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Construcción y deconstrucción del paisaje español

EBRO/ORBE

Arcadi Espada

Tentadero, Barcelona

248 pp.

25 €

PAISAJE, MEMORIA E IDENTIDAD NACIONAL

Nicolás Ortega (ed.)

Universidad Autónoma de Madrid, Madrid

294 pp.

12 €

HOLLADA PIEL DE TORO. DEL SEMTIMIENTO DE LA NATURALEZA A LA CONSTRUCCIÓN NACIONAL DEL PAISAJE

Rafael Núñez Florencio

Organismo Autónomo Parques Nacionales, Madrid

332 pp.

18 €

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Leemos hoy –todavía– los paisajes a través de la mirada de los escritores y pintores del 98. Parecen ser ellos los que nos han transmitido la visión por excelencia del paisaje. La sombra de aquella escritura ha sido tan larga, ha tenido tanta fuerza, que un siglo después sigue resultando interesante esclarecer las razones y el modo en que aquellos escritores construyeron, en clave nacional, la imagen paisajística de España, con Castilla ocupando el papel protagonista. Este es uno de los principales objetivos del libro de Rafael Núñez Florencio, y lo es también, en buena medida, de varios de los trabajos presentados al seminario celebrado en Soria sobre las relaciones entre el paisaje, la memoria y la identidad nacional, reunidos en un libro por Nicolás Ortega, catedrático de Geografía Humana de la Universidad Autónoma de MadridSe trata, sobre todo, de Eduardo Martínez de Pisón: «El paisaje como encuentro y expresión de identidad. Literatura, excursionismo y paisaje», pp.45-113. Había ya tratado la cuestión en La imagen del paisaje. La generación del 98 y Ortega y Gasset,Madrid, Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Madrid, 1998. También el texto de Esteban Mariano de Vega «Los historiadores y la construcción de la identidad nacional española: el papel de Castilla», pp. 115-146. Véase también, de Antonio Morales Moya y Mariano de Esteban de Vega (eds.), ¿Alma de España? Castilla en las interpretaciones del pasado español, Madrid, Marcial Pons, 2005. Sobre este libro, léase la recensión de Nicolás Ortega Cantero, «Historia e imagen de Castilla», Revista de Libros, núm. 123 (marzo de 2007), pp. 9-11..

Antes de adentrarnos en los contenidos de estos libros, cabe preguntarse si el actual desenvolvimiento del Estado constitucional de las autonomías y la incorporación de España a la Unión Europea permiten seguir prolongando en los mismos términos la imagen noventayochista de España. De hecho, tras rehacer el proceso de construcción de esta imagen, el propio Núñez Florencio reconoce que los escritores del 98 fueron más variados de lo que se cree y encontraban el alma nacional en cada rincón de la naturaleza ibérica, y no sólo en Castilla. También en el libro que edita Ortega, algunos autores se interesan por las relaciones del paisaje con los idearios de dos nacionalismos históricos –Cataluña y Galicia– y se habla asimismo de Andalucía, aunque con otra perspectivaJoan Nogué, «Nacionalismo, territorio y paisaje en Cataluña», pp. 147-169; Jacobo García Álvarez, «Territorio, paisaje y nacionalismo: la construcción geográfica de la identidad gallega»,pp.171-212; Juan Francisco Ojeda Rivera, «Los paisajes, totalizadores históricos. Paisajes paralelos en Doñana y Sierra Morena», pp. 283-294..

Pero es Arcadi Espada, en su recorrido aguas arriba y aguas abajo del Ebro y por el litoral valenciano y murciano, en su viaje real a lo largo de lo que quedará ya –derogada esta parte del Plan Hidrológico– como trasvase virtual de las aguas del río Ebro a las tierras surestinas, el que aporta un contrapunto actual a la tesis regeneracionista. Los cuadernos de viaje del autor, reunidos con el nombre del palíndromo Ebro/Orbe, constituyen un libro que, en realidad, como bien advierte el prologuista, es una sinécdoque para hablar de España, puesto que el Ebro contiene el nombre de la Península. Literatura, política, geografía y biografía están todas ellas presentes en la obra.

