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Otra lista de Schindler

El inventario

GILA LUSTIGER

Akal, Madrid, 384 págs.

Trad. y prólogo de Cristina Díaz Pampliego

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En su ensayo ¿De quién es Auschwitz?, el escritor húngaro Imre Kertész, preocupado como superviviente de los campos de concentración por la estilización del llamado holocausto, compara La lista de Schindler de Steven Spielberg, película que le merece el calificativo de «kitsch estilo dinosaurio», con La vida es bella de Roberto Benigni: «Con mucha más frecuencia ocurre que se sustrae el holocausto a los encargados de su custodia y se producen productos baratos a partir de él. O que se institucionaliza, se erige un ritual moral-político a su alrededor y se constituye un lenguaje a menudo falso». Benigni, que recurre al humor absurdo para acercarse al mundo del horror nazi, «imposible de describir en un lenguaje racional», ha sabido expresar mejor la dimensión trágica de su historia, según el criterio implacable de Kertész, que Spielberg con su pretendido realismo en la recreación minuciosa de escenarios y hechos. Por mucho que uno se documente y reconstruya detalles, que saque los registros oscuros del gran órgano dramático, no consigue más autenticidad. Ésta depende también de la ética del creador.

La década de los noventa, positivamente, ha sido muy prolija en abordar el tema de la shoa y la época del nacionalsocialismo, sobre todo en el terreno de la ficción literaria, donde los autores de lengua alemana han sido los primeros en reivindicar su triste herencia. Parece que la generación de los hijos y nietos se siente de nuevo comprometida con la memoria de los crímenes nazis, a la que evocaban, casi paralelamente, con más de media docena de títulos de narrativa de muy diferente tratamiento, entre ellos las truncadas biografías judías de Los emigrados, de W. G. Sebald; el empalagoso best-seller Ellector, de Bernhard Schlink; la radiografía de un simpatizante en Eltécnico de sonido, de Marcel Beyer, y también El inventario, de Gila Lustiger.

Es de suponer que todos estos autores fueron conscientes del peligro de trivialización a la hora de escribir, aunque no todos han sabido resistirse a la explotación efectista y emotiva del tremendo material. Cualquiera que se adentre en la inmensa bibliografía al respecto, se encuentra con relatos de hazañas y biografías impresionantes, si no las conoce ya desde niño, de boca de parientes o conocidos. La trayectoria vital de cada una de las víctimas y de los verdugos contiene sustancia, como mínimo, para tres novelas. De hecho, con sólo dejarlos hablar se obtienen «historias» muy completas. Si, además, se recurre a documentos de la época, a la amplia información sobre la vida cotidiana en el Tercer Reich, sobre la organización del estado nazi y su maquinaria de destrucción, etc., saldrá un producto más o menos logrado de literatura testimonial.

Parece que esto es, precisamente, lo que ha hecho Gila Lustiger en su primera novela, que se sirve de un tratamiento decididamente más periodístico que literario. A través de las historias vitales de una treintena de individuos, de todos los estratos sociales y orientaciones profesionales, compone una crónica negra de época. El inventario da voz –en primera persona o mediante un narrador omnisciente e irónico– a una serie de personajes cuyos destinos sufren un giro violento y, en muchos casos, fatal, durante el régimen de los nacionalsocialistas. Cada capítulo escoge un momento aparentemente casual en la vida de un peletero, un sargento de policía, un cantante de ópera o una costurera, y observa con sumo laconismo y, esto es importante, desde el punto de vista del personaje, cómo se desencadenan los acontecimientos que llevan a unos a la pérdida de sus bienes, a la vejación y a la muerte, y a otros a la prosperidad y al reconocimiento.

A Gila Lustiger le importa señalar en sus relatos la despreocupación e inconsciencia de las víctimas, y, por otro lado, la arbitrariedad de las circunstancias perversas que las convierten en tales. Para ello emplea –como en general para desarrollar sus argumentos– todo tipo de flechas rojas y señales parpadeantes, forzando las posibilidades dramáticas de cada escena: «El antiguo panadero Uhland dormía la mona en comisaría. Su pobre madre murió poco después de la esterilización forzosa y ahora el hombre ya no tenía a nadie que le prohibiera la bebida. Nadie lograba comprender cómo era posible que aún no se lo hubieran cargado».

El sentimentalismo de la representación falsifica la dicción del libro, como muestra el resumen de vida del librero que recuerda que en Auschwitz le obligaron a extraer el oro de los dientes de los cadáveres apiñados en las cámaras de gas: «He visto muchas cosas horribles en mi vida, pero también he visto cosas bellas, y, cuando estoy sentado en mi tienda […] entonces vuelvo a verlos ante mí: los escasos momentos exquisitos de mi vida. Y con uno de esos momentos quisiera despedirme de ustedes: cuando le pregunté a Klara si quería casarse conmigo […] y ella reía con una voz profunda, ronca de ternura».

Los tópicos y la acumulación de horrores y desgracias anulan la incuestionable buena intención de la autora –judía, para más señas, y periodista con estudios en Israel-de fundar un lugar de memoria para los desmemoriados. La mayoría de las escenas recreadas, como aquella en que un funcionario de prisión, frío y cumplidor, registra en su inventario las alianzas de un matrimonio judío mayor («No lograba entender qué significaban esa calma y esa seguridad que brillaban en los rostros de la pareja, a despecho de las circunstancias reales que les rodeaban»), son de un blanco y negro de factoría hollywoodiense. Decepciona la simpleza de las descripciones. Abundan las frases hechas y los convencionalismos verbales: los ojos de la amada tienen pupilas inmensas y son brillantes, los sindicalistas discuten vehementemente, los nazis son brutales y pegan a las mujeres, las esposas de los nazis preparan constantemente ensalada de patatas.

El parentesco de espíritu entre la presente novela y La lista deSchindler queda patente ya mucho antes del final, que también en El inventario es coral y lacrimoso. Kertész advertía contra los productos baratos, el lenguaje falso, sentimentaloide, al que nos acostumbran películas como la de Spielberg, pero es de temer que ya han hecho estragos entre todos nosotros. Y tristemente también entre los escritores, cuando éstos deberían asumir una responsabilidad especial –en máxima alerta contra la superficialidad y el descuido verbal–, al ficcionalizar temas relacionados con la shoa.

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Ficha técnica

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