempos mejores nos muestra también a las claras que no existe una sola manera de entender la felicidad. Por su cuenta, tampoco esa tradición liberal que cree posible conciliar todas las discrepancias axiológicas gracias a la tolerancia pasa por el fielato del razonamiento riguroso.

Gray despacha a otras teorías liberales menos radicales, dice, que la propia, persuadidas todas ellas de que la pluralidad de los valores puede ser reducida a algunas pautas universalmente aceptables, sin caer en la cuenta de que así sólo proponen amigables componendas. Tomen, por ejemplo, la teoría de la justicia de John Rawls, con su principio de la máxima igual libertad. Rawls escribe con la convicción de que cualquier observador razonable puede definir qué clase de libertad es ésa en cada coyuntura, pero, sostiene Gray, eso sólo es posible si todos convenimos previamente en qué es lo humanamente valioso, pues, si no, no hay forma de atar esa mosca por el rabo. Sin embargo, la vida cotidiana enseña que las libertades tienden a ser divergentes y a menudo incompatibles. En definitiva, la propuesta de Rawls que comenzaba por una cierta indeterminación, la de la máxima (?) libertad, acaba por concretarse en un paquete de libertades arbitrariamente jerarquizadas. Otrosí puede decirse de su razonamiento sobre la igualdad, que implica que los bienes primarios que han de ser perseguidos, a saber, derechos, libertades y oportunidades, rentas y bienestar, más las bases sociales de la autoestima, se mueven con una interrelación virtuosa, sin caer en la cuenta de que, a menudo, se conectan entre sí como miembros de una familia disfuncional.

Ni siquiera los más decididos defensores del pluralismo axiológico, como Berlin o Raz, consiguen saltar, según Gray, por encima de la ilusión conciliatoria. Berlin, por ejemplo, sabe que valores y libertades pueden entrar en conflicto y que la libertad negativa (freedom from coercion) permite elecciones diferentes en esa colisión. Pero su solución de que hay muchos grados de libertad y no todos pueden ser medidos con el mismo rasero acaba por hacer peligrar la tradicional noción liberal de prioridad de la libertad. La cuestión no es que pueda haber o no un rasero, sino que la libertad no puede ser medida.

Por su parte, Joseph Raz cree poder proponer una solución a los conflictos de valor con la noción de autonomía, esa libertad de ser, al menos parcialmente, autores de nuestras propias vidas y que nos permite elegir allí donde la razón es incapaz de guiarnos. Aunque es verdad que puede haber formas satisfactorias de vida que no crean importante la autonomía individual (por ejemplo, en sociedades en las que la tradición decide por los individuos), esa posibilidad ha de ser excluida en la edad industrial, donde no puede haber vida fecunda sin autonomía real. Hasta aquí Raz. Con lo que ya nos ha contado, a Gray se le ve venir. Raz y el pensamiento liberal reciente concurren en la ilusión de que la autonomía es un bien todo terreno que puede ser promovida para todos sin tomar en consideración la disparidad de proyectos y objetivos individuales.

Se diría que así Gray se ha cerrado todas las puertas y ya no tiene más remedio que meterse en la cama con ese posmoderno multiculturalista que le espeta lo de «ya sabía yo que mi prima Viridiana acabaría jugando al tute conmigo». ¿No? Pues, según él, no.

Hay otra forma, o segunda cara, más moderna de entender el liberalismo. Que los valores y las virtudes sean inconmensurables y que las distintas formas de vida se muestren incomparables no significa que todas ellas sean igualmente valiosas. Los relativistas no han entendido todavía que el Gran Inquisidor, como buen burócrata, iba con retraso. Que Dios no exista no significa que todo valga, como ya había descubierto Kant. De igual modo, que la imaginación filosófica nos encandile con paradigmas irrealizables no es razón para renegar de la razón; que los valores son inconmensurables sólo significa eso, que lo son, no que hayamos de renunciar a establecer comparaciones entre ellos. Podemos tener buenas razones para elegir entre bienes que se muestran incompatibles. Mientras que relativistas y escépticos niegan esa posibilidad, el pluralismo axiológico o, para entendernos, el liberalismo según Gray, cree en la posibilidad de mostrar que en ocasiones una sola de entre las eventuales soluciones es la razonable. El futuro del liberalismo está en la renuncia al ideal de un consenso universal y en su sustitución por un modus vivendi.