 

EL PAISAJE PROPIO
 

Pese a lo que suele pensarse, la construcción nacional del paisaje –literaria, pictórica, historiográfica, política– tiene lugar mucho más en los años del cambio de siglo entre el xix y el xx y en los primeros años de éste que en la segunda mitad del xix; ocurre lo mismo con la encarnación en Castilla del lugar común nacional. Núñez Florencio pone muy bien de manifiesto lo que tarda en cuajar este descubrimiento de España por parte de los escritores españoles y rehace el largo itinerario recorrido para llegar a él. Para el autor, la verdadera singularidad del caso español no sería tanto los rasgos de ese descubrimiento como el tiempo invertido en ese proceso de creación de la visión propia, lo que se tardó en «aceptar lo nuestro».
Las representaciones culturales con que los españoles han concebido sus paisajes corresponden a las habituales en Europa, pero con retrasos significativos y algunas especificidades. Estos ciclos pueden resumirse en: primero, el naturalismo renacentista; después, el territorio-paisaje de los ilustrados, en los que predomina, sobre el sentimiento de la naturaleza, una visión utilitaria y finalista de remover los obstáculos para la puesta en producción de los recursos. Más tarde, los españoles buscarán ideas y sensaciones en el semillero de las primeras expresiones románticas, con la elaboración de cuadros de paisaje y las correspondencias anímicas establecidas. Son los viajeros románticos quienes enseñan el paisaje español a los de dentro y ensalzan ante ellos el color local y los lugares pintorescos, mientras que el romanticismo literario español –salvo, naturalmente, Bécquer– les da poca cabida. En la interpretación de Núñez Florencio, los españoles van poniéndose en marcha con pereza, hasta el punto de que los costumbristas no quieren reconocerse en esas «fanta­sías» foráneas y optan a menudo por difuminar los rasgos paisajísticos, e incluso por describir paisajes vagos, insí­pidos e intercambiables: es el caso de Alarcón con algunas de sus viñetas andaluzas. Pero otros contraponen a la visión romántica de Andalucía las imágenes de los valles cántabros, con la evidente limitación de que éstos no pueden convertirse en expresión de la totalidad.
En definitiva, han sido más bien las imágenes extranjeras las que han nutrido la visión de los propios españoles: «España vive de las rentas de la valoración extranjera y no sabe expresar una actitud original hacia el medio natural», tal es la conclusión que saca el autor de la primera parte de su estudio. Parte en que el autor recurre con desenvoltura a títulos y subtítulos llamativos, como lo es el mismo nombre del libro: «De la indiferencia al escalofrío», «el modelo Ivanhoe», «la península ibérica, antesala del Oriente», «viajes y fantasías románticos», «la mirada costumbrista o el paisaje desvaído», etc.

A esos momentos sucede, probablemente con más continuidad que cambio, la literatura realista y la exaltación de los paisajes rurales, del terruño y de la aldea, en el momento en que empiezan a ser desvirtuados por las primeras actividades industriales. «El hollín sobre el prado», anuncia Rafael Núñez. Es la etapa que, por su parte, Martínez de Pisón bautiza acertadamente como «repliegue de identidad», cuando se advierten los paraísos perdidos y se ensalzan ciertas «atmósferas de claustrofobia». El paisaje rural trastornado por la herida minera descrito por Blasco Ibáñez en El intruso no deja de contener, en palabras de Pisón, la huella de un sis­tema de mundos cerrados, aunque dependientes, que tienden a su respectiva exclusión. La alabanza del paisaje local es en Rosalía de Castro una reac­ción defensiva, entre otras cosas, contra Castilla, lugar de destino de la emigración gallega. Algo parecido sucede con Pereda.

 

¿PUEDE SER NACIONAL EL RELIEVE?


