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Palabrerías

La vida invisible

JUAN MANUEL DE PRADA

Espasa-Calpe, Madrid, 536 págs.

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Desde el comentario de la primera obra de Juan Manuel de Prada, Las máscaras del héroe, que hice en estas mismas páginas, he venido repitiendo el riesgo que atenaza su escritura: un gusto un tanto inocente, como para epatar a un lector de escasa cultura, por una prosa barroquizante, más recargada que rica, y bastante pedantuela. Una prosa llena de oropeles, que podía disculpársele entonces al autor por su juventud y por el fervor idiomático que suponía, mientras encontraba un estilo depurado de escorias. No ha ido, sin embargo, a mejor, y al llegar a La vida invisible lo que antes tuvo cierta gracia como deslumbramiento adolescente, ahora resulta ya un poco insufrible.

Tampoco ha ido a más en otro aspecto, en la capacidad de observar la vida y transformarla en literatura. Esa falta de verdad ocurre nada menos que en un aspecto básico de sus narraciones, el erotismo, cuyo conocimiento parece libresco, aprendido en uno de esos manuales de autoayuda de moda. Y se nota también en la precariedad para reconstruir circunstancias cotidianas, las cuales, a falta de condiciones para mirar y entender lo real, se inventa con falsa imaginación. Así se producen situaciones tan absurdas como la siguiente. El narrador de La vida invisible, un escritor llamado Alejandro Losada, da una conferencia en Chicago. El cónsul español en la ciudad pide a los hispanistas que lleven preparada alguna pregunta para el coloquio. Los hispanistas, «a una indicación del cónsul», sacan los «billetitos» donde «habían redactado los deberes». El pasaje entero es de una falsedad absoluta, y aún falta lo peor. ¿Qué preguntas originales, profundas y de formulación tan intrincada que requieran ser redactadas en papel habrán preparado los hispanistas? Sólo pone una: «¿Qué opinión le merece la literatura spanglish?». No tiene en mucho De Prada a los hispanistas («no creo que se hubiesen enterado de nada», comenta un Losada pagado de sí mismo), pero de ahí a presentarlos como subnormales profundos hay un trecho: el trecho de la invención gratuita por no conocer el mundo y no saber observar.

Este conjunto de limitaciones dan al traste con una historia de asunto importante: la culpa. Y de acercamiento a la existencia atractivo: interesarse por esa «vida invisible» del título, la que permanece oculta a la mirada en la superficie del mundo. Esos motivos se abordan mediante una doble historia con líneas paralelas o tangentes. El mencionado escritor conoce en su viaje a Chicago a una joven, Elena, con quien mantiene una compleja y traumática relación cuando regresa a España. En Estados Unidos, además, un admirador de una actriz porno de los años cincuenta le ofrece materiales inéditos para contar la desquiciada peripecia de la famosa mujer y del papel turbio que él mismo desempeñó en esa historia psicopatológica. También la frontera de la locura se traspasa en las relaciones entre Elena y Alejandro, en cuyo trasfondo está el sentimiento de culpa del escritor por partida doble: por su desleal comportamiento con su mujer y por sentirse implicado en la trayectoria infernal de Elena, que ha caído en las redes de una mafia de la prostitución.

Qué núcleo temático persigue analizar la novela parece que queda claro y nítido, aunque eso de la vida invisible se presente como una forma un tanto abultada, intelectualmente pretenciosa, de referirse a algo bastante sencillo, los aspectos menos aparentes de cualquier realidad. El diseño argumental no responde, sin embargo, a una idea unitaria, y por ello la composición de la novela resulta confusa, recargada. Hay en ella materiales que pueden ser buenos en sí mismos, pero que no son necesarios. La doble historia (la de la actriz y la de Elena) está pegada a Alejandro por contacto, pero no cosida; son dos argumentos no necesarios, que no se implican, aunque muestren coincidencias. Dicho de otra manera, en el argumento total de La vida invisible –en su complicada anécdota, si se quiere– hay elementos que no hacen falta y le restan unidad a la composición. El criterio acumulativo se vuelve en contra de la intensidad de la acción, que resulta reiterativa. De hecho, De Prada maneja dos historias diferentes que podrían haberse desarrollado en sendas novelas con un mismo asunto. La historia marco, la de Alejandro y Elena, se le enreda, además, tanto que, a falta de mejores recursos, la resuelve en un pasaje de asalto a la guarida de los gánsteres bastante despropositado, como salido de una de esas películas de la serie B.

