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Esta antología presenta cuentos escritos en castellano por 38 escritores españoles nacidos entre los años 1960 y 1971. Responsable de la antología y del estudio que la precede es Sabas Martín, que ordena el panorama de los jóvenes autores españoles –no todos los que figuran en el libro– según distintas tendencias, y señala que «los más valiosos de nuestros jóvenes narradores muchas veces no responden a esa determinada imagen que se ha querido vender desde la mercadotecnia editorial y el papanatismo de ciertos medios de comunicación».

Lo primero que llama la atención en este conjunto es la preeminencia que estos autores dan a la narratividad. Desde planteamientos estéticos y formales muy distintos, una abrumadora mayoría muestra el gusto de contar y el interés en conseguir una historia atractiva por la originalidad del tema, por la complejidad de su desarrollo o por lo peculiar del enfoque narrativo. Lejanos los tiempos en que el relato breve se regodeaba en determinado estatismo, no parece que tal modelo sirva de referencia a las recientes promociones. Hay que destacar esa variedad de registros que la antología presenta. Aunque la mayor parte de los cuentos tratan de la dificultad y hasta la imposibilidad de las relaciones interpersonales –familiares, amorosas, amistosas–, las aproximaciones estéticas cubren un amplio abanico que va desde lo alegórico a lo humorístico. Se puede decir que el libro ofrece muchos modos de hacer de tipo realista, y hasta costumbrista, pero que no están ausentes algunas derivaciones fantásticas.

Hay cuentos que recuerdan maneras de Unamuno, o de Calvino. Juan Manuel de Prada hace un homenaje a Borges –Los antípodas– y Juan Manuel Calderón, a Kakfa –Visita al amigo–. También puede decirse que los narradores y narradoras ofrecen, en general, notable solidez en el uso de sus recursos, que a veces –como en ciertos cuentos que tienen como marco de referencia artificios técnicos o científicos, así Ouroboros, de Ángel García Galiano, o Extraña naturaleza de carne y pescado, de Fernando Royuela– están integrados con una naturalidad no habitual en la ficción española. También es cierto que hay algunos cuentos sobreescritos, en que predomina una retórica tan endeble como pretenciosa, y otros en que, al servicio de determinados modelos de la ficción literaria y cinematográfica norteamericana, se mezclan sexo, droga y sangre de manera algo granguiñolesca, pero se podría decir que incluso en los productos menos logrados del conjunto es evidente la voluntad literaria.

Por otra parte, hay muchos que sobresalen por el tratamiento de ciertos aspectos que, necesarios para el buen logro de cualquier ficción, son imprescindibles en la distancia corta que supone el cuento literario. Estos aspectos son la capacidad para dar expresividad al escenario –tan importante como marco y hasta acicate dramático de la ficción–, el buen manejo del tiempo –el uso del tiempo es fundamental para que se produzca el hecho narrativo, hasta el punto de que acaso los buenos relatos y novelas no sean otra cosa que formas o apariencias del tiempo–, el acertado planteamiento del conflicto –también imprescindible para que surja el movimiento dentro del relato–, y la manera de narrar más adecuada, es decir, la acertada elección del punto de vista. Voy a citar algunos como ejemplo, aunque hay bastantes más también muy afortunados.

La utilización del escenario, en una situación que viene a servir de contrapunto a otra historia decisiva para el personaje, resulta muy bien lograda en El cuerpo, de Nuria Barrios, en que el minucioso baño a que la protagonista se entrega, y todos los aspectos del espacio y del ritual físico, van reconstruyendo en su memoria la presencia del padre y su pérdida. La sabiduría en el uso del tiempo destaca en el cuento Noesperes, de Andrés Ibáñez, donde el autor concentra en muy pocas páginas la evocación de una familia, con sus supervivientes y sus fantasmas, mediante mutaciones del punto de vista que son también transiciones temporales, excelentemente conseguidas. La presencia progresiva de un aspecto que, aparentemente neutro e incluso risible, se convierte en inquietante, hasta resultar implicado en la materia misma del conflicto, está muy bien desarrollada en Lastruchas, de Pedro Ugarte. También Paso de cebra, de Juan Bonilla, expone con brevedad e intensidad una historia colectiva que justifica la dramática decisión final del joven protagonista. Horizontes de expectación, de Antonio Orejudo Utrilla, presenta una forma peculiar de punto de vista que enriquece y da una dimensión extraña al grotesco encuentro de unos padres y su hijo en un entorno exótico. También son muy sugestivos los planteamientos del narrador en Aquel cansancio, recuerdo, de Luis María Carrero, en que el aparente discurso sucesivo de la historia debe reconsiderarse a partir del final como una suerte de fogonazo retrospectivo, y en Y poreso he tirado el café, de Martín Casariego, donde se construye, también con maestría, una voz que va siguiendo un inesperado sendero de la memoria.

El cuento, el relato breve, viene a ser en el ecosistema literario uno de los especímenes fundamentales, y su existencia vigorosa es indicio de la vitalidad y buena salud del conjunto. Desde esta consideración, la antología demuestra que hay una calidad estimable en las ficciones escritas de los jóvenes autores españoles. El antólogo titula su trabajo Narrativa española para eltercer milenio, y ciertamente creo que podemos esperar con razonable optimismo lo que la literatura en castellano va a depararnos en esos primeros años del siglo que se acerca.

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