En la segunda mitad del siglo xix fueron muy habituales los catálogos de riquezas y bellezas de España y de sus regiones. Pero cuando llega la crisis finisecular, la reforma pedagógica de la Institución Libre de Enseñanza y las diversas manifestaciones regeneracionistas, lo que surgen son formas de «patriotismo geográfico». Se reúnen naturaleza e historia para poner de manifiesto los nexos profundos entre los pueblos y sus territorios. Como dice Ortega Cantero, acercarse al paisaje resulta así la mejor manera de entender las realidades geográficas e históricas, ya que los paisajes se conciben como recintos internos de lo histórico. Unamuno advierte que puede rastrearse la historia en la geografía y que la patria aparece simbólicamente en el paisaje. En el famoso artículo «Paisaje» de Giner de los Ríos, el patriotismo y la sensibilidad estética quedan unidos por la ética, y la fusión del hombre y de la belleza natural se produce en una experiencia de recogimiento, casi mística, ante el Guadarrama. «¿Península? No basta geografía / queremos un paisaje con historia», reclamará más tarde Jorge Guillén.

La sierra de Guadarrama adquiere en este momento un enorme valor simbólico. Aparece como la columna vertebral de la Península, en palabras de quien sintetizó la organización ibérica del relieve, el geólogo José Macpherson, expresión que repiten muchos autores, desde el propio Giner hasta Eduardo Hernández-Pacheco, e incluso la orden del Ministerio de Fomento de 1930 declarando Sitios y Monumentos de interés nacional a parajes del Guadarrrama. En esa espina dorsal, Peñalara es visto como el bastión fundamental, la clave de la vertebración hispana desde la que se otean las dos Castillas, la tierra del Cid y la del Quijote. Castilla adquiere así su protagonismo, se convierte en la quintaesencia de España, la que forjó la unidad del país y ahora la representa. Es, sin duda, el lugar común retórico de la generación del 98. Una Castilla, además, que se confunde abusivamente con la Meseta o con las mesetas, y cuya realidad física, cuyos paisajes planos y rotundos se hacen coincidir con el carácter nacional: un espejo en el que ver el pasado y contemplar la rea­li­dad de la presente decadencia. Castilla se convierte en el «rostro reconocible de la nación»; la meseta se transfigura para el imaginario español en el ámbito privilegiado en que tiene lugar el desenvolvimiento del espíritu nacional. Ha costado, piensa Núñez, que la cultura acepte el marco físico peninsular y que se reconozca en él pero, cuando lo hace, el sentimiento es de emoción patriótica. «No es exagerado decir que se establece ahora, con perfiles más nítidos, una relación amor-odio con el paisaje. Afecto en la medida que se siente como algo “nuestro” con todas sus consecuencias, [pero desafecto] porque no es […] “como desearíamos”».

Todo ello es un argumento bien conocido, ya muy estudiado por los mismos autores que estoy reseñando, y por otrosVéanse, además del libro ya clásico de Inman Fox La invención de España. Nacionalismo liberal e identidad nacional (Madrid, Cátedra, 1997), el de Nicolás Ortega: Paisaje y excursiones: Francisco Giner, la Institución Libre de Enseñanza y la Sierra de Guadarrama, Las Rozas, Raíces, 2001; y los trabajos de Carlos Moreno Hernández «Regeneracionismo, noventayocho y determinismo geográfico: la aplicación de la Geo­grafía a la Literatura», Arbor, núm. 549 (1991), pp. 85-110, y En torno a Castilla. Ensayos de historia literaria, Las Palmas, Gobierno de Canarias, 2001.. Pero hay varias cosas nuevas en los libros que comento. Para empezar, que en un mismo volumen se encuentren reunidas la identificación geográfica y la identificación histórica. El trabajo de Esteban de Vega, en el libro recopilado por Ortega, sale al paso de la versión oficial –promovida, por ejemplo, por el historiador Borja de Riquer– de que habría sido el nacionalismo liberal decimonónico el que habría configurado la idea de una España única identificando a Castilla con ella, para aliento y a la vez frustración de los nacionalismos periféricos. Como demuestra la revisión historiográfica que hace el autor, esta visión es incorrecta: no fue en el si­glo XIX, sino en el 98. Un nacionalismo español reformista, civilista y laico, que va de la Institución Libre a la izquierda republicana y a Azaña, pasando por Ortega y Gasset, puede contraponerse al nacionalismo conservador, ultracatólico y antiliberal. El mejor representante de esta historiografía vincu­la­da a la Institución Libre de Enseñanza es Rafael Altamira: en su proyecto de sustituir la historia política por una historia de la civilización, Castilla es considerada como la de mayor capacidad «civilizadora» de España, la de más voluntad y constancia en la labor. Esa visión de lo castellano como sobriedad, fortaleza para las privaciones, tenacidad y humildad, se prolonga, como es bien sabido, en Menéndez Pidal. De modo que no es la historiografía de la época isabelina, muy ligada a la construcción liberal, la que adopta la perspectiva del castellanismo esencialista, sino que lo son la noventayochista y las regeneracionistas.