El problema de la culpa, los complicados impulsos del comportamiento humano y los fantasmas de la mente enferma flotan en ese magma argumental confuso y sólo obtienen alguna intensidad en episodios sueltos, algunos pocos, aunque suficientes para pensar que si la historia se hubiese planteado con la sencillez adecuada, se habrían podido conseguir efectos logrados. Pero le pierde al autor su inclinación a hipertrofiar todo lo que toca, la anécdota, los caracteres (sus personajes están exagerados en sus conflictos psicológicos hasta la inverosimilitud), y, sobre todo, el lenguaje. Porque esa historia, aun redundante, tendría cierta eficacia, y podría llegar a conmover, si un lenguaje retórico, anticuado y, para colmo de males, inoportuno narrativamente, no matara cualquier aliento imaginativo y toda la veracidad del conflicto.

No es cuestión de detenernos en menudencias ortográficas. El problema tiene una amplitud mayor que consiste en un determinado tratamiento del idioma para alejarlo del naturalismo expresivo. Varios frentes presenta esta actitud. Uno radica en la insistente sustitución de la lengua común por expresiones rebuscadas: las bocas «se transforman en cornucopias de palabras», el cabello «repudiaba la calvicie», la chica pare sin anestesia, es decir, «saboreando sin lenitivos la lenta destilación del dolor»… De ello surge una retorización abusiva del discurso, con inclinación a las metáforas ramonianas de muy dudoso valor: la «cansada dulzura de las estatuas»; el silencio «alto y hostil como un acantilado de hielo»; los rascacielos que «se atreven a hacer cosquillas a Dios en las plantas de los pies»; el mando a distancia, «ese cetro del hogar»; el cielo, «esa fábrica de mitologías»; el azar, «esa cinta atrapamoscas»; los grandes almacenes, «esos suministradores de tirillas y alfeñiques»; las Naciones Unidas, «ese cónclave de pisaverdes»; un «helicóptero batía la noche y deslizaba su sombra de reptil jurásico» (entre paréntesis, ¿qué sombra sería ésa en una noche oscura?). Y qué decir, en fin, dentro de este gusto por la calificación arbitraria, de una «celulitis núbil», de un «aplomo impávido» o de unos «sobacos intonsos».

Otro frente estilístico se halla en el empleo de cansinos hábitos personales. Por ejemplo, repeticiones, que valdrían si se tratase de anáforas, pero son simples reiteraciones. Es como si el autor encontrara una expresión que le parece brillante y la amortizara aplicándola maquinalmente: una treintena de veces utiliza la fórmula «ciudad levítica». También la manía de añadir innecesarias aclaraciones por medio de paréntesis encabezados con «pero», o de emparejar cada poco términos mediante la conjunción «o» sin valor disyuntivo.

Junto a todo ello, abunda un exhibicionismo culturalista como de chico aplicado que suelta lo que ha aprendido en clase, y, más que deslumbrar, produce un poco de rubor ajeno: explica que el descubrimiento de un secreto se llama anagnórisis en la tragedia clásica, que existe la figura retórica denominada oxímoron o que en castellano perder un atributo masculino se dice ciclán.

El resultado global es una prosa de una palabrería superflua que tiene como consecuencia una prolijidad cansina. Y como efecto conjunto de este estilo amanerado y de una composición rebuscada se deriva el defecto mayor, el menos perdonable en una novela que pretende contar una historia: resulta muy pesada y aburrida.

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Ficha técnica

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