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La nueva edición de la ortografía académica

Ortografía de la Lengua Española

REAL ACADEMIA ESPAÑOLA

Edición revisada por las Academias de la Lengua Española. Espasa, Madrid

162 págs.

1.750 ptas.

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El pasado mes de mayo la Academia aprobó oficialmente la nueva versión de su ortografía. La inminente aparición del tratado académico fue anunciada hace ahora un año y se habló entonces de su presentación como prólogo a un diccionario de dudas ortográficasPor poner un solo ejemplo, el suplemento cultural de La Razón del 8 de noviembre de 1998 le dedicó a la nueva ortografía académica la portada y un amplio artículo de Blanca Berasátegui en el que, bajo el titular «La Real Academia publica la nueva ortografía», se anunciaba la inminente aparición de la obra.. Finalmente, sin embargo, la Academia se ha decidido por la publicación independiente de la ortografía en una cuidada edición que contrasta con el folleto de poco menos de cincuenta páginas que, hasta este momento, recogía la doctrina académica en esta materia. El cuadernillo al que esta nueva edición viene a sustituir, se presentaba en 1974, en su segunda edición corregida y aumentada, como la «publicación que incorpora al texto tradicional las Nuevas Normas declaradas de aplicación desde el 1º de enero de 1959». Estas normas se imprimieron en 1969, una vez revisadas en 1968 por el V Congreso de Academias celebrado en Quito, y sus novedades se incluyeron en la 19ª edición del Diccionario, en 1970. Posteriormente, el Esbozo de la gramática académica, publicado en 1973 y en el que se declara explícitamente su carácter de proyecto sin validez normativa, recoge la Ortografía como último punto de su primera parte, dedicada a la Fonología. Frente a esta cierta dispersión de la doctrina académica, la nueva obra se presenta, en su prólogo, como una respuesta a la exigencia de los hispanohablantes de un tratado «sistemático, claro y accesible» que les ayude a resolver sus dudas y, por encima de las escasas novedades «de doctrina», se destaca su carácter más didáctico y, sobre todo, panhispánico, al estar basado en «los detallados informes de las distintas Academias». Aunque la doctrina plasmada en el folleto anterior también había sido objeto de consultas, como ya se ha indicado, esta colaboración está ahora destacada explícitamente en la contraportada y en la página VII, donde aparecen las 22 Academias ordenadas según su fecha de fundación. La edición actual sigue, por lo demás, la disposición que presentaba el cuadernillo hasta ahora existente, aunque con alguna novedad. La nueva obra se distribuye en seis capítulos, frente a los cinco anteriores, al haber destinado un capítulo específico al uso de las mayúsculas, antes agrupado con la explicación de los usos particulares de ciertas letras. Hay ahora, además, tres apéndices dedicados, respectivamente, a las abreviaturas, siglas y símbolos, a los países con capitales y gentilicios y, por último, a los topónimos cuya forma tradicional en castellano difiere de la de sus lenguas originales. Se incluye, para acabar, un índice analítico que resulta muy útil.

La voluntad de didactismo y la vocación de instrumento que consolide la unidad de la lengua están presentes en las novedades de esta edición. El deseo de claridad ha hecho que, junto a la modernización de algunos aspectos de la redacción, se distingan las normas básicas de lo que se denomina «notas orientadoras sobre el uso», que aparecen en cuadros claramente diferenciados. Además, se ha optado por separar del cuerpo normativo, por medio de párrafos específicamente marcados, las observaciones históricas, que a veces aparecen también en nota a pie de página. Es posible que algunas de estas explicaciones puedan resultar poco comprensibles para un lector no especializado, aunque es evidente la voluntad de no abusar de los tecnicismos, muchas veces inevitables. Podría haberse optado, incluso, por la eliminación de este tipo de informaciones, dado que se trata de un tratado en el que se plasma la norma actual. Sin embargo, la inclusión de estas observaciones proporciona una perspectiva necesaria para entender las «inadecuaciones» de una doctrina que es, fundamentalmente, el resultado de una convención histórica secularmente conformada y asentada Una obra bien documentada y de fácil acceso como la Historia de las Letras, de Gregorio Salvador y Juan R. Lodares (Madrid, Espasa, 1996), puede ayudar a completar esta perspectiva..