Pero no todo el 98 puede interpretarse con este rasero. Creo que esta es una de las aportaciones del libro de Núñez Florencio. Cuando estudia a los literatos del 98, insiste en advertir que no pueden cargarse las tintas: no todo es la parda y pajiza Castilla, sino que el sentimien­to de la naturaleza se extiende por toda la península ibéricaLas islas están ausentes de la obra.. Es de sobra sabido que no fueron castellanos quienes más cantaron a Castilla, sus llanos y sierras, sino escritores con sólidas referencias de la periferia peninsular –Unamuno, Azorín, Machado, Giner, etc.– y se corre el riesgo de que su querencia castellana deforme algo las cosas. Rafael Núñez advierte que todos estos autores, quizá con la excepción de Unamuno, dan más bien la impresión de que, puestos a preferir, prefieren paisajes distintos al meseteño, o al menos al meseteño estereotipado en términos peyorativos de pobreza y desolación. Sin duda, la España negra alcanzó más predicamento entre los intelectuales finiseculares y de los primeros decenios del siglo pasado, pero «más que una España en blanco y negro, existía una España plural, variopinta, difícilmente reductible a las rígidas categorías preconcebidas». La variedad interpretativa es, en definitiva, el denominador común; por mi parte, estoy totalmente dispuesta a admitirlo, es lo lógico, pero quizá la demostración que se hace no sea suficiente, probablemente debido a que el 98 no era el objeto del libro de Núñez, sino sólo su punto de llegada, tras un largo estudio histórico de las visiones del paisaje en España. Parece, en todo caso, que la interpretación del 98 se ha mostrado más propensa a airear el elemento generacional común que el diverso.

 

OTRAS REGIONES
 

De la construcción de este artefacto literario castellanocéntrico están ausentes los catalanes. En Cataluña estaban ocupados con su propia construcción identitaria. Se alude a ello en los libros que comento, aunque con distintas perspectivas. Núñez Florencio relaciona la Renaixença con un excursionismo militante en lo que a identidad se refiere. En el caso catalán, la preocupación por la historia habría precedido a la de la utilización de la geografía: el primer excursionismo se conmovía con las ruinas, mientras que el segundo fue más claramente alpinista, hasta el punto de que la montaña, y más en concreto el Canigó, acaba siendo casi comparable a la montaña mágica por excelencia de la cultura catalana: Montserrat.

En el libro que edita Ortega, Joan Nogué, actual director del Observatorio del paisaje catalán, subraya que se han sucedido dos grandes arquetipos paisajísticos: los de la Renaixença decimonónica, con la exaltación de la lengua, el patrimonio cultural y la montaña pirenaica húmeda; y los del modernismo y noucentisme, que habilitan para Cataluña los llanos me­di­terrá­neos, soleados e intensamente humanizados. Para Vicens Vives, la mentalidad catalana nació en la montaña, pero cristalizó en el litoral con la actividad comercial y urbana, de modo que ningún territorio ni paisaje quedan excluidos. Según el autor, los gobiernos de Convergencia i Uniò hasta el año 2003 se habrían servido preferentemente de los mitos paisajísticos de Catalunya la Vella, al mismo tiempo que en la gestión olvidaban y fracturaban el territorio. El autor apostaba por un cambio de visión con el cambio de mayoría.