Y eso, con qué se come. Ante todo, con un cambio de enfoque. Derechos humanos, libertades públicas, instituciones democráticas deben ser vistos como expedientes o convenciones para asegurar una salida pacífica a los conflictos entre valores mutuamente excluyentes, pues resulta más bien quimérico esperar un régimen político en el que todos los derechos estén totalmente protegidos por igual. Por eso, es razonablemente mejor un régimen que resuelve esos conflictos como el moderador de una mesa redonda que otro en donde algunas libertades son sofocadas sin que por ello mejore la protección de las demás.

La única forma de obviar el conflicto entre valores y estilos de vida es el acuerdo para estar en desacuerdo o la decisión de renunciar a la violencia cuando las cosas no salen conforme a nuestros planes. Los estados democráticos no pueden ni deben proponer un ideal de vida para todos los ciudadanos –tan solo una serie de reglas para evitar que los conflictos sociales se resuelvan por la violencia–. Al cabo, para Gray, el régimen liberal no puede ser más que un arreglo, un apaño, un modus vivendi, es decir, un dios mortal, con la expresión siempre sabia de Hobbes. Pero esto de la mortalidad de Leviatán concita una precisión de Gray que es sugestiva y, al tiempo, turba la mente. No hay legitimidades abstractas ni formas de gobierno fuera de la historia; toda filosofía política va marcada con la letra escarlata de la temporalidad. Por eso, hoy, es difícil presentar como legítimo a un régimen que no respete el imperio de la ley, que no asegure la paz, que carezca de instituciones representativas que sus ciudadanos puedan sustituir pacíficamente, que asegure la satisfacción de algunas necesidades básicas, que proteja a las minorías y que refleje los modos de vida y las identidades comunes de sus ciudadanos. Pero, téngase en cuenta, esos requisitos mínimos pueden convivir dentro de regímenes muy dispares o, lo que es lo mismo, regímenes con un alto grado de legitimidad pueden generar instituciones muy diferentes. Tal es la parte sugestiva de la propuesta de Gray.

Es propuesta razonable y para muchos, entre los que me cuento, la forma más sensata de enfocar las paradojas de la libertad, pero no deja de tener un flanco inquietante. Al fin y al cabo, con ello Gray legitima al estado democrático moderno por sus –buenos– resultados. Gracias a los hados, esos resultados –el creciente reconocimiento de los derechos humanos, el gobierno de mayorías, el respeto a las minorías y demás– han sido alentadores, pero nada aseguraba su inevitabilidad pasada ni nos garantiza hoy su perseverancia futura. La democracia moderna no es más que un accidente histórico azarosamente consolidado en varias regiones del planeta. ¿Podría mantenerse el argumento de Gray de haber ganado Hitler la guerra mundial? ¿Podrá sobrevivir si algún día se llevan el gato al agua los fundamentalistas de variado pelaje?

No hay una respuesta por completo satisfactoria para esa pregunta. Sin embargo, con el respeto debido a la habitual buena información de los pesimistas, cabe apuntar una salida al tiempo optimista y agnóstica. A lo largo de la historia, los distintos grupos humanos han acabado por aceptar las innovaciones que hacen su vida terrenal más placentera y menos embrollona, más segura y menos aleatoria, más productiva y menos azacaneada. Así, por ejemplo, los antibióticos o las tecnologías informáticas son cosas que, una vez probadas, acaban por convertirse en ingredientes permanentes del paisaje. Sin echar las campanas al vuelo, no es impensable que al segundo tropo del liberalismo, la democracia tal y como la entiende Gray, le pueda suceder lo mismo.

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