Como ya se ha apuntado, pocas son las novedades en la doctrina y, cuando aparecen, como en el caso de ciertos usos del acento, no suponen un cambio, sino una ampliación de la norma para dar cabida a variantes de pronunciación presentes dentro del ámbito hispánico. Es lo que sucede en los casos de ciertas combinaciones vocálicas en las que, frente a la preceptiva anterior, la presencia o ausencia de acento gráfico depende de que quien escribe perciba un hiato o un diptongo, como en fie/fié, guion/guión, riais/riáis, etc. Implícitamente, por tanto, el uso ortográfico autoriza ambas pronunciaciones como correctas. En otras ocasiones, sin embargo, la Academia se decanta por una de las posibilidades marcadas: en casos como cruel, fluir o desviado señala que se considerará siempre la existencia de diptongos a efectos de la acentuación gráfica, aunque reconoce que estas combinaciones vocálicas pueden articularse como hiatos «dependiendo de distintos factores: su lugar en la secuencia hablada, el mayor o menor esmero en la pronunciación, el origen geográfico o social de los hablantes, etc.» (pág. 43). Más allá de lo que se desprende de la norma ortográfica, no se especifica en el texto qué pronunciación es la más esmerada. Ya en la anterior edición del tratado académico habían desaparecido alusiones como la que, en la redacción de 1969 (§17), se refería a la conveniencia de tener «como modelo de pronunciación la de la gente culta de Castilla» salvo en su tendencia a pronunciar como z la d final de vocablo. Autores como Ángel Rosenblat Ángel Rosenblat, Actuales normas ortográficas y prosódicas de la Academia Española, Barcelona, OEI Promoción Cultural, S. A., 1974, pág. 88. Se recogen en este volumen las reflexiones del Rosenblat sobre la ortografía académica en su versión de 1969., defensor de una unidad lingüística que la ortografía debía asegurar, habían señalado la inconveniencia de alusiones de este tipo. En otras ocasiones, la Academia explicita los criterios en los que fundamenta su preferencia. Ésta puede venir dada por la mayor frecuencia de una forma en los archivos léxicos de la institución, como señala en la pág. 21 al decantarse por formas como armonía y arpía frente a sus variantes con h inicial, pese a considerarlas también correctas. En el caso del grupo ps– de palabras como psicología o psicosis, considera recomendable su conservación «conforme al uso de las lenguas modernas de cultura» (pág. 26). Más adelante, recomienda restringir el uso de las variantes Méjico, mejicano, etc. «en atención a la tradición ortográfica del país americano» (pág. 29, nota 23).

En general, el criterio tiende a ser amplio y respetuoso tanto con la tradición como con las variantes de pronunciación hasta ahora menos reconocidas por la norma. En algunos casos, se apela de forma explícita al sentimiento del hablante sobre el término afectado, como sucede con el uso del guión en los gentilicios que forman una palabra compuesta (hispanoárabe, luso-japonés), en los que la decisión depende de «si el compuesto resultante se siente como consolidado» (pág. 83). Incluso en la selección de las abreviaturas se hace referencia a aquellas «que pertenecen ya a la memoria histórica de los hispanohablantes» (pág. 94). Esta voluntad panhispánica explícitamente declarada y plasmada en los ejemplos ya citados puede observarse también en el capítulo dedicado a la puntuación, donde destaca una selección de textos literarios mucho más amplia que hasta el momento y en la que se incluyen tanto autores españoles como americanos. En este caso, en el que la norma presenta una especial dificultad, se ha mejorado la presentación de los ejemplos, se han eliminado ciertos símbolos, como la manecilla y se ha prestado mayor atención a otros, como el asterisco, que, con valores específicos, se han hecho hoy más presentes. También se ha actualizado el apartado dedicado a las abreviaturas, siglas y símbolos, en el que, junto a una mayor atención a las reglas generales que afectan a su acentuación, variaciones de género y número, etc., se aumenta de forma espectacular la lista que aparecía en la versión anterior. En general, la Academia ha mantenido en su versión actual las normas ortográficas que eran ya conocidas y generalmente acatadas, pero para las que no han faltado críticas y propuestas de simplificación. Una ortografía en la que cada fonema estuviera representado por una única grafía (y viceversa, en la que a cada grafía correspondiera un solo fonema), es decir, en la que se pudiera hablar realmente de grafemas en sentido estricto, resolvería, sin duda, muchos problemas ortográficos. Pese a no cumplir este requisito, que, en la práctica, viene a resultar un ideal nunca alcanzado por el carácter conservador de las ortografías constituidas históricamente, la Academia caracteriza la nuestra como «bastante simple y notoriamente envidiable, casi fonológica, que apenas si tiene parangón entre las grandes lenguas de cultura» (pág. XVI). Esta ortografía es el resultado de un proceso reformista que la Academia llevó adelante y que, con matices, resultó progresivamente simplificador. La Academia suprimió, por ejemplo, la ç y fijó los valores diferenciados de u y v –ya en 1726–, eliminó dígrafos cultos como ph o th, así como la x para representar el fonema velar fricativo sordo –salvo los casos en que hoy se conserva–; pero mantuvo también ciertos grupos consonánticos cultos, respetó el uso de grafías que, como la h, no respondían, en general, a ningún sonido, o estableció la utilización de más de una representación gráfica para ciertos fonemas (como c/qu/k, g/j, b/v, etc.). La historia de la ortografía es, de hecho, la historia de las reformas ortográficas, desde que las scriptae medievales adaptaron los signos del alfabeto latino para representar los nuevos sonidos de las lenguas romances, hasta las propuestas reformistas actualesEntre las más conocidas están las defendidas por Jesús Mosterín (Teoría de la escritura, Barcelona, Icaria, 1993).. Lo novedoso en el caso de la ortografía académica era no ya su doctrina, sino su carácter de código que emanaba de una institución oficial y que, andando el tiempo, iba a conseguir el respaldo del poder real que ya solicitó Nebrija en 1492, cuando señaló la dificultad de «hacer mudanza» en unos usos tradicionalmente establecidos y, por tanto, la necesidad de una sanción oficial que asegurase la imposición de cualquier novedad. Desde finales del siglo XV , decenas de autores elaboraron tratados en los que se proponían reformas más o menos amplias de una norma no unitaria ni oficialmente sancionada, pero, a fin de cuentas, como señaló el propio Nebrija, «consentida por todos». A partir de ese uso tradicional, que encontró una primera fijación con la llamada ortografía alfonsí, en el siglo XIII , los ortógrafos dieron su propia interpretación al conocido como principio de Quintiliano, según el cual se había de escribir como se pronuncia y pronunciar como se escribe, si el uso no había establecido otra cosa. Con el uso establecido chocaron tanto las prudentes reformas propugnadas por Nebrija como las más radicales que, en el XVII , presentaron autores como Mateo Alemán y, sobre todo, Gonzalo Correas y que provocaron la reacción de los que, como Juan de Robles o Gonzalo Bravo Graxera, se opusieron, desde las filas del uso más tradicional, a una novedad que «desfiguraba» las palabras al alterar su representación etimológica; ambas posiciones encontraron, por otra parte, defensores en los siglos siguientesLa historia de los tratados ortográficos del español puede encontrarse en A. Esteve Serrano, Estudios de teoría ortográfica del español, Murcia, Universidad, 1982. Recientemente se ha publicado un CD-ROM que reproduce 55 tratados sobre ortografía española de los siglos XVI al XIX (M. J. Martínez (comp.), Textos clásicos sobre la Historia de la Ortografía Castellana, Colección Clásicos Tavera-Digibis, Madrid, 1999).. Unos y otros, fonetistas y etimologistas, rara vez lo fueron en estado puro, pero con estos criterios (pronunciación, etimología y uso) y, sobre todo, con la falta de una ortografía unitaria se encontró, en un principio, la Academia. De sus primeras resoluciones sobre este asunto, necesarias para una obra como el Diccionario, basada en la ordenación ortográfica, da cuenta la propuesta de 1726, en la que los académicos declaran expresamente que se trata de una ortografía para su propio uso. Sin embargo, una vez acabado el Diccionario de Autoridades, en 1739, la Academia publica su primer tratado ortográfico en 1741 y emprende una tarea de reforma que, esta vez sí, iba a conseguir para el español la ortografía unitaria reclamada por todos los que se habían ocupado del tema. Cualquier propuesta ortográfica es criticable y la académica no fue una excepción, máxime cuando de forma paralela se desarrollaba el proceso de independencia política de los países americanos: el decreto de oficialidad firmado en 1844 por Isabel II se promulgó el mismo año en que se hacía también oficial en Chile lo que se conocería como «ortografía chilena» y que perduró, al menos oficialmente, hasta 1927. Del grado de aceptación logrado por la norma académica y de la conciencia de código unitario da cuenta, por ejemplo, el que pocos de los proyectos reformistas americanos pretendieran plasmar gráficamente el seseo. Salvo casos extremos, como el de Domingo Faustino Sarmiento, la mayor parte de los autores, encabezados por Andrés Bello, pretendían simplificar la ortografía española sin atacar su carácter unitarioSobre este asunto, pueden consultarse los estudios de Lidia Contreras (Ortografía y grafémica, Madrid, Visor, 1994)..

En su voluntad explícita de apertura y respeto, la Academia se muestra, en esta nueva versión, abierta a modificaciones y discrepancias. Sin embargo, la aceptación general del código y la extensión de su uso hacen que estas reformas sean cada vez más difíciles. Como se destaca en el prólogo de la nueva edición, el proceso de oficialización es contrario al impulso reformista: una ortografía fijada y generalmente acatada en todo el ámbito hispánico es difícilmente reformable, sobre todo en una sociedad con el grado actual de alfabetización y de producción escrita. No hay más que recordar las reacciones ante una reforma tan leve como la ordenación alfabética de los dígrafos ch y ll, o los argumentos que, en ocasiones, han acompañado la defensa de la ñ, así como el fracaso de intentos de reforma en lenguas con ortografías más complicadas, como la del francés, para observar la dificultad de alterar un código puramente convencional, pero muy ligado a sentimientos fácilmente irritables. La voluntad de no herir estos sentimientos, de conseguir un consenso general hace que las nuevas propuestas huyan de todo tono dogmático o impositivo. En sus observaciones a la anterior versión de la ortografía académica, Ángel Rosenblat se preguntaba sobre los problemas de mantener una actitud abierta que no llega a resolver las dudas de quien reclama una norma clara: «La Academia, tachada siempre de preceptista y dogmática, se proclama ahora campeona de la libertad. ¿No renuncia en parte a su función normadora? Nuestra experiencia es que el hablante, o el que escribe, se desconcierta ante tanta duplicidad de formas y reclama cuál es la mejor». Pese a esto, Rosenblat reclamaba el acatamiento de las normas académicas en nombre de una unidad que la institución proclama ahora en su renovado lema («unifica, limpia y fija») como finalidad prioritaria: «Están inspiradas en un criterio liberal. Algunas podrán discutirse, pero ante todas hay que inclinarse con respeto […]. Toda ortografía es una convención, y parece ventajoso que esa convención tenga validez absoluta en los veinte países de habla española. Acatar la norma –era el consejo de Unamuno– es el primer paso para una nueva reforma»A. Rosenblat, op. cit., págs. 57 y 78.. Toda ortografía es, efectivamente, una forma convencional de representar la lengua hablada, pero, una vez fijada y acatada tiende a perpetuarse por encima de los cambios en la pronunciación e incluso influye en ellos, de manera que, en ocasiones, es la letra la que tiende a «crear» o mantener su sonido. Así sucedió con los grupos consonánticos cultos que, históricamente, el castellano tendía a simplificar y que la Academia, en ciertos casos, decidió respetar; o, por poner otro ejemplo, con la pronunciación diferenciada de b y v, que representan hoy en español un solo valor bilabial, más allá de realizaciones influidas por otras lenguas. Es lo que se ha llamado el «fetichismo de la letra». Por otra parte, convenciones gráficas como las que deciden el uso de los espacios o los signos de puntuación son las que sirven, en ocasiones, para caracterizar las nociones de «palabra», «oración», etc.

Como se repite habitualmente, a escribir «correctamente» se aprende leyendo, es decir, reconociendo, por medio de un hábito visual, la forma gráfica de las palabras, que, finalmente, queda asociada a su significado antes, incluso, que a la correspondencia fónica de sus elementos. Es este hábito visual el que garantiza la comunicación escrita de hablantes con pronunciaciones a veces muy distintas y el respeto a esta forma escrita históricamente fijada está íntimamente ligado al sentimiento de pertenencia a una misma comunidad lingüística. La ortografía no es, pues, un tema menor y de la conciencia de su valor habla el cuidado que se ha puesto en la edición y presentación pública de este nuevo tratado académico.

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Ficha técnica

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