No hay, sin embargo, referencias explícitas a Castilla, sino más bien una deliberada y desdeñosa ignorancia. En Galicia, en cambio, Castilla aparece constantemente como referente de oposición. Jacobo García Álvarez de­sen­tra­ña los abundantes argumentos territoriales y geográficos utilizados por el nacionalismo gallego de los años diez y veinte del siglo pasado y los atribuye al protagonismo logrado por los geógrafos Vicente Risco y Ramón Otero Pedrayo. Las imágenes asociadas a esta construcción tienen muy presentes «amigos y contrarios» –Portugal y las Castillas, respectivamente– como referentes territoriales externos.

 

LOS PAISAJES DEL RÍO
 

Se pregunta Eduardo Martínez de Pisón por la pérdida tan marcada, tras el 98 y Ortega, del interés literario por el paisaje. No bastan Delibes ni Ridruejo, aún menos Cela, no llega todavía Julio Llamazares, y no se menciona a Pla. Se trata de los paisajes detenidos de la posguerra tardía, pronto paisajes desmoronados cuando no anegados, ahogados, y más recientemente paisajes borrosos, paisajes en los que la banalidad ha ido adueñándose de los lugares y de las gentes.

Este es, a mi juicio, uno de los grandes atractivos del apasionante libro de Arcadi Espada: no haber desviado ni la ruta ni la mirada ante la vulgaridad de muchos de los nuevos paisajes de las urbanizaciones dispersas o, mejor dicho, de los paquetes de viviendas adosadas repetidas hasta la saciedad; o también ante la aparición de espacios verdes, tan triviales, impersonales y anacrónicos como ricas eran las tramas rurales a las que sustituyen. Creo que es un importante acontecimiento de una nueva literatura del paisaje –también de una literatura viajera de nuevo cuño, que el autor ha recorrido en compañía de un buen número de geó­gra­fos profesionales, algo de lo que no puedo sino alegrarme: José Luis Pellicer, Joan Romero, Jorge Olcina o Fernando Vera, de las universidades de Zaragoza, Valencia y Alicante. Y de otros muchos no geógrafos, claro está.

El protagonismo, sea como fuere, corresponde al río, a un Ebro que atraviesa campos y pasa ciudades instaladas en su orilla aunque, como en el caso de Zaragoza, le den la espalda: o le daba, porque, ¿qué quedará de la «Expo del agua?». El ejercicio literario al seguir un patrón lineal compuesto de hitos hilvanados por el curso del río es, pues, muy distinto de lo que hasta ahora vengo tratando, que eran tramas superficiales. No es que no haya melancolía en el recorrido, porque siempre se viaja hacia el pasado, aclara el autor. Pero no se trata al río como un ser vivo, porque no quiere hablarse en su nombre, aunque la ocasión se preste: no hay que olvidar que el santanderino Pereda se refería al Ebro como un «renegado montañés», un curso nacido en la montaña que se dirige a bañar tierras mediterráneas. También debe tenerse presente el dicho de las tierras aragonesas: «Arga, Ega y Aragón / hacen al Ebro varón».

Los grandes ríos españoles no son como los europeos: no es la circulación lo que les define, no son ríos para la comunicación, para el transporte. España tiene ríos «porque hay que tenerlos» y el Ebro tiene en este sentido «hechura tradicional de río». El río sirve para regar, para fertilizar la tierra, y si atendemos al alto número de voces árabes en el léxico fluvial del riego no puede negarse el papel que los árabes desempeñaron en la administración del agua, más que en la construcción de infraestructuras. Lo mismo sucede con el alto porcentaje de voces aragonesas que tiene el Ebro.

Pero volvamos a los paisajes del río. Sabe Espada hacer visibles algunos de esos paisajes que habían permanecido invisibles. Para empezar, los paisajes del propio delta. Quizá Benidorm necesite el agua para beber, pero el delta del Ebro la necesita para ser y esta vida estaría comprometida por el trasvase. «Cuentan, dice el viajero con cierto dramatismo, que los deltas están en crisis en todos los lugares del mundo», que los ríos transportan cada vez menos sedimentos a sus desembocaduras y el mar avanza. «La pérdida de los deltas sería, sin duda, una gran pérdida ecológica, pero sobre todo sería una pérdida moral [porque] un delta, cualquiera, traza una completa geografía de la duda. La identidad del agua, de la luz, de los peces, de los árboles, de las tierras o de los hombres se fragmenta en mil visiones diferentes». Probablemente tienen más en común las personas que habitan los deltas que cada conjunto con sus compatriotas respectivos, porque toda su vida se ha desarrollado en torno al tema único de las arenas movedizas de las fronteras («El nadador»).

Están también los paisajes inundados, los que el pantano anegó, como los del pueblo de Fayón en 1967. O los largos trechos en que el Ebro corre a través de campos resecos, como en Sástago, en que el río avanza entre las cenizas. «El río y la aridez discurren un largo trecho juntos, impasibles y sordos» («Navajas de Margaritana» y «El río imaginario»). O incluso están los tramos del río vistos desde los puentes, u ocultados por los puentes. Contaba Benet –recuerda el autor– que Baroja quería coleccionar ríos desde los puentes, pero algunos puentes modernos actúan sobre los ríos como ciertos museos, reclamando toda la atención para sí mismos hasta el punto de tapar el patrimonio, en este caso el agua («El puente de ­Frías»).
El río tiene también algunos paisajes que son patrimonio cultural. Es el caso del Canal Imperial de Aragón, esa larga empresa que culminó en el Siglo de las Luces tomando como modelo canales franceses. El Canal Imperial está sometido a todo tipo de amenazas y, sin embargo, sus riberas son, como las del Canal du Midi, que hoy es patrimonio de la humanidad, «[una] constante alianza entre razón y belleza», donde las calles de plátanos permanecen como gran ejemplo del urbanismo vegetal («Pignatelli»).

Aunque no sean ni mucho menos paisajes fluviales, todo lo contrario, no me resisto aquí a mencionar uno de los hallazgos de identidad hechos por Arcadi Espada, aquel que evoca al llegar a las Loras burgalesas y recordar la historia de la búsqueda de petróleo en ellas durante los años cincuenta. Los páramos de España, los altiplanos, los de Soria, Burgos, Cuenca, Guadalajara, Zaragoza, Teruel y Logroño, se habrían agrupado en un movimiento para recuperar la dignidad perdida y redimirse del estado desheredado en que les tienen las comunidades autónomas respectivas, una supracomunidad de las altiplanicies para resolver su pobreza y silencio: Se non è vero, è ben trovato («Petróleo en Valdeajos»).

 

RIOGENERACIONISMO ANACRÓNICO
 

El viajero empieza su camino en Amposta. Allí sobre el puente, cuando contempla un río que es ahora rápido y leve como el azogue, recuerda la visión muy diferente de Pla: «El Ebro llega lento, pesado, cargado de vida». Y de inmediato la otra frase del escritor ampurdanés: ¿por qué ese río cargado de vida se tiene que diluir, estúpida e inútilmente, en el mar? «Durante años –apunta Espada cuando ya está en el camino de retorno– la lucha por el agua fue la lucha por la vida y tanto tiempo de lírica asociada vino a resolverla el ingeniero». Con pantanos y trasvases, o proyectos de trasvase como en el caso del Ebro. Los últimos intentos fueron los Planes Hidrológicos Nacionales de 1993 y de 2001. Fracasaron en la parte que tenían de trasvase y en la lírica costiana con que se expresaban, anacrónica. «El trasvase del Ebro forma parte de los fracasos españoles, de su perceptible melancolía de Estado». Melancolía de Estado, que no del propio trasvase, que hubiera sin duda comprometido las tierras de bajo Ebro y del delta detrayéndole más de 1.000 hm3.

Los sueños más nobles de los ingenieros los expresa Espada con palabras de Benet. En 1981, el ingeniero-escritor comentaba su convicción de que los españoles celebra­rían tarde o temprano un fin de año con uvas de Almería, y «¿[quién sabe si] esa misma agua, corriendo por la privilegiada diagonal y saltando por los escalones de las tres mesetas, no vendrá también a alumbrar la fiesta?». Prosa poética, ilustrada y optimista, pero que no deja de evocar la –a menudo– rancia retórica costistaUn Joaquín Costa a quien se dedicaba todavía la intención del Plan Hidrológico Nacional de 1993. Allí se decía que los ríos aragoneses, al recorrer España, lleva­rían «su sangre, su rocío y su oro, el camino de la liberación y de la riqueza colectivas. Para ello se formula el Plan Hidrológico Nacional».. Los hechos demostraron que estos objetivos y esta retórica eran, a finales del siglo xx, totalmente anacrónicos. Arcadi Espada lo pone en boca del alcalde de Artieda, un municipio del entorno del pantano de Yesa, hasta donde se ha desviado el viajero: dentro de pocos años, las grandes obras hidráulicas nos causarán tanta vergüenza como cualquier otro anacronismo. Quizás ocurra, añado yo, como con las grandes repoblaciones regulares y descuidadas, tan anacrónicas hoy en que el abandono del campo y de la montaña están mutando en restauración vegetal espontánea, o al menos en abundante matorral. La tierra de promisión, regada y fértil, que prometió Costa a sus conciudadanos, a fuer de hacer «de las llanuras montañas por lo fértiles y de las montañas llanuras por lo bien comunicadas», ya no puede sino desconcertar a unos aragoneses que siguen venerando al patriarca.

Lo que no evitó en su día que todos los partidos políticos se dejaran arrastrar por un Pacto del Agua fuera de tiempo y de lugar: ni una gota de agua del Ebro podía cederse mientras no estuvieran cubiertos los proyectos de regadío aragoneses. Pero ocurre que a veces no queda ni el recuerdo de aquellos que solicitaron la extensión de la superficie de riego. Espada consulta a la conciencia más tajante y más advertida sobre el tema, al fundador del foro de la nueva cultura del agua, el economista Pedro Arrojo: el hormigón cuesta más de lo que produce. No se puede seguir aceptando un crecimiento basado en la destrucción de los recursos y de los paisajes («Cultura del agua» y «Riogeneracionismo»).

Cuando el viajero llegue a Alicante, un geógrafo le advertirá de que el agua ya no es el principal problema estratégico de la economía española. O ya no debería serlo. La desalación ha cambiado las cosas. Pero surgen otros problemas estratégicos, «nacionales»: el modo en que las comunidades autónomas tratan de apoderarse de «sus» ríos, de declararlos competencia propia, de hablar de sus derechos históricos o urgencias de pago inmediato. Veremos lo que da de sí la remodelación de los organismos de cuenca para introducir en su administración a las autonomías con un peso proporcional al territorio que tienen en la cuenca: veremos qué queda de esas viejas y pactistas confederaciones hidrográficas, y entre todas, y sobre todo, la del Ebro, la de Manuel Lorenzo Pardo.


MELANCOLÍA IBÉRICA Y «JOIE DE VIVRE» LEVANTINA
 

«Casi todas las regiones españolas tienden a la melancolía. A veces lo da el puro paisaje, como en Galicia. Otras, la fuerza, como el País Vasco. Cataluña se añora por el decreto ley planiano […]. En Andalucía, la melancolía es una forma de la respiración. Y en Castilla, una elaboración de la soledad y el ángulo recto. Sólo hay una excepción clara y dominante: el gran país valenciano. Valencia es la ciudad más declaradamente antimelancólica de España» («Contra la melancolía»). De vuelta del Ebro, el viajero ha decidido recorrer el Levante feliz y constata enseguida la falta valenciana de propensión a la melancolía.
Tiene un recuerdo brillante para dos artistas felices, burgueses, maltratados por las vanguardias: Blasco y Sorolla. Dos grandísimos modernos, afirma Espada tajante y provocador, valencianos, realistas, coetáneos, despreciados. En las escenas de Sorolla, la luz quemada del Mediterráneo está domada por la escena que ilumina: escenas de felicidad burguesa y juvenil. «El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible» («Dos modernos» y «La luz y el desorden»).

Nada que ver con los paisajes «averiados», «modernos» de nuestra actualidad. ¿Con qué adjetivos calificar los nuevos, fragmentados y horrendos paisajes de las periferias urbanas, de las urbanizaciones turísticas gigantescas, de los centros urbanos convertidos en extravagantes parques temáticos? Me parece que la perplejidad es lucidez en Arcadi Espada. Hay en el skyline de Castellón «una benéfica ausencia de identidad», un «nóser». Hay en Marina d’Or la gran mentira basada en la unión de sus dos palabras, un paraíso lumpen de un lugar sin urbanismo, sobrecargado y promiscuo, con horror vacui, publicitado ad nauseam para convertir la mentira en verdadPero me parece injusta la comparación que hace Espada entre Marina d’Or y un polígono de bloques abiertos del desarrollismo, como Getafe 70. Quizás ambos carezcan por igual de urbanismo, pero allí era espacio abierto, aunque desolado, lo que aquí es horror al vacío.. En cambio, cuando se habla de Benidorm hay que admitir que la ciudad tiene un éxito total entre quienes la frecuentan: es uno de los lugares del mundo donde la soledad se diluye, desaparece, una ciudad segura, un parque temático donde pasa una cosa cada hora, por pequeña que sea, «una falla de Las Vegas». Yo sabía de la versión optimista y contracorriente que de Benidorm tienen Mario Gaviria y los sociólogos gavirianos y creo también que hay que ser coherentes. Si la ciudad es paseo, si la ciudad es sociabilidad, Benidorm es uno de los lugares donde más se pasea, donde más se socializa. En cambio, Torrevieja es sólo cemento armado.

Al fin y a la postre, me parece correcto el diagnóstico desalentado del escritor. El millón de casas que hay proyectadas o en construcción en el litoral se harán porque la gen­te las quiere, y los constructores son la gente, y los agricultores esperan la llamada de los constructores, ya que no puede pedírseles que no hagan nada con sus propiedades, nada que no hayan hecho otros y que probablemente haríamos igualmente los demás, y menos aún puede pedírseles que se abstengan de hacerlo en nombre de la memoria. Hay unidad de acción y de destino entre quienes venden las tierras, los que las compran y las construyen, los que las ocupan. «Esta es la primera cuestión que no suele comprenderse respecto del paisaje; de lo que llaman la destrucción del paisaje. El único paisaje que cuenta para los que van a ocupar las casas es el sol y la playa. Y un millón de casas no altera para nada el paisaje principal. Todo lo demás es invisible para ellos, en la medida en que ellos también son invisibles para sí mismos». Los que encuentran –encontramos– estos hórridos paisajes feos y vulgares es porque quieren –queremos– sitios aislados y tenemos sueños antigregarios.

Parece existir en Espada, y con razón, una íntima añoranza de los paisajes residenciales burgueses, esos que tienen mucha más representación en otros países que en el nuestro, en Francia y en Italia, incluso en sus costas, paisajes del centrismo, dice, socialdemócratas, sin protección pero de espontáneo buen gusto.
El viajero acaba su periplo en Portmán, renuncia a llegar a Cuevas de Almanzora, donde hubiera terminado la tubería del Ebro. En la bahía de Portmán reconstruye la trágica historia del desastre ecológico de esos residuos minerales estériles que se han vertido al mar hasta 1987, haciendo retroceder la línea de playa un kilómetro y lanzando sedimentos de fondos marinos doce kilómetros mar adentro. ¿Hollín en el prado?, se preguntaba Núñez Florencio en el libro con el que iniciábamos este comentario.

Dos palabras finales. No toda nuestra historia reciente puede leerse en términos de antes y después de la democracia. No es cierto que el urbanismo depredador y la degradación ambiental terminaran con la dictadura. Pese a las reformas de las leyes del suelo, pese a las autonomías y la descentralización administrativa, la urbanización real del territorio, la salvaje, no respeta la línea divisoria entre la dictadura y la democracia. Quizás al contrario.

A lo mejor, el viajero se pregunta al final de su recorrido, todo el litoral mediterráneo que ha visitado se expresa en esa bahía murciana estéril y negra. De modo que al final le domina la melancolía. Una melancolía que es también la de un Estado cada vez más leve, más transparente, en cuyo territorio los sueños de paisaje identitario de los noventayochistas han claudicado ante la deconstrucción.

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