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Otro rapto de Europa

La CIA y la guerra fría cultural

FRANCES STONOR SAUNDERS

Debate, Madrid, 639 págs.

Trad. de Rafael Fontes

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Who Paid the Piper?, dice la primera parte del título original, que se ha omitido aquí, en la versión española, posiblemente ante la dificultad de dar una formulación rotunda o inequívoca al enunciado inglés. Con ello, sin embargo, se amputa en el frontispicio la alusión que da sentido a este voluminoso, prolijo y demoledor trabajo de la polifacética autora británica Frances Stonor Saunders. «Quien paga, manda», diríamos en términos castizos y sin andarnos por las ramas. Pero, en este caso, andando los servicios de inteligencia a sus anchas, y en plena guerra fría, ya podemos imaginar de qué estamos hablando y todo lo que eso presagia: como mínimo, venalidad, hipocresía, manipulación, corruptelas y… muchos tontos útiles. Aunque, para variar, los conscientes o conscriptos –y sus «compañeros de viaje»– no se dirigían hacia el paraíso socialista, sino en sentido opuesto. El edén –siempre hay un edén por medio o como confín– se dibujaba en esta ocasión con barras y estrellas.

Hace algunos años, Stephen Koch desenmascaraba las lucífugas andanzas de un escurridizo agente de la Komintern en El fin de la inocencia. Willi Münzenberg y la seducción de los intelectuales (véase Revista de libros, nº 6, junio de 1997). Desgajando el nombre propio, los conceptos acuñados en ese título serían de absoluta pertinencia también en este volumen, aplicados ahora a las andanzas, manejos y secuelas de unos oscuros y siniestros personajes, perfectamente homologables, menos en la ideología, a los del bando que decían combatir: Michael Josselson, Tom Braden, John Hunt, Nicolas Nabokov, Melvin Lasky, Irving Kristol… Una red en la sombra y sobre todo una maquinaria precisa, bien engrasada con miles de dólares frescos, en un chorro sin reparos y sin restricciones, con una misión inequívoca: poner coto a la influencia comunista en el mundo en general, en el mundo de las ideas en particular y, aún más exactamente, en el marco cultural del occidente europeo, espacio (físico e ideológico) que se juzgaba decisivo para ganar la guerra fría.

El comienzo de la obra no puede ser más prometedor. Tras una cita de Richard Crossman –casi grosera de puro obvia– sobre la eficacia propagandística (mayor cuanto menos ostensible), la autora condensa de modo magistral en el primer párrafo el objeto y sentido de su investigación: en el cenit de la guerra fría el gobierno estadounidense «invirtió enormes recursos en un programa secreto de propaganda cultural en Europa occidental. Un rasgo fundamental de este programa era que no se supiese de su existencia. Fue llevado a cabo con gran secreto por la organización de espionaje de Estados Unidos, la Agencia Central de Inteligencia».

A renglón seguido, en la misma línea de precisión y claridad, se desgranan otros datos fundamentales: esa campaña estuvo protagonizada fundamentalmente por el «Congreso por la Libertad Cultural», organizado entre 1950 y 1967 por el agente de la CIA Michael Josselson, con oficinas o negociados más o menos encubiertos en treinta y cinco países, decenas de personas a sueldo (algunas de gran prestigio), más de veinte revistas a su disposición y múltiples ramificaciones (incluyendo un servicio propio de noticias), que iban desde la organización de congresos ad hoc a exposiciones culturales, subvenciones especiales, mecenazgos, organización de giras, concursos y premios. Todo encaminado, naturalmente, al fin antedicho: apartar a la intelectualidad de Francia, Alemania, Inglaterra y otras naciones del entorno «de su prolongada fascinación por el marxismo», empujándola, si era posible «sutilmente» (y si no, sin sutilezas), hacia una cosmovisión más acorde con los intereses del amigo americano.

La súbita conversión del que fuera principal aliado en la lucha contra la barbarie hitleriana en el enemigo por antonomasia en un mundo bipolar, es decir, el vuelco geoestratégico que iba a dejar su impronta en toda la segunda mitad del siglo XX , llevó a improvisar sin mayores escrúpulos la primera gran pirueta ideológica del período: la aceptación plena y a todos los efectos (sin muchas preguntas indiscretas) de todos aquellos que fueran susceptibles de convertirse en fuerza de choque anticomunista, empezando si hacía falta ––y parece que sí hizo falta– por señalados simpatizantes o incluso colaboradores del régimen nazi. De este modo, personajes de un pasado cuando menos turbio como Wilhelm Furtwängler, Elisabeth Schwarzkopf o el mundialmente célebre Herbert von Karajan fueron exonerados de todos los cargos y recuperados para la nueva causa. No se trataba de episodios accidentales o contingentes, sino del inicio de una campaña ordenada y sistemática. Josselson y su fiel amigo Nicolas Nabokov comenzaban a mover sus hilos. La representación había dado comienzo en el momento mismo en que habían callado las armas, y no era casual que el primer escenario fuera la convulsa Alemania y el foco, el Berlín dividido.

Por si hubiera alguna duda de lo que estaba en juego y sobre todo del ambiente despiadado –a cara de perro– en que se desarrollaba la partida, algo más adelante se da la palabra a un veterano miembro de los servicios de inteligencia norteamericanos, Harry Rositzke (miembro primero de la OSS, Oficina de Servicios Estratégicos, y después de su sucesora, la CIA): «Era algo visceral: se trataba de utilizar a cualquier hijo de puta siempre que fuese anticomunista». Doctrina e incluso términos concretos que coinciden, casi literalmente, con los utilizados por las mismas o parecidas fechas por altos miembros de la administración norteamericana para respaldar a dictadores como Somoza. Sin olvidar, obviamente, que los españoles teníamos en esta vertiente ejemplos más a mano… Saunders deja pasar sistemáticamente la ocasión de citar estos y otros incontables ejemplos de la misma índole, que le hubieran podido servir de modo excelente para completar el panorama de intervencionismo norteamericano en ámbitos más sangrantes, casi literalmente hablando, que el ideológico, artístico o intelectual.

Debe precisarse que no todas las intervenciones adolecieron de un cariz tan tosco. Saunders, pese a la repugnancia explícita que le producen sus personajes, y aunque a veces no es capaz de evitar la caricatura, está por lo general muy lejos de presentarlos como zafios o patanes. Muy al contrario, enfatiza y subraya cómo pronto se dieron cuenta de que la auténtica propaganda constituía un arma sutil y delicada. Tan importante o más que el mensaje era el mensajero, es decir, su credibilidad, su capacidad para impregnar otros sectores sociales o intelectuales. Podía ser por ello que los conservadores tradicionales resultasen en este sentido menos útiles que los moderados, los liberales y, todavía mejor, los tibios izquierdistas, siempre que todos ellos coincidieran en el mínimo común denominador del anticomunismo.

En ese contexto hacen su aparición espectacular una serie de nombres por encima de toda sospecha, casi toda la flor y nata de la intelectualidad del período que se encuadró en posiciones liberales, es decir, no comunistas: Bertrand Russell, Raymond Aron, W. H. Auden, Salvador de Madariaga, Isaiah Berlin, A. J. Ayer, etc. A esa lista hay que añadir la legión de ex comunistas, especialmente atractivos para los fines propagandísticos por razones que no necesitan explicación: André Malraux, George Orwell, Arthur Koestler, Julián Gorkin, Stephen Spender, Ignazio Silone… ¿Se afirma o se insinúa que todos ellos fueron manipulados o, peor aún, que se vendieron, que cobraron de la CIA de un modo u otro? En su momento, algunos alzaron la voz protestando airadamente: dijeron a título individual o colectivo que no habían tenido nada que ver o, simplemente, que no podían indagar quién financiaba cada actividad en la que tomaban parte…

Es obvio que no se puede meter en el mismo saco a todos, entre otras cosas porque la relación de facto que cada uno tuvo con los servicios secretos o con sus satélites fue muy desigual en tiempo e intensidad. Aquí no podemos dar cuenta de los casos particulares –y la misma autora no puede precisar con nitidez hasta dónde llegó la implicación de cada cual–, pero no nos resistimos a reproducir la reacción de uno de los principales agentes norteamericanos, Tom Braden, ante una de las más sonoras protestas de inocencia, la firmada entre otros por Hannah Arendt, Paul Goodman, Stuart Hampshire, William Styron, William Phillips, y así hasta un total de diecisiete nombres («Declaración sobre la CIA», Partisan Review, verano de 1967). Tras una sonora carcajada, Braden se limitó a decir: «¡Por supuesto que lo sabían!». Saunders, que otorga especial relevancia a este testimonio, encabeza el párrafo en que da cuenta de este incidente con una disyuntiva aún más cruel: «¿Imbéciles o hipócritas?» (pág. 572).

Distingamos. A nivel académico, en el puro análisis de las ideas políticas, apenas tienen cabida o sentido esas acusaciones de oportunistas, mezquinos o rastreros que destilan el grueso de estas páginas. Todo lo contrario. Cabe considerar como razonable y hasta lúcido que en una Europa devastada, mísera, empequeñecida, muchos intelectuales y no pocos sectores sociales –contagiados o no del temor a las hordas soviéticas– miraran hacia los Estados Unidos como el faro salvador. La expresión más diáfana de esta actitud la constituyó un temprano artículo (25 de abril de 1948) de Stephen Spender: We Can Win the Battle for the Mind of Europe. Si una Europa arrasada necesitaba como maná la ayuda material norteamericana, una Europa cuarteada y perpleja, incapaz de reconocerse en sus antiguos valores tras la hecatombe nazi y fascista, necesitaba aún en mayor medida mirarse en aquel espejo que ahora relucía allende el océano. En definitiva, había que aprender de la concepción americana de la libertad. En términos más directos era lo que decía también Raymond Aron (y una importante parte de la intelectualidad europea): la lucha contra el totalitarismo estalinista «no tiene otra opción viable que asumir el liderazgo estadounidense».

No estamos ante un trabajo de teoría política, sino ante una minuciosa investigación fáctica periodística –con todos sus pros y contras– de los entresijos del establishment intelectual. Pero la duda –o algo más– que aquí se plantea, aun perteneciendo a un orden diferente (las motivaciones ocultas), termina por afectar a la esencia misma de aquellos discursos. Sabiendo como ya sabemos que la CIA manejaba tantos y tantos hilos de la tramoya, y habiendo quedado sobradamente demostrado cuán largos eran sus tentáculos (y sus tentaciones), ¿cómo podemos creer, confiar o simplemente asentir ante la argumentación liberal? ¿No se transforma todo en palabrería hueca, en cortina de humo, en pantalla para disfrazar intereses espurios? ¿Dónde termina el alegato sincero a favor de la libertad y empieza el anticomunismo bien remunerado? Saunders pretende que sea el lector el que saque sus propias conclusiones, aunque en algún que otro caso sí sugiere que la proclama antiestalinista habría sido más consistente si se hubiera visto acompañada por una denuncia paralela –y no un silencio clamoroso– de las lacras norteamericanas (del maccarthismo al Ku-KluxKlan, pasando por el sucio intervencionismo en Centroamérica, su patio trasero).

El caso de Jackson Pollock y, en general, el apoyo de los servicios secretos estadounidenses al expresionismo abstracto, no puede ser más sintomático en este sentido. De este modo, una parcela tan alejada teóricamente de la lucha política directa como la actividad artística se vio contaminada por el feroz maniqueísmo de la guerra fría: si los soviéticos auspiciaban el realismo socialista, Estados Unidos apostaría (estrictamente hablando: por medio de fajos de dólares) por la vanguardia, la experimentación y el arte por el arte. No deja de ser una broma de la historia que así, por esos vericuetos tortuosos, la superpotencia capitalista se empeñase en hacer realidad el viejo dogma marxista de que el arte que soslayaba el compromiso social servía objetivamente a los intereses del capitalismo y a las necesidades de la burguesía. No fue ni mucho menos un asunto aislado. Otras actividades artísticas, como la música sinfónica de vanguardia (obras de Stravinsky, Britten, Schönberg), fueron promocionadas e instrumentalizadas en el mismo sentido. En realidad, todo servía si con ello se erosionaba de alguna manera el influjo soviético.

Con todo, más allá de la inicial sorpresa ante revelaciones de esa índole (muchas y muy variadas), el peso de tantas páginas reiterando lo enunciado, con leves cambios de decorado y siempre con acumulación de toda suerte de datos menudos, malevolencias y algún que otro chisme, transforma la lectura en una empresa tediosa, y a la postre algo decepcionante. Lo adjetivo termina desplazando a lo sustantivo, del mismo modo que la circunstancia devora a la categoría. Se echa en falta un enfoque de mayor angular, un criterio selectivo y no meramente acumulativo, y sobre todo una reflexión más reposada. Como en esas películas de nerviosa cámara en mano, el brío reporteril termina fatigando a quien busca algo más que la noticia o el hecho en sí. Por último, y no es una cuestión menor, el observador atento se queda con la sospecha de que se sobredimensionan tanto el margen de maniobra de la CIA (en este terreno concreto) como su capacidad de manipulación. Por citar tres casos representativos, las denuncias de los crímenes estalinistas no son menos ciertas porque Koestler llegara a cobrar de los servicios secretos, del mismo modo que la alteración de los finales de 1984 y Rebelión en la granja no constituyen más que una anécdota que modifica muy relativamente la carga perturbadora de ambas obras; y, en fin, si la CIA se movilizó en 1964 contra la concesión del Nobel al comunista Neruda, sólo consiguió con ello atrasar en siete años dicha distinción y que en aquella ocasión fuera a parar… ¡a Jean-Paul Sartre